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¿Qué población?, no lo sabemos. No sabemos si fue el cinco por ciento de la mundial, del país, de la ciudad. Y ya nunca lo sabremos.
Clarín también subió un video en el que se veía a una mujer asiática con unos palitos chinos mordiendo un murciélago frito que se le salía del plato de sopa. Según el diario, otro asiático le gritaba en mandarín, “¡Come la carne! No comas la piel, deberías comer la carne de la espalda". El título del artículo era algo como: “Así es la sopa de murciélago que originó el virus”. Pero, resulta que al final, nunca supimos si nació en la sopa de murciélago o de otra sopa de otro animal en algún restaurante de Wuhan.
Y, a pesar del tiempo que ha pasado desde entonces, nadie se pone de acuerdo en quién fue la primera persona que lo contrajo. El periódico El Mundo afirmó que había sido un señor de cincuenta y cinco años de la provincia de Hubei en China, también dijo que no había sido el 15 ni el 20 de diciembre, como otros medios afirmaban, y mucho menos el 5 de enero, día en el que China le contó a la Organización Mundial de la Salud de una neumonía atípica y la organización, después de un breve silencio, corrigió: “el primer contagio fue el 8 de diciembre”. Pero era falso, todo era falso, porque según un periódico hongkonés, South China Morning Post, que tenía datos gubernamentales que nadie más poseía, confirmaría tiempo después que el paciente cero tal vez sí era del 17 de noviembre. Entonces cabía la posibilidad de que el señor de cincuenta y cinco años de la provincia de Hubei fuera el primer caso. Aun así, y al final, tampoco supimos bien quién había sido el paciente cero que se había tomado la sopa de murciélago y que seguramente le había mordido la espalda para probar su carne, porque la piel de las alas parecía caucho.
Dicen que el virus era un buen virus. Era un buen virus por tres cosas: la primera, porque podía reproducirse dentro de su hospedero; la segunda, porque podía saltar de un hospedero a otro fácilmente; y, la tercera, porque la mayoría de sus hospederos podían transportarlo sin morir. Incluso, dicen que usaba hospederos asintomáticos para viajar desapercibido y así lo hizo. Este comenzó en China a saltar de persona en persona, luego tomó trenes, buses, aviones y llegó a Italia, Alemania, a España y a Estados Unidos y a todo el resto del mundo, menos a los polos. Dicen, que quienes tuvieron la exclusiva, que le gustaba el frío pero no tanto. Él era un buen virus, un buen virus que quería conocer el mundo y sin culpa mató al cinco porciento de quienes lo llevaron.
Nosotros veíamos las noticias en las grandes pantallas de la compañía, sentados en nuestros puestos de trabajo. Veíamos las estadísticas que nadie entendía, hablaban de nuevos y nuevos casos. Primero, dijeron que era una gripa y todos nos tranquilizamos, “es solo una gripa”, decíamos en los pasillos. Pero luego, comenzaron las curvas a subir y a subir y dijeron que la población más afectada eran las personas mayores, pero ¿mayores de qué? “Mayores de ochenta”, luego corroboraron “de sesenta”, luego había gente joven muriendo “¿de treinta?” y los números se volvieron veintes, diecinueves, catorces, ochos y ya no pudimos entender. Entre más se aproximaba el virus, más precauciones se tomaban, al lado de cada ascensor apareció un antibacteríal y había que lavarse las manos todo el tiempo.
Lavarse las manos era aburrido, nos tocaba lavarnos las manos durante treinta segundos cada tres horas. Los famosos salieron a cantar estrofas de canciones que duraban el tiempo exacto de la bañada de manos. Por allá en los baños sonaba, “por eso yo sigo hasta que amanezca, entonces yaw, y yo no me complico, ¿cómo te explico?, que a mí me gusta es pasarla rico”, y el agua dejaba de correr.
