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En los afiches de Un verano con Mónica, Harriet Andersson aparece siempre con los hombros descubiertos. La imagen de una mujer-niña que muestra solo esa parte del cuerpo: los hombros, que siempre hablan de una desnudez incipiente cuando no existen tirantas de brasier o blusa o algo que lo corte o atraviese de la espalda al pecho, sino que la piel corre hacia abajo, como si un vestido acabara de deslizarse hasta el piso, como disponiéndose el cuerpo al agua de una ducha, o al amor.
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Un verano con Mónica fue rodada durante el verano de 1952 y estrenada en 1953 en Suecia. Dentro de las películas dirigidas por Bergman se ubica en las que realizó en una etapa temprana. Cuenta la historia de dos jóvenes que huyen de la ciudad en que trabajan para pasar el verano en archipiélagos suecos sumidos en un amor joven e ingenuo, alejados de la vida corriente.
Al principio de la película Harry y Mónica están cubiertos por grandes abrigos y sacos de lana. Viven en Estocolmo, fría, oscura y gris, y ambos tienen trabajos que los aburren profundamente. Mónica tiene una balaca la primera vez que aparece en escena, una prenda que me lleva a la infancia: esa manera de peinarse ha de ser siempre de las niñas. Está sentada en un café, de espaldas a Harry, y luego se voltea y le pide fuego para su cigarrillo. Se han visto antes, pero no se conocen. Eso no es impedimento para que Mónica le haga una invitación a la que él no se niega. “Pronto llegará el verano/ No se debería trabajar en días así/ Vámonos para no regresar”. Las primeras palabras de Mónica a Harry anulan toda espera, porque nada se trata de la espera en la película, todo es inmediato, todo corre en el tiempo del instante y de la emoción.
Entre la enunciación de la huida y su ejecución, Harry y Mónica tienen un par de encuentros en la ciudad en donde conocemos cómo viven: Harry con un padre solitario y lejano, Mónica en un pequeño apartamento con sus hermanos menores, su madre que la regaña y su padre, que bebe demasiado. Sus trabajos no son mejores. Harry trabaja en una tienda de porcelana donde lo atormentan cada vez que se resbala de sus manos algún pocillo, Mónica trabaja en una verdulería, rodeada de hombres que no dudan en manosearla cuando quieren. Pero Harry y Mónica van al cine juntos y se sientan en una banca de noche, en donde Mónica repite una frase que escucha en el cine para pedirle un beso a Harry, y se besan; sueñan con tener una casa bella cuando se casen y Harry le regala medias a Mónica y ellos dos, juntos, parecen bastarse a sí mismos, no necesitar nada más. Y entonces huyen. (La llegada a la adultez debería ser acaso la valentía de renunciar y la decisión de romper un vaso por gusto, como lo hace Harry, y no romperlos todos los días por accidente y encogerse de hombros y de miedo ante el regaño de un jefe).
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Los derechos de distribución de la película fueron comprados en 1955 por el productor estadounidense Howard Kroger Babb. La doblan al inglés, cortan el metraje: de 96 a 62 minutos, dejan, sobre todo, las escenas de desnudez de Andersson, y cambian su nombre a Mónica, la historia de una chica mala. Y así, con todas las maniobras mercantilizantes gringas, la película se convierte en la más vista de las películas de Bergman en los Estados Unidos. Pero Un verano con Mónica se trata de muchas otras cosas y el tiempo y el prestigio que fue ganando Bergman con el resto de sus películas la devolvió a su lugar, a sus 96 minutos, en donde la contemplación no tiene que ver sólo con el cuerpo de Andersson, sino también con los lugares a los que se entregan los dos jóvenes enamorados.
El agua, por ejemplo, está en todas partes. El inicio de la película es una serie de planos del agua cercana al muelle, el agua donde flotan los barcos encallados al puerto. Pero luego, cuando Mónica y Harry han llegado a una de las islas donde pasarán el verano y están durmiendo, el agua aparece reflejada en el interior del bote, en la dureza de las paredes. A veces los planos del agua son transiciones entre planos más largos, un par de segundos en donde las aguas llanas muestran el suelo debajo de ellas, las plantas y la arena. Aguas encharcadas como espejos donde Mónica y Harry aparecen de cabeza y el sol brilla igual que en el cielo y las nubes también aparecen en esas superficies líquidas. Pero luego es perturbada, esa agua quietísima, por gotas de lluvia o por una piedra que es lanzada a ella. Y luego completamente agitada en las olas rompiendo contra los peñascos de las islas.
“El ser consagrado al agua es un ser en el vértigo. Muere a cada minuto, sin cesar algo de su sustancia se derrumba [...] la muerte cotidiana es la muerte del agua. El agua corre siempre, el agua cae siempre, siempre concluye en su muerte horizontal”. Así dice Gaston Bachelard en El agua y los sueños y es imposible no ver a Mónica y a Harry, en el verano, como dos seres consagrados al agua, ofrecidos a ella. Las rocas, los muelles, las playas, que no necesitan ser más maravillosas porque ya son playas y porque están solas, silenciosas; porque hay dónde dormir y algo qué comer y todo el resto del tiempo para amar, todo eso va a ser líquido y va a derramarse, todo va a morir. Los puentes entre lo idílico y lo fatídico son solo puentes y no hay sino que atravesarlos. En la película aparecen esos puentes cuando abandonan Estocolmo y de nuevo cuando están regresando.
Hacia el final la película trata de un par de niños arrastrados a la vida real. Que el catalizador de todo sea su enamoramiento es lo que me deja con esa amargura y melancolía con que me ha dejado Bergman en otras ocasiones que he visto sus películas. Con lo irremediable parado al frente, lo irremediable, que tiene cara parca, ojos-agujeros negros, que luego tuerce una mueca parecida a una sonrisa. Y luego el miedo.
En 1958, Jean Luc Godard escribió un artículo dedicado a la película con ocasión de una retrospectiva de cine escandinavo de la Cinemateca Francesa en donde sobre todo habla del plano en que Mónica mira a la cámara mientras fuma y el fondo se va oscureciendo tras de ella, y que luego Godard va a replicar en películas como Al final de la escapada, Pierrot el loco y Vivir su vida. Godard dice que es el plano más triste de la historia del cine, pues Mónica mira al espectador y le transmite “el desprecio que siente por ella misma, por optar por el infierno, en vez de hacerlo por el cielo” y leí en alguna parte que le atribuían a ese gesto de Andersson la frase de “júzgame si puedes”. Pensaba después en Harry, abandonado a la responsabilidad, dejado de lado, terminado ya el amor para él, y ni siquiera así podía juzgar a Mónica. Porque en retrospectiva, Mónica tiene una manera despreocupada de decir las cosas, hasta su manera de decir te amo es descomplicada y ligera, pero honesta en todo caso ¿Y quién puede juzgar la fugacidad de las verdades (de lo eterno), lo injusta que es la vida con ellas, la manera en que no caben en los funcionamientos del mundo?