Sexualidad y erotismo en “Cien años de soledad”

A propósito del Festival Gabo 2020, que empieza mañana, un escritor propone un diálogo a partir de la novela máxima de Gabriel García Márquez.

José Luis Garcés González * / Especial para El Espectador
29 de noviembre de 2020 - 02:00 a. m.
“Parece ser que la sexualidad y la belleza son conceptos antípodas”, opina el autor de esta revisión de “Cien años de soledad”. / Getty Images
“Parece ser que la sexualidad y la belleza son conceptos antípodas”, opina el autor de esta revisión de “Cien años de soledad”. / Getty Images
Foto: Getty Images/fStop - Malte Mueller
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Parece una paradoja: los escritores del Caribe que se han manifestado a partir de los años 50 del siglo XX, en su conjunto, no poseen la carga erótica y sexual que se supone son propias del hombre de esta costa colombiana. Se cree que deben ser, por su procedencia, textos de desborde sexual, y no lo son. Si miramos con cierta rapidez algunas obras podemos confirmarlo: En noviembre llega el arzobispo, de Rojas Herazo, es una novela torrencial, pero el sexo es tratado de una manera gótica; el sexo no es tema explícito en Tierra mojada, en Chimá nace un santo ni en Chambacú, de Manuel Zapata Olivella; Álvaro Cepeda, quien tuvo fama de informal y lanzado, no sexualiza su novela sobre la masacre de las bananeras; Germán Espinosa acude al lenguaje poético de corte intelectual para abordar el tema sexual en sus novelas; quizá Burgos Cantor en sus cuentos es quien desata la madeja del sexo como afán y placer; pero es García Márquez, en Cien años de soledad, quien afronta el tema del sexo sin falsos remilgos y se extiende en él, pues en la novela de Macondo hay un amplio surtido de expresiones sexuales, que van desde el voyerismo hasta la zoofilia.

Cien años de soledad es una clásica novela montuna, dentro de la concepción que he venido reflexionando. Y es montuna porque su corpus acoge una historia originaria que es mítica y raizal. Hecha con las esencias de lo propio, del monte que habla y proyecta su historia. Es decir, su historia nos conduce a las expresiones populares terrígenas del Caribe colombiano y latinoamericano. (Recomendamos: El rastro de García Márquez en El Espectador).

Todo su relato, pues, está enraizado en los elementos de la cultura popular caribeña. Mitos, leyendas, costumbres, refranes. Es, como El Quijote, una novela regional. Lo universal de Cien años de soledad es el deslumbrante idioma español en que está escrita y la fortaleza analítica que posee para describir la condición humana.

Alguna gente se alarma cuando las cosas del cuerpo se llaman por su nombre y su funcionamiento reales. Cien años de soledad, como muchos libros, ha sufrido esa discriminación. La represión a las palabras, a los pasajes que se refieren al cuerpo íntimo. Las instancias represoras de los Estados empiezan por cercenar a las palabras y adulterar el lenguaje. Lo libertario es señalar con el dedo del lenguaje las cosas tal como son. No temerle al lenguaje, no temerles a las cosas para nombrarlas con precisión y estética. (”La predestinada”: Perfil de Mercedes Barcha, por Nelson Fredy Padilla).

El tratamiento erótico-sexual en Cien años de soledad ha sido casi siempre soslayado en los análisis de la magna obra. Para suplir esta carencia es necesario abrir la novela y empezar a reseñar e interpretar lo erótico en los personajes y en sus relaciones personales. Analicemos varias manifestaciones que se dan en el texto:

a. La zoofilia

En la novela no se narra explícitamente ningún episodio zoofílico; pero se alude a dos hechos inherentes a la cultura del Caribe colombiano. El primero, es la mención de la manatí cuando José Arcadio Buendía, junto con todos los hombres de Macondo, decide buscar una vía hacia la civilización: esas regiones de embrujos y de inventos. Se nos dice que estos animales habitan en la Ciénaga Grande y se les describe como “cetáceos de piel delicada con cabeza y torso de mujer, que perdían a los navegantes con el hechizo de sus tetas descomunales” (p. 22). Vale resaltar, por la convergencia temática, el cuento La manatí, del escritor sinuano Guillermo Valencia Salgado. Texto magistral, elaborado con el poder de lo sugestivo, lo erótico y lo trágico.