Se regó como un síntoma, el rumor de que el virus viajaba también en una cerveza, pero no cualquiera. “¿Qué cerveza?” preguntamos a los medios, “la que lleva su mismo nombre”, respondieron. Dejamos de tomar esa cerveza y como nunca habíamos preparado sopa de murciélago, solo de caracol, además de lavarnos muy bien las manos, nos sentimos seguros. Pensábamos que al virus no le interesaba Latinoamérica, un pueblo más al sur de Estados Unidos. Pensábamos que este lugar que ya había pasado por dictaduras, guerrillas, narcotráfico, secuestros, masacres, terrorismo, terremotos, extorciones, desplazamientos, pobreza extrema no sería un buen lugar para un virus del primer mundo, de aviones en primera clase, de platos exóticos. Pensábamos que, por la gracia del divino niño Jesús, al virus no le interesaría venir acá; pensábamos, mientras seguíamos trabajando en nuestros teclados de los computadores. Pero el virus no era racista, ni clasista, ni machista, era un buen virus explorador que aterrizó en un avión en Colombia, llegó de Italia en un huésped asintomático. Hizo muchas cosas acá: fue a un culto cristiano, estuvo en una fiesta, conoció gente y luego dio positivo en una prueba. Lo aislaron. Pero él agarró el celular y llamó a más amigos, les contó del país, y ellos viajaron en otros aviones, muchos en primera clase. Lo que pensábamos estaba mal, él llegó y no solo, comenzaron a aparecer casos, como ronchas, Venezuela, Perú, Bolivia también, llegó a Ecuador, en esas ya estaba en Argentina y bueno pasó a Chile. En menos de un par de meses Latinoamérica también era suya.
Veíamos la curva europea subir y subir y subir y al virus multiplicarse más rápido que las deudas, “pero todo lo que sube, ¿no tiene que bajar?”, se escuchaba en las oficinas. El virus ya tomaba el sol en Cartagena, cuando se habló de teletrabajo. Vamos todos a teletrabajar. Y la alcaldesa dijo, “qué teletrabajo ni que ocho cuartos: cuarentena”, a lo que el presidente le respondió, “que no y que no y que no”. Pelearon en privado, luego en público, los otros alcaldes decían que no sabían, algunos sí, otros no, hasta que uno apareció con el virus y fue con él a una reunión. Todos lo vieron y le dieron la mano, luego tuvieron miedo, nos infectaron de él y el presidente ratificó, “vamos todos a cuarentena, porque si el sistema de salud europeo colapsó, imagínense el nuestro”.
Y todos soñamos que el sistema de salud colapsaba y tuvimos más, mucho más, miedo al virus. Pero éramos muchos, también éramos listos y para que no colapsara el sistema de salud, colapsamos primero los supermercados, las tiendas, las farmacias, y compramos tapabocas, geles antibacteriales, papel higiénico, mucho papel higiénico. Nos acabamos los tapabocas y el alcohol, la Organización Mundial de la Salud preguntó, “¿por qué todos usan tapabocas? Es solo para los enfermos”, “no sabíamos” respondimos. Pero aun así, compramos más: más tapabocas, más geles antibacteriales, más alcohol, más papel higiénico, todo el papel higiénico. Nos llevamos todo lo necesario para nuestras casas con el fin de que el sistema de salud no colapsara. Aun así, colapsó.
