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A tumbar estatuas

En los últimos días aquí en Colombia se escuchan diferentes voces, principalmente en las redes sociales, de quienes desean levantar actos similares a los acontecidos en Inglaterra, Bélgica o Estados Unidos, especialmente contra la imagen de Sebastián de Belalcázar y Gonzalo Jiménez de Quesada, considerados hoy como asesinos de indígenas durante el período de la conquista.

Óscar Hembert Moreno Leyva
18 de septiembre de 2020 - 07:38 p. m.
En todo el mundo han comenzado a car estatuas de personajes asociados con el racismo.
En todo el mundo han comenzado a car estatuas de personajes asociados con el racismo.
Foto: Agencia AFP

Este fenómeno es atemporal, ya que se ha repetido en diferentes momentos de nuestra historia. Muchos monumentos fueron destruidos y sustituidos, aconteció en el antiguo Egipto cuando borraban de las paredes los símbolos que hacían alusión a un dios o un rey. No sucedió diferente en la Unión Soviética, erigieron en todas las ciudades monumentos a Lenin, Marx o Stalin. Hoy hay numerosos videos en YouTube que documentan su destrucción en países exsoviéticos. En México no duró la estatua del expresidente Fox o la de Sadam Husein en Irak. Franco en España y Cristóbal Colón en Argentina corrieron la misma suerte. Bien recuerdo el año 2000 cuando el grupo extremista Talibán dinamitó los budas de Bamyan; no tuvieron diferente destino estos colosos en la roca del siglo V, con la mala suerte de ser sentenciados a su destrucción total por ser ídolos falsos. Me pregunto: ¿Hacer caer un monumento provocará el cambio estructural de fondo o debemos debatir el papel de la memoria?

Como historiador entiendo que derribar y luego reemplazar las efigies que han representado un dios, un rey o un hecho en concreto, hacen parte de algunos procesos de construcción de los nuevos modelos que se pretenden institucionalizar, pero no siempre funciona de esa manera. Vale aclarar, que no pretendo con este artículo señalar el acto de derribar una imagen como útil o inútil, y bueno o malo, pretendo sí marcar que lo único que podemos deconstruir son, por el momento, las miradas a la imagen.

Toda crisis social, política o económica ha generado de manera contingente una necesidad de establecer una nueva relectura a los símbolos, como también se ve la necesidad de crearlos. Tener nuevos símbolos que representen esas posiciones alternas a lo que antes se había vivido. Cualquier imagen, ya sea esculpida, pintada, fotografiada o filmada, tiene una interpretación, como dijo el filósofo francés Jacques Derrida, cualquier interpretación está sujeta a deconstruirse. Por ende, si derribamos, ¿acaso tendremos tiempo para deconstruir el ethos de lo que la efigie decía representar? Todos los monumentos son hoy discutibles desde el punto de vista historiográfico, ético y memorial. Estamos frente a un nuevo sujeto político e histórico que desea cambiar sus mitos contemporáneos y quiere erigir nuevos símbolos, o nuevos monumentos. Mi punto es, si tiramos una estatua y la sustituimos por otra con nuestros nuevos valores, de aquí a unas décadas será esa imagen también objeto de crítica.

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Recuerdo cuando escribí hace dos años la crónica para el Periódico La Palabra sobre la estatua de la “negra del chontaduro” frente al hotel Dann en Cali. La había titulado Doña Amanda, La mujer detrás de la escultura. Ahí narraba la historia de una mujer detrás de una obra. Una mujer que levantó su casa, sus hijos y su propia historia con la venta de chontaduro. Una mujer anónima detrás de una de las esculturas más emblemáticas de la ciudad de Cali. Durante la investigación me cuestioné el lugar de la obra, y el impacto que esta podía generar en un público de un barrio diferente. Un monumento que hoy perfectamente haría honor a su labor en otro espacio de Cali, una plaza que haga digna la población afrocolombiana que habita la ciudad. Hoy muchas plazas con monumentos no interpelan al ciudadano, algunas están alejadas, no se pueden tocar y no se pueden leer.

Cualquiera que sea el monumento, estos representan solo un porcentaje de la población. Toda imagen suele simbolizar una parte de quienes son interpelados de alguna manera, no por ello deben ser objetos del ostracismo, ya que si entendemos por qué fueron construidos, podemos en algún momento problematizar a fondo, ya sea, desde la elección de esos sujetos como efigies, hasta debatir el acto de celebrar a alguna persona o hecho del pasado, que hoy puede ser intolerable. Y me atrevo a añadir de urgente debate, el posicionamiento por parte del director del Centro Nacional de Memoria Histórica. Un negacionista nunca será conveniente para dirigir un proyecto que supone construir una nueva memoria colectiva.

La memoria es hoy un campo en disputa, y el racismo es inmanente a la historia de la civilización occidental. Esas condiciones del pasado no las podemos librar solo derribando un monumento, ellas hacen parte del presente y hoy operan como símbolos de aquello que debemos deconstruir.

Es obvio que los monumentos son relativamente fáciles de derribar, pero, ¿qué sucede cuando se nos presenta a manera de ideas, las cuales solemos abanderarnos, aunque estas pueden ir ligadas a procesos intolerables como el racismo? Un claro ejemplo es el pasado no tan noble del ethos de algunas instituciones, el padre del liberalismo, John Locke, era propietario de esclavos y accionista de la Royal African Company. ¿Cómo entonces vamos abordar este no-monumento? El historiador y filósofo italiano, Doménico Losurdo, dijo que la esclavitud no es un legado del pasado sobreviviente, a pesar de las tres grandes revoluciones liberales, por el contrario, esa práctica deshumana encontró su mayor expansión luego de estas grandes realizaciones históricas que, por un lado, afirmaran el grande principio de dignidad humana universal, más, por otro lado, limitaron ese atributo apenas a los pueblos blancos y europeos.

Estamos en un momento de la historia en el que somos llamados a replantear nuestro papel como sujetos políticos e históricos. Debemos apelar al pesimismo de la razón y al optimismo de la voluntad para dar un análisis más asertivo de nuestro tiempo para los lectores de la posteridad. Destruir ha sido desde hace milenios, la catarsis para aquellas sociedades que deseaban construir nuevos relatos. Apagar la memoria es una práctica común que no solo dificulta el trabajo de los arqueólogos y de los historiadores, también entorpece la construcción de un futuro donde podamos siempre desarmar y volver a armar cualquier relato que se nos imponga. Todo es cuestionable, sobre todo en lo que nos sentimos cómodos.

Por Óscar Hembert Moreno Leyva

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