El segundo se muestra cuando José Arcadio Segundo se confiesa, por primera vez, ante el padre Antonio Isabel. Y aquí resulta paradójica la incursión del muchacho en las prácticas zoofílicas. Porque es el mismo cura quien lo introduce por esos caminos al meterle, al hasta entonces virginal José Arcadio Segundo, la espinita de la curiosidad. Las cosas pasan de este modo: en la confesión, el prelado le pregunta no solo si había tenido relaciones sexuales con mujeres, sino con animales. Extrañado, el joven le expresa sus dudas a Petronio, el sacristán, quien, además de aclararle sus dudas, lo inicia en el coito placentero y misterioso con las burras. Vemos, pues, cómo un ejercicio de ablución espiritual, que se supone altamente religioso, trae consecuencias profanas. Recordemos, por la relación causa-efecto, el relato Juana aprendió sus primeras letras en la Biblia, de Álvaro Cepeda Samudio, en el que la protagonista se vuelve puta por leer el pornográfico Antiguo Testamento.

b. El miembro y su leyenda

En la costa Caribe, como es de público conocimiento, existe el mito del pene grande. El mito y la leyenda. Acerca de él ha surgido una oralidad fructífera y humorística. Ese órgano ha recibido centenares de nombres, que por problemas de tiempo, que no de pudor, no podemos mencionar aquí. Una expresión cabal de la sexualidad caribe la encontramos en Cien años de soledad en el tamaño descomunal de la virilidad de José Arcadio, probado, entre otras, por la veteranísima Pilar Ternera y por la exangüe gitanita de feria, a la cual le tronaron los huesos y se le salieron las lágrimas cuando él se le incrustó en su propio centro.

Esta leyenda del hombre costeño superdotado se halla inserta en la novela, y García Márquez la desarrolla con un lenguaje que, siendo fiel al color local, convence en su traducción universal.

Pilar Ternera le definió su tamaño con dos palabras: “¡Qué bárbaro!”. La gitanita le corroboró sus dimensiones, además de las reacciones ya descritas, con un sudor pálido. Y la otra gitana, “de carnes espléndidas”, que entró a la tolda donde estaban los jóvenes, se la bendijo con una exclamación muy costeña: “Muchacho, que Dios te la conserve”. Lo mismo puede afirmarse del joven Aureliano, quien es definido en la novela como propietario de una “masculinidad inconcebible”, encima de la cual paseaba, en perfecto equilibrio, una botella de cerveza.

Pero para nivelar los tamaños y las pasiones, Aureliano, el hijo de Úrsula, hermano menor de José Arcadio, sufría la vergüenza de la escasa dimensión y el menoscabo de una sexualidad desfallecida. No pudo con la gitana, tampoco con la ya decrépita Pilar Ternera. Bueno, pero esta crisis en tamaño y en efervescencia en los Buendía era la excepción, no la regla.

Como se sabe, los Buendía y sus allegados eran, en su mayoría, de verija caliente o de útero hambriento. Una rápida mirada nos señala al ya conocido José Arcadio (el del cuerpo tatuado), a Aureliano Segundo (el que hacía el amor como si él solo fuera dos hombres), a Rebeca (que era adoptada), a Aureliano y Amaranta Úrsula, sobrino y tía, que se revolcaban donde fuera y en cualquier momento, pues la arrechera era insaciable.

c. Sexo, oscuridad e idealización

Para muchos, la mejor aliada del sexo es la oscuridad. Allí, más que los genitales, importa el tacto: los cuerpos en una confusión de extremidades, miedos y desgarramientos interiores. La oscuridad propicia la idealización: el hallazgo mental de otra persona. Esto le sucede a José Arcadio cuando, trastornado por el olor de Pilar Ternera (no hay que olvidar qué es el olfato en este aparte), llega a su cuarto guiándose como un ciego sin lazarillo, hasta que la mano de la mujer lo tropieza y lo devora. En medio del tráfago de sus vísceras, José Arcadio ve la cara de Úrsula, su madre. Esta cópula no solo se desarrolla en un ambiente de oscuridad, sino de promiscuidad, puesto que “en la estrecha habitación dormían la madre, otra hija con el marido y dos niños” (p. 41).

Estas mismas circunstancias (oscuridad-promiscuidad) se dan cuando tienen sexo Pilar Ternera y Aureliano, quien encuentra en la cama a su amada y pueril Remedios. Años más tarde, convertido en el coronel Aureliano Buendía, a su hamaca arribaban incontables mujeres, todas cubiertas con el manto de las sombras. Pero ya no estará Remedios, sino la guerra.

Otro caso se revela en la pasión que siente Aureliano José por Amaranta, el cual “idealizaba (a las prostitutas) en las tinieblas y las convertía en Amaranta mediante ansiosos esfuerzos de imaginación” (p. 175), ante la imposibilidad de poder concretar la relación genital con su tía.