Y más rápido que el virus, se propagaron los audios por WhatsApp. Por allá, una paisa que estaba haciendo una especie de estudio en España, dijo que era muy amiga de un señor que era el director de un hospital que ya había colapsado porque todos también habían dejado a los supermercados y a las tiendas y a las farmacias sin tapabocas y sin gel y sin alcohol. “Parce, el virus es una porquería, esa chimbada es una porquería” se escuchaba en su audio. También confesó que otro amigo había hackeado el WhatsApp del gobierno chino y que ya sabían la verdad, que todos los gobiernos ya sabían la verdad, “¿cuál verdad?”, nos asustamos, pero la seguimos escuchando. La verdad era que el virus tenía un ARN con cuatro hebras de VIH, además de las hebras del SARS, la malaria, la tuberculosis reforzada, la sífilis, la tosferina, el sarampión, el Ébola, el herpes zoster. “Esa chimbada es una porquería”, repetía la paisa; su amigo, incluso, le había dicho que las hebras del VIH no se activaban en todos, pero sí en muchos y que si se activaban los inmunosuprimía y se los llevaba. El miedo nos jaló el colon y salimos a comprar más papel higiénico, más tapabocas, más geles, más alcohol y, otra vez, más papel higiénico.
“Esto es un miercolero, yo me salvé, parcera, porque estoy en la montaña”, cerraba el audio la paisa y todos los ricos se fueron a las montañas y los pobres nos quedamos aquí, viendo cómo los supermercados y las tiendas y las farmacias ya no tenían ni tapabocas, ni papel higiénico, ni alcohol, “qué cosa tan tenaz”. El pronóstico de la mujer nos dejaba, además de sin tapabocas para coger el bus, datos que nos enseñaban sobre el virus: de ocho infectados, cinco iban a cuidados intensivos y tres morían. Para nuestra desgracia y ya sin tapabocas, la mujer confirmaba en el audio que el virus seguía mutando, seguro en Latinoamérica conocería al dengue, al Zika, hasta el chikungunya y se harían amigos, entonces otra hebra nacería. Mejor dicho, si no estabas en una montaña o no tenías un tapabocas, estabas en la lista de los tres que morirían. ¿Moriríamos?
Esta era, sin duda alguna, una guerra y más audios vía WhatsApp se filtraban. Un rolo amigo de unos amigos del hijo de uno de los expresidentes del país que también tenía acceso a unos datos gubernamentales, confirmaba que no solo nos íbamos a morir, sino que además éramos, sin darnos cuenta, parte de la Tercera Guerra Mundial. Aquel rolo en voz propia lo cantaba, “amigos, ese virus es un arma biológica que tenían los gringos desarrollada desde hace mucho tiempo y la habían dejado plantada en un murciélago estratégico, para que un provinciano de Hubei lo cocinara, aun están investigando si el hombre estaba relacionado o no con el gobierno y podría, incluso, ser un espía de los Estados Unidos de América”. Este acto, nos explicaba el rolo, lo había ejecutado Trump para que ya ninguno de nosotros compráramos por AlíExpress. Comenzamos a revisar las etiquetas y para nuestro dolor todo era chino, por ende todos ya teníamos el virus y nuestras cabezas comenzaron a arder. “¿Se preguntarán por qué Rusia fue la primera en cerrar fronteras?” No, la verdad no nos preguntábamos nada, pero el hombre seguía en un discurso en el que el gobierno de Putin también sabía la verdad, porque todos tenían accesos a datos gubernamentales y sabían la verdad, menos nosotros.
Aquí, justo aquí, ya el miedo dejó de ser descriptivo, ya no nos representaba, tenía que haber una palabra más grande, más significativa, más aguda, más grave, más esdrújula, que la palabra miedo, tal vez: pánico, terror, espanto; no sabemos. Necesitábamos más palabras que, como todas las hebras que componían al virus, hilaran una más grande, más monstruosa capaz de, siquiera, enunciar todo lo que sentíamos al interior del cuerpo. Si el audio del rolo llegaba hasta China y allá lo traducían, iban a saber la verdad, entonces ese gigante territorial respondería a ese ataque con un virus más fuerte y más letal, seguro este incluiría hebras de la peste negra. Le mandamos cartas en español a su presidente, Xi Jinping, pidiéndole que si era posible que el virus discriminara a los indios, que no se preocupara por nosotros que no nos íbamos a sentir mal, ya estábamos acostumbrados.
