Una máquina de escribir para teclear Tom Hanks

Ganador de dos Óscar, por sus actuaciones en “Forrest Gump" y “Philadelfia”, este año está nominado a mejor actor secundario por su papel como míater Fred Rogers en el filme  “Un hermoso día en el vecindario”.

Fernando Araújo Vélez
09 de febrero de 2020 - 05:59 p. m.
Tom Hanks como Mr. Rogers, un icónico presentador de televisión en los Estados Unidos, en la película "Un hermoso día en el vecindario". / Cortesía
Tom Hanks como Mr. Rogers, un icónico presentador de televisión en los Estados Unidos, en la película "Un hermoso día en el vecindario". / Cortesía
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Por una máquina de escribir comenzó a sentir que era único, y que lo que escribía en el papel que iba saliendo como de sus entrañas era único, y que las palabras que escribía eran sus palabras, casi como si las hubiera acabado de inventar. Con una máquina de escribir se sintió algo acompañado, como si hiciera parte de algún entramado, y mientras más escribía, más creía que hacía parte de ese entramado, y más protagonista se sentía de una vida, de la vida, y más fuerte le daba al teclado, que sonaba igual que en las viejas películas que lo habían seducido, una especie de sonido distintivo de las escenas, de los dramas y las tragedias. Le gustaba teclear. Le gustaba oír la vida al ritmo de las teclas. Le gustaba verse sentado ante una pequeña mesa, la camisa arremangada, algo de sudor, un cigarrillo encendido, un café, y escribir. y que las hojas se fueran llenando de frases, y que las frases fueran una historia, y que la historia fuera esa que él escribía. 

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A veces, simplemente ponía su nombre: Thomas Jeffrey Hanks. Lo escribía a toda prisa, y luego despacio, y después más despacio aún, al ritmo casi estático del hombre al que encarnó en su más reciente filme, míster Fred Rogers, y del que dijo que era lento, muy lento, pero no bobo. Otras veces, relataba su niñez, y se ubicaba en el centro de un mundo sin absolutos, sin deberes ser. Él era un niño más, como todos los otros niños, aunque hubiera tenido que ir de casa en casa y de mudanza en mudanza y hubiera crecido sin un hogar definido por años y años, y lo más grave, sin haber acumulado nada de aquellas épocas, porque jamás tuvo tiempo de guardar un juguete o un trapo. Le decían que se iban, y él salía a las carreras, con lo poco que pudiera cargar, sin que una mano lo llevara, lo guiara, sin una instrucción. Era libre, totalmente libre, aunque no lo captara. No podía captarlo. Iba sin rumbo, o volvía sin rumbo, y su más inmediato objetivo era siempre adaptarse.

De tanto adaptarse se hizo fuerte. No había situación imposible para él. Cada uno de sus nuevos vecinos era un posible amigo, y cada lugar, su lugar en el mundo. Muchos años más tarde, en una entrevista a la BBC en la que comentó que si fuera en realidad un náufrago, como el hombre de la película que protagonizó a comienzos de los 2000, se llevaría una máquina de escribir y un disco de los Beatles, dijo que la música y algunos sonidos lo habían llevado a comprender que todos los hombres se sentían seguros en un lugar, que era su lugar, por diminuto que pareciera. El suyo, un rincón cualquiera en una casa cualquiera, añadió, era su mundo, su minúsculo mundo, pese a que estuviera rodeado de sus tres hermanos y de más gente. Él lo había hecho suyo. Le había puesto sus sellos, sus olores y sus colores. Allí era rey, lacayo, dios, demonio, amante o amado, el lugar donde todo era posible y donde nadie lo podría perturbar. 

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Su lugar, aquellos miles de lugares que eran Su lugar, lo protegieron del mundo y le enseñaron a cuidarlo. A ser imperturbable. A mostrarse imperturbable para que nadie sacara provecho de sus heridas. Tom Hanks fue Rain Man, o fue el Náufrago, o fue cada uno de sus múltiples papeles en el cine una y decenas de veces en su niñez. Tuvo que serlo. Era parte de su adaptación. Jugando en serio a ser uno y otro y otro personaje, lo fue después ante las cámaras. Esconderse era el precio de la supervivencia. Se escondía, y de alguna manera, seducía, para mantenerse a salvo.  Alguna vez le preguntaron cuáles eran sus demonios. Y él respondió que seducir. En la calle y frente a todo tipo de personajes, había aprendido a buscar en el otro su punto débil para entrarle por ahí. Para seducirlo. Luego, muy luego, cuando se metió en el mundo de ser actor y fue decenas de hombres allí, aprehendió a sus personajes desde sus debilidades.

Lo siguió haciendo año tras año en más de 50 películas. En el cine, por el cine, fue aventurero, fue abogado, un simple soldado y un capataz, el hombre de los mandados de un mafioso y un soñador empedernido que anteponía el querer al poder. Fue capitán de una simple lancha, y astronauta, y fue el enigmático y frío profesor que desentrañó los códigos más sensibles del catolicismo a partir de una pintura de Leonardo da Vinci, y fue un juguete con vida, y un enamorado sin correspondencia, e hizo parte de una hoguera de vanidades, y también fue vanidoso. De papel en papel, se fue transformando en el rostro más visible de Hollywood, en el hombre querido por todos, como lo era de niño, mientras recorría en los ños 60 los pueblos y las calles de California con sus hermanos, a la sombra de un padre que pocas veces lo volteó a ver, en busca de una madre que era solo una ilusión, y de una familia a la que solo conoció a plenitud cuando la creó en una de sus máquinas de escribir.  

 

Por Fernando Araújo Vélez

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