En este acápite podemos incluir otro ejemplo en palabras textuales del autor: “Permaneció inmóvil un largo rato, preguntándose asombrado cómo había hecho para llegar a ese abismo de desamparo, cuando una mano con todos los dedos extendidos, que tanteaba en las tinieblas, le tropezó la cara. No se sorprendió, porque sin saberlo lo había estado esperando. Entonces se confió a aquella mano, y en un terrible estado de agotamiento se dejó llevar hasta un lugar sin formas donde le quitaron la ropa y lo zarandearon como un costal de papas y lo voltearon al derecho y al revés, en una oscuridad insondable en la que le sobraban los brazos, donde ya no olía más a mujer, sino a amoniaco, y donde trataba de acordarse del rostro de ella y se encontraba con el rostro de Úrsula, confusamente consciente de que estaba haciendo algo que desde hacía mucho tiempo deseaba que se pudiera hacer…” (p. 41-42).

d. Sexo público

En Cien años de soledad las relaciones sexuales no se circunscriben a lo íntimo. Amplio es su espectro social y muy importante. A veces adquieren un carácter trágico que, de manera inapelable, se resuelven con sangre. Como ocurre con José Arcadio Buendía y Úrsula Iguarán: ella, en los comienzos de la relación, atemorizada de que les naciera un hijo con cola de puerco, utiliza por un lapso de tiempo bastante considerable (año y medio) un “pantalón de castidad” (p. 35). En el pueblo, la virginidad de Úrsula y la supuesta impotencia del marido son de público conocimiento. Hasta el día en que Prudencio Aguilar, colérico porque perdió en una riña de gallos con José Arcadio Buendía, le espeta: “A ver si por fin ese gallo le hace el favor a tu mujer” (p. 34). Como se sabe, esas palabras fueron su perdición. El ofendido cura el ultraje con sangre. Muerto Prudencio Aguilar, y recuperado el honor de su hombría, José Arcadio Buendía desvirga a su esposa.

Más adelante, cuando a Macondo llega la compañía bananera y la hojarasca invade todos sus rincones, se escuchará en la Calle de los Turcos el estropicio de las parejas gimiendo de amor, en calurosas hamacas y a la sombra de los almendros. Es una especie de voyerismo colectivo, que se profundizará en las páginas por venir, pues si hay algún personaje que torna la sexualidad erótica en algo público es José Arcadio. Su descaro no tiene límites. No solo por la ocasión aquella en la que copula en una carpa con una gitana a la vista de una pareja que retoza cerca de ellos o por su hábito de rifarse entre las mujeres, sino por su relación con Rebeca. Por esas sesiones agotadoras y estruendosas que tenían amedrentados a los vecinos, quienes “rogaban que una pasión tan desaforada no fuera a perturbar la paz de los muertos” (p. 119), ya que los amantes vivían al frente del cementerio.

Tampoco podemos dejar de mencionar ese burdel de ensueño en donde “la dueña (una verdadera voyerista) entraba en los mejores momentos del amor y hacía toda clase de comentarios sobre los encantos íntimos de los protagonistas” (p. 453), pero nadie suspendía sus afanes de cuerpo.

e. El sexo y la belleza

Parece ser que la sexualidad y la belleza son conceptos antípodas. Hasta el punto de que se llega a afirmar en los corrillos populares que la mujer bella es sexualmente mediocre y viceversa. Y que por eso “la mujer maluca abajo tiene la azuca”. Dos ejemplos reafirman tal aseveración: Fernanda del Carpio y Remedios, la Bella.

Fernanda, pese a su hermosura exorbitante, que trastocó el ánimo de Aureliano Segundo e hizo que la buscara en tierras desconocidas y lejanas, es una mujer lúgubre, imaginativamente cerrada e incapaz de envolver en una pasión abrasante a su esposo, como sí lo consiguió Petra Cotes. Inhabilitada para los placeres carnales, “Aureliano Segundo solo encontró en ella un hondo sentimiento de desolación” (p. 249).

Es, sobre todo, una “dama” que considera el sexo un ejercicio pecaminoso y contrario al espíritu. Una obligación, no un acto de fervor y entrega, de mutua satisfacción. De ahí la escena ridícula del “camisón blanco, largo hasta los tobillos y con mangas hasta los puños, y con un ojal grande y redondo primorosamente ribeteado a la altura del vientre” (p. 249), con el que espera a su marido antes de hacer el amor, la de la “golilla de lana” (p. 250) que se ponía luego de hacerlo o la del “calendario” (248) sexual que llevaba rigurosamente y que solo dejaba para el deleite del cuerpo (bueno, para ella debía ser tortura) 42 lánguidos días hábiles al año.