Tal vez el paciente cero, el hombre de cincuenta y cinco años en la provincia de Hubei que le había echado muela a la espalda del murciélago, tal vez era el espía norteamericano que había puesto el virus ahí y luego se lo había comido para parecer inocente. No lo sabemos y ya nunca lo sabremos.
Al otro lado del enfrentamiento de ambas potencias y en el corazón de la Tercera Guerra Mundial, estaba Colombia cundida de virus y cada virus encerrado en una casa. Bueno no todos los virus, algunos tuvieron que salir por el papel higiénico, otros a comprar cosas, a hacer vueltas en el banco, a sacar el perro, a un cumpleaños, a sobrevivir, incluso había virus que no tenían casa y digamos que hicimos una cuarentena parcial. La cuarentena a la que nos sometimos dejó de ser una obligación y pasó a ser un estilo de vida, pero antes y después de colapsar los supermercados, las tiendas y las farmacias, surgieron muchas preguntas frente a ella y colapsamos también las líneas de emergencia.
“Línea 123 Bogotá ¿Cuál es su emergencia?”, “¿puedo sacar el carro para hacer mercado?”, “¿puedo pasear a un perro de peluche?”, “¿cuáles son los tapabocas correctos?”, “¿si compro algo chino, se me entra el virus?”, “¿cuánto alcohol debe tener el gel antibacteríal?”, “¿en el arroz chino hay carne de murciélago?”, “¿señorita, ya encontró la vacuna?”. Y fue así, de esta manera y no de otra, que el virus continuó su viaje por Colombia como un turista más, de playa en playa de casa en casa, de familia en familia, sin hacerse la prueba. Pasamos de mil, a dos mil casos y comenzó una curva ascendente y el 123 enfocado en ese nuevo estilo de vida que era la cuarentena, tres mil, cuatro mil, ¿quién está haciendo las pruebas?, cinco mil, seis mil.
Puede que la cuarentena como estilo de vida nos distrajera del virus, pero ella no impidió que lo notáramos. Nos dimos cuenta todos, porque todos los que estábamos en ese momento en el planeta tierra nos dimos cuenta de que era el fin del mundo. Para todos aquellos que habían twitteado, publicado, posteado, transformado en una instastory, ordenado al universo la siguiente declaración: “2020 sorpréndeme”, más sorprendidos no habían podido quedar. El fin del mundo estaba ahí, justo en frente, y un poco como lo habíamos soñado, las trompetas del apocalipsis sonaron, no en orden, no al tiempo, acompañadas de otros ruidos, pero sonaron. Fue una noche de abril, el cielo comenzó a hacer ruidos, un cielo que parecía una autopista llena de carros, “bum, rrrrrrrr, bum”, así sonaba, como un zumbido de motos. Nos arrodillamos, gritábamos, pedimos perdón, sobre todo la vecina del cuatrocientos uno; esperamos que se abriera el cielo y llegaran los jinetes del apocalipsis, entonces amaneció. El diario La República tituló un artículo “¿Trompetas en el cielo? Cielomoto”. En él explicaba que en el universo también había terremotos o cielomotos, mejor dicho, el universo hacía ruidos, que siempre había hecho ruidos solo que nunca lo habíamos escuchado, porque aparentemente aquí hacíamos más que allá.
Muchos también esperábamos ver a un asteroide caer, como aquel que acabó con los dinosaurios. Pero el que se nos vino encima, aquel que chocó contra estas tierras era diminuto, microscópico, tan chiquito que no solo se estrechó contra el planeta sino contra nuestros cuerpos, entró por la nariz, los ojos, las orejas y era tan parecido a nuestro sistema que en menos de quince días lo colonizaba por completo. Un asteroide ínfimamente pequeño e invisible viajaba a la velocidad de la luz en estos cuerpos inmensos para luego desplomarse sin piedad si lograba descifrar su estructura. Una estructura que no solo quebraba desde adentro, sino que además, rasgaba también, desde fuera. El virus rompió con el sistema de salud, el económico, el social y el político.
“¿Así será el final de nuestra especie?” preguntábamos al 123. La tranquilidad llegó con el artículo, “Señales periódicas y pequeños hombres verdes”, del diario El País, en el que se revelaba que cada 16 días estábamos recibiendo misteriosas señales de radio provenientes del universo. El artículo llegó justo en el momento en el que un terremoto de magnitud 7,5 en la escala de Richter sacudió Japón, lo que generó inmensas olas en un turbulento tsunami que aparentemente llegaría a Chile y, aunque nunca llegó, sí hubo un avistamiento de Ovnis que se replicó en Ecuador, Estados Unidos, México; en fin, era el fin del mundo, pero no estábamos solos, los extraterrestres estaban aquí y venían a ayudarnos. “¿Venían a ayudarnos?” Tal vez había sido ellos quienes nos sorprenderían en el 2020 con un virus de otro planeta encriptado en un diminuto asteroide. Y sí, nos dejaron a todos sorprendidos, como sea era el fin del mundo o del mundo tal y como lo habíamos conocido.
En Perú encontraron una cueva llena de murciélagos y le prendieron fuego, porque no querían que el virus cayera en sus sopas. No los juzgamos, tal vez, de haber estado cerca a cuevas con murciélagos habríamos hecho lo mismo o, tal vez, también habríamos hecho la sopa. No lo sabemos y ya nunca lo sabremos.
Con el fin del mundo en nuestros cuerpos en lo único que creíamos era en el arrebatamiento, el arrebatamiento que ya no eran los secuestros de los noventas, sino la muerte. Con la curva hacia arriba comenzamos a caminar por las casas, caminábamos y esperábamos y veíamos al sistema de salud colapsar, luego al económico y luego al social. Diez mil, quince mil, veinte mil hospederos del virus.
Desde las ventanas de las casas veíamos ambulancias ir y venir, llevar gente, ¿traer?, no eso no. Todos nos sentíamos mal, todos al tiempo sentíamos fiebre, tos, no podíamos respirar, unos íbamos a los hospitales otros dábamos vueltas en las camas. El celular, el sonido con más ecos era el ringtone de un celular, esos ecos que retumbaban en gritos y chillidos, y lo más difícil de este nuevo estilo de vida eran los ecos que producían un celular.
Después del sonido del celular y la réplica de sus ecos en gritos, tratábamos de ver por las ventanas lo que era invisible, lo que solo los oídos podían ver, esos gritos seguidos de chillidos que ponían en alerta al cuerpo tratando de armar un mensaje. Poníamos, entonces, las palmas de las manos contra la pared y como jugando a la Güija, en actos casi adivinatorios, íbamos recorriéndola, armando, con las letras sueltas de aquellos gritos, palabras y luego frases infectadas de dolor que nos dejaban de rodillas en el piso y la cabeza hundida entre ellas, para tomar aire, todo el aire que le cabe a los pulmones y replicar a gritos el mensaje recibido. Así todos en la cuadra, en el barrio, en la ciudad podían adivinar que otro virus había muerto junto a su hospedero, que hoy no nos tocaba a nosotros pero que mañana no sabíamos. Éramos tan chismosos.
Tal vez, sí, este era el arrebatamiento, un arrebatamiento que se llevaba en catorce días a la gente, los dejábamos en las clínicas y ya no los volvíamos a ver, nunca los vimos morir, tampoco los despedimos, un día enfermaron y se fueron, ¿a dónde?, no lo supimos y ya no lo sabremos.