Tan pronto pasa la luna de miel con la interiorana, Aureliano Segundo vuelve al fogoso lecho de Petra Cotes. El “amor insípido” de la hermosa y monacal Fernanda no logró conquistar su corazón. Y aquí entra de lleno el fenómeno de la querida, tan común en el machismo latinoamericano. La otra, la concubina, la querida o la amante, en términos más actualizados. En este caso, doña Petra, la maestra sexual de Aureliano Segundo, la que le había arrebatado su condición de solitario. Un ser, para él, inolvidable.

Fernanda del Carpio, pues, representa la ortodoxia sexual: el apego inflexible a las reglas. En términos del señor Freud, debía tener toda la sintomatología de las histéricas. Y en esto se separa de Remedios, la Bella, quien es, en la novela, la antítesis de lo convencional. La ruptura total de las normas. Su concepción del cuerpo, la transposición que hace del tiempo, la rapadura de cabeza y su implacable sentido común lo demuestran. La de Remedios no es una belleza sensual, es una belleza trágica. No hay que olvidar que “soltaba un hálito de perturbación, una ráfaga de tormento” (p. 274). Su figura es asexual. Incluso, cuando está desnuda frente a los ojos del forastero, no inspira en el lector el más mínimo deseo erótico. Este resulta ser, literariamente hablando, un aparte circunstancial, aunque signado por la simpleza inteligente de la joven. De hecho, de la descripción fugaz de La Elefanta brota más sensualidad que del episodio del baño. El final de Remedios, la Bella, no podría ser otro mejor: la ascensión al cielo: ese lugar en donde el sexo no existe. Donde todo lo corpóreo es inocencia. Feliz inocencia.

f. El manoseo y las caricias

En Cien años de soledad, las caricias ocupan un puesto especial. Pueden ser preludio del acto sexual —no olvidar el de Pilar Ternera con José Arcadio, cuando ella le toca la zona genital y le dice “¡qué bárbaro!”) (p. 39); el de José Arcadio y Rebeca, cuando él recorre con sus dedos desde los pies hasta los muslos de la muchacha y luego la desflora— o un ejercicio postamatorio (como sucede con Aureliano y Amaranta Úrsula, quienes “se entregaron a la idolatría de los cuerpos” (p. 472) y allí encontraron el vértigo y el sosiego de la caricia creativa.

Hay, en el lenguaje del libro, “caricias estremecedoras” (p. 87), “caricias apremiantes” (p. 376), “manoseos vehementes” (p. 135) que, sin embargo, no llevan al coito ni al orgasmo. Como las que le hace una prostituta a Aureliano en la tienda de Catarino, y que este rehúsa; las de Aureliano Segundo y Petra Cotes, cuando ella le dice que “ya los tiempos no están para estas cosas” (p. 376), o las de Rebeca y Pietro Crespi, cuyos contactos fueron, a la postre, el recuerdo de una pasión engañosa e inocua.

Las caricias, además, pueden llegar a ser un sustituto del sexo físico. Eso nos lo enseña Amaranta, quien apacigua sus soledades y sus frustraciones con “caricias agotadoras”. Primero, con Aureliano José y después con José Arcadio; pero, finalmente, este personaje muere con el estigma amargo de la virginidad.

g. El problema del tiempo y de los sismos del cuerpo

Cuando se produce el coito satisfactorio, los amantes destrozan el equilibrio del tiempo y desordenan cualquier manifestación de la normalidad. No hay obediencia a la tradición ni a las llamadas sanas costumbres. El apogeo del instinto, el retorno a la deliciosa animalidad. Toda esta trasgresión, manifestación de las pasiones desbocadas, se puede notar en este fragmento: “Perdieron el sentido de la realidad, la noción del tiempo, el ritmo de los hábitos cotidianos. Volvieron a cerrar puertas y ventanas para no demorarse en trámites de desnudamientos, y andaban por la casa como siempre quiso estar Remedios, la Bella, y se revolcaban en cueros en los barrizales del patio, y una tarde estuvieron a punto de ahogarse cuando se amaban en la alberca. En poco tiempo hicieron más estragos que las hormigas coloradas: destrozaron los muebles de la sala, rasgaron con sus locuras la hamaca que había resistido a los tristes amores de campamento del coronel Aureliano Buendía, y destriparon los colchones y los vaciaron en los pisos para sofocarse en tempestades de algodón. Aunque Aureliano era un amante tan feroz como su rival, era Amaranta Úrsula quien comandaba con su ingenio disparatado y su voracidad lírica aquel paraíso de desastres… Mientras él amasaba con claras de huevo los senos eréctiles de Amaranta Úrsula, o suavizaba con manteca de coco sus muslos elásticos y su vientre aduraznado, ella jugaba a las muñecas con la portentosa criatura de Aureliano, y le pintaba ojos de payaso con carmín de labios y bigotes de turco con carboncillo de las cejas, y le ponía corbatines de organza y sombreritos de papel plateado. Una noche se embadurnaron de pies a cabeza con melocotones en almíbar, se lamieron como perros y se amaron como locos en el piso del corredor, y fueron despertados por un torrente de hormigas carniceras que se disponían a devorarlos vivos” (p. 470-471).