En Ecuador eran tantos los muertos que los quemaron en las calles, un proceso de cremación al aire libre de fuego y carne y el olor a carne asada nos llegaba a las ventanas, “qué rico, carne asada”. Después vino Perú y llegó a Colombia, nos tocó a nosotros, nos tocó aquí. Ya los muertos que no nos cabían en las casas, los arrastrábamos de los pies entre los gritos y los chillidos mensajeros. Los bajábamos por las escaleras envueltos en las sábanas de flores de los niños y los dejábamos en las aceras de la calle, subíamos a bañarnos y las lágrimas se confundían con la ducha. Nos vestíamos de negro y volvíamos a la ventana a gritar y a llorar mientras el ejército pasaba en un tanque a prender fuego a nuestros muertos. Todos nos acompañaban desde sus ventanas, todos escuchaban con sus manos puestas en la pared que algún muerto venía ya por la escalera, corrían a sus cuartos y se vestían también de negro para volver a las ventanas. Todos poníamos, nuevamente, las manos sobre los vidrios, todos de negro, como murciélagos, como los murciélagos de la provincia de Hubei. Poníamos las manos ahí, en el cristal frío, mientras estás sudaban, mientras el fuego de la cremación calentaba y llorábamos y llorábamos y llorábamos todos nuestros muertos que el ejército nacional quemaba en las aceras. Ya no eran falsos positivos, eran solo positivos.
Cada país contó sus muertos a su manera. Así como maquillaban números para coger su tajada de los recursos, así mismo, cada país maquilló sus muertos. ¿Técnicas?, muchas, Francia solo contaba a los que se morían en hospitales, España no contaba a los adultos mayores que morían en las residencias a quienes nunca se les había hecho el test, en el Reino Unido se le pedía permiso a las familias para poder decir que la muerte era por el virus, en Alemania casi nadie se moría y en Ecuador no alcanzaron a contar sus muertos, tuvieron que quemarlos primero. Los muertos se les perdían a las personas, se les perdían en los hospitales, en las calles, ahora sí estaban muertos y no de parranda. Colombia tampoco supo contar los suyos, había menos muertos porque había menos pruebas, pero los positivos estaban ahí achicharrados en las calles. Al principio nos regocijamos en que teníamos menos muertos, pero el olor a carne asada contaba otra historia: teníamos menos pruebas, aquí asistimos al nacimiento de un nuevo cartel, el cartel de las pruebas. Traficaban pruebas, de aquí allá, bajaban por la selva amazónica y se metían a Brasil por entre la inmensa serpiente de agua y luego a Perú, a traficar con ese bien tan preciado que eran futuros positivos.
La teoría del arma biológica y la III Guerra Mundial quedó chamuscada junto a difuntos, al ver a Estados Unidos con más casos que la misma China, tal vez tenían más casos porque tenían más pruebas. Nunca lo supimos y ya nunca lo sabremos y la vacuna no llegaba, como en un concurso de belleza cada gobierno participaba: Israel a diecinueve semanas de encontrarla, Japón a dos meses de probar un medicamento para neutralizar el virus, Estados Unidos a menos de un año de probar una vacuna candidata en humanos, Europa con dos vacunas listas para probar en pacientes sanos, “¿quién se le mide?”. El tiempo no nos servía, los catorce días del arrebatamiento, de la visita extraterrestre, iban más rápido que las vacunas y los medicamentos. Era un buen virus, un buen virus muy capitalista.
Un día, el apocalipsis se acabó, aunque a Dios se le olvidó bajar a la tierra en su nube, tal vez estábamos muy enfermos y lo podíamos contagiar. No hubo juicio final, nadie nos juzgo, ni nosotros mismos lo hicimos. Al cabo de un tiempo, la debilidad de los sistemas desapareció y con ella el olor a carne asada. Olvidamos, casi por completo, olvidamos. Como siempre olvidamos los vivos y nos olvidamos también de los muertos. Quizás los que teníamos que aprender no éramos nosotros, sino el virus, el buen virus.
La sopa de murciélago se sigue preparando en Wuhan. A los chinos les contamos de la olla pitadora, les mostramos sus ventajas, ahora pitan al murciélago antes de fritarlo. Bueno, al final algunos aprendieron algo.