Como se ve, el amor pasional subvierte la tradición social y las costumbres individuales. Cuando el ímpetu se desboca y el deseo suena sus clarines, no hay respeto de familia que valga. No importa que se llame incesto o cualquier otro nombre. Como se nota en el fragmento a leer, aunque Aureliano quiera meterse de cabeza en la labor intelectual (ya que es el personaje lector de la familia) y eludir los acosos de la hembra, el furor de lo erótico todo lo desbarata: “De modo que Aureliano seguía siendo virgen cuando Amaranta Úrsula regresó a Macondo y le dio un abrazo fraternal que lo dejó sin aliento… Tratando de sofocar el tormento, se sumergió más a fondo en los pergaminos y eludió los halagos inocentes de aquella tía que emponzoñaba sus noches con efluvios de tribulación, pero mientras más la evitaba, con más ansiedad esperaba su risa pedregosa, sus aullidos de gata feliz y sus canciones de gratitud, agonizando de amor a cualquier hora y en los lugares menos pensados de la casa. Una noche, a diez metros de su cama, en el mesón de platería, los esposos del vientre desquiciado desbarataron la vidriera y terminaron amándose en un charco de ácido muriático” (p. 449).Otro aspecto que se ventila en Cien años de soledad es el ya mencionado voyerismo, que es la tendencia morbosa a fisgonear, a espiar lo que hace el otro para conseguir placer mediante esa observación no autorizada y furtiva. El caso de Remedios, la Bella, es bastante explícito. Un hombre, un mediodía cuando ella se baña, la mira por las tejas del techo del baño. El intruso enamora a Remedios, la Bella, y desde las alturas, le pide que lo deje lavarle la espalda, y, en últimas, le propone matrimonio. La muchacha, con perturbadora inocencia, se burla de esas tonterías. El hombre quiere bajar al baño, pero cae de cabeza contra el piso y se mata. Aquí el erotismo de la mujer conduce al forastero a la muerte. Eros y Tánatos se aproximan sospechosamente, según la consabida afirmación de Bataille.

h. Prostitución

Es un lugar demasiado común afirmar que la prostitución dizque es el oficio más viejo del mundo. Y sobre el tema ha opinado toda la flora y fauna de la sociología, la psicología, la religión, la sexología y la moral. Nada de esto es descubrimiento y, lógico, no lo vamos a ampliar aquí. Lo importante es señalar ese aire, al parecer, de cosa desbaratada o exótica, de “fiesta inconclusa” que rodea a los burdeles, por llamarlos de algún modo, que aparecen en Cien años de soledad.

La palabra “burdel”, que procede del término catalán bordel, está presente en la novela. Como tales, desfilan la tienda de Catarino, la casa de Pilar Ternera, la casa de las matronas francesas, el burdel ambulante donde estaba Eréndira con “sus teticas de perra”, las hamacas debajo de los almendros en los tiempos del banano y el burdel de las muchachitas que se acostaban por hambre, entre otros.

De este último, se narra en la novela: “… la discusión terminó en la casa de las muchachitas que se acostaban por hambre, un burdel de mentiras en los arrabales de Macondo. La propietaria era una mamasanta sonriente, atormentada por la manía de abrir y cerrar puertas” (p. 453).

Del extrapolado El Niño de Oro, llamado por el autor “un burdel zoológico”, poblado por 200 alcaravanes que hacían de relojes suizos, se dice: “El aire tenía una densidad ingenua, como si lo acabaran de inventar, y las bellas mulatas que esperaban sin esperanza entre pétalos sangrientos y discos pasados de moda, conocían oficios de amor que el hombre había dejado olvidados en el paraíso terrenal” (p. 459-460).

* Escritor y catedrático universitario. Director del periódico El Túnel, de Montería, Colombia. Cuentos suyos han sido traducidos al francés, alemán, inglés y eslovaco. Su libro más reciente es “Analectas sociológicas y literarias”. E.; jlgarces@yahoo.es

Por José Luis Garcés González * / Especial para El Espectador

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gaj(kitsn)29 de noviembre de 2020 - 04:24 p. m.
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