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Bogotá, Colombia, revista Cambio, enero de 1999: media docena de reporteros aguardábamos con ansiedad desbordada la llegada a la sala de redacción del nuevo dueño y guía de Abrenuncio S.A., la empresa en la que Gabriel García Márquez quería rehacerse periodista, “como en los tiempos de El Espectador”. El mejor tratamiento para la felicidad que le hubiera podido recetar Abrenuncio, el médico del pueblo en Del amor y otros demonios.
Discutíamos la forma correcta en que debíamos saludarlo: ¿Nobel? ¿Don Gabriel? ¿Señor? ¿Maestro? ¿Gabo? En esas estábamos cuando entró silencioso, con chaqueta de paño escocés cruzada, zapatos encharolados y una sonrisa juguetona bajo el bigote cenizo, delatora de la dicha que para él significaba ponerse de nuevo al frente de un medio de comunicación. El autor de Cien años de soledad fue quien rompió el hielo. Saludó de mano y por nombre propio: “Sé qué hace cada uno de ustedes y a todos los necesito de tiempo completo. Lo único que les pido es que ojalá no estén casados, y los que piensen hacerlo, todavía están a tiempo de arrepentirse, porque el compromiso a cuerpo y alma está aquí con el mejor oficio del mundo”. “Sí, maestro”, respondimos en coro.
Parece un lugar común hablar de la influencia de Gabo en el periodismo colombiano, pero la que tuvo sobre aquel puñado de reporteros fue definitiva. Con certeza, mi vida profesional se divide en un antes y un después de conocerlo y trabajar junto a él. Hasta entonces era un redactor más, que había recalado en el periodismo por experimento y accidente después de no conseguir un cupo en artes gráficas. Gracias a la Facultad de Comunicación Social y Periodismo de Universidad de la Sabana y de las prácticas en la Agencia Colombiana de Noticias (Colprensa), llegué a El Espectador en 1991, siendo todavía estudiante, aunque ya contratado como “corresponsal de guerra”. Me encontré con el rastro y la historia de García Márquez y de sus alegres compadres Guillermo Cano, José Salgar, Eduardo Zalamea Borda, Gonzalo González, solo para citar algunos de los escritores que hicieron grande la profesión desde este diario.
En el colegio y en la universidad ya había leído a García Márquez, pasando de la obligación a la emoción. Ahora regresaba a mi vida en la redacción de El Espectador al leer los originales de sus legendarios reportajes: la serie sobre el Chocó que Colombia desconoce —hoy más vigente que nunca—, su mirada al drama de los colombianos que participaron en la guerra de Corea, la denuncia de los primeros niños desplazados por la violencia en el Tolima, el Relato de un náufrago, la vida del ciclista Ramón Hoyos Vallejo, La crisis del transporte urbano, etc.
También estaba la colección de las deliciosas columnas semanales de “El cine en Bogotá”, sus notas editoriales, las del Magazín Dominical que mi papá coleccionaba y me compartía, las fotos de sus rutinas en la redacción. La joya mayor era la máquina de escribir que él usó. ¿Quién no quisiera poner los dedos sobre ese teclado y palpar el rodillo remarcado con las letras de tantas narraciones garciamarquianas inolvidables? Qué decir del escritorio sobre el que le gustaba poner los zapatos con las piernas cruzadas, mientras fumaba y hacía entrevistas por teléfono. Y para contar anécdotas sobre Gabo periodista estaban a la mano don José Salgar, don Luis de Castro, Guillermo García, Antonio Andraus. Imposible no contagiarse de esa pasión por el periodismo y las letras.
Con esa semilla narrativa me fui para Cambio, sabiendo que a través de la periodista Patricia Lara, ‘Gabito’, como ella lo llamaba, ya era cercano a esa revista recién fundada. A finales de 1995 lo conocí a través del teléfono un día que ella, siendo directora, me lo pasó y él desde Ciudad de México me puso a hacer la crónica del único gringo que había sido extraditado a Colombia, preso en la cárcel Modelo, donde daba clases de inglés. Días después la corrigió vía fax. Le encantaba “la magia” de ese aparato, se quedaba mirándolo y lo consideraba un invento digno del realismo mágico —ni qué decir de internet—, aunque tiempo después lo maldijo porque los documentos empezaban a borrarse.
Desde entonces, cada semana después del consejo de redacción llamaba para tirarles línea a los periodistas: debíamos dosificar la obsesión por la denuncia con la disciplina en la exploración de géneros, sólo así encontraríamos un estilo. Muchas investigaciones y portadas surgieron de su particular forma de ver el mundo y de las altas fuentes del poder con que se codeaba.
En 1998, Patricia Lara nos contó que ‘Gabito’ estaba decidido a meterse la mano al dril, a formalizar ese amor a escondidas y a hacerse dueño de Cambio. El negocio se concretó a finales de ese año y ahí vuelvo al día de su llegada a la redacción, a la realización de un sueño que los redactores pensamos que iba a durar mucho tiempo, pero que sólo disfrutamos durante 1999, porque un cáncer linfático obligó al Nobel a darle prioridad a su salud.
No volvimos a verlo los lunes en el consejo de redacción, callado y atento mientras los directores y los periodistas hacíamos propuestas. Una vez hablábamos todos, él opinaba y el plan de trabajo se enriquecía con crónicas y reportajes “del país en el que la realidad supera a la ficción”. Luego hablaba con cada periodista sobre lo que había escrito la semana anterior y lo que pensaba hacer. Un dato inexacto, una descripción floja, una expresión mal usada, una coma en el lugar equivocado, un adjetivo de más, eran sus lecciones coloquiales. “Si te quedó la duda, ¿por qué no usas los signos de interrogación? Esa sinceridad el lector te la agradecerá“. Fuimos privilegiados testigos al ver cómo aplicaba ese rigor a los impecables textos que publicó en ese tiempo, como “El amante inconcluso”, la crónica sobre Bill Clinton y su amante, o la historia del niño cubano Elián González.
Del que nunca me voy a olvidar es de “El enigma de los dos Chávez”, el perfil que hizo a comienzos de 1999 sobre el recién posesionado presidente de Venezuela. Después de su encuentro con el coronel, el nobel llegó a Cambio con la emoción del reportero que entrevistó en El Espectador (1955) a Luis Alejandro Velasco para escribir el Relato de un náufrago. Ese día era el coctel de relanzamiento de la revista Cambio. Cumplió con presentarse al brindis en el club Metropolitan para los saludos y las fotos, pero su ansiedad era tal que al primer descuido se escapó por la puerta de atrás para irse a escribir sobre el hombre que haría historia “como el salvador de los venezolanos o como un déspota más”. Antes miró a su alrededor pidiendo “un datero” que le hiciera guardia por si necesitaba alguna llamada de última hora para verificar su minuciosa reportería.
A las 9:00 de la noche me preguntó como el primer día: “¿Eres casado?”. Todavía no, maestro. “Prepárate, porque la jornada será larga y sin interrupciones”. Yo espiaba pegado a la puerta entreabierta de su oficina. A medianoche le urgió reconstruir la historia del Chávez paracaidista y hubo que despertar al batallón blindado de Maracay. Más tarde una frase no le sonó mientras construía un párrafo leyéndolo en voz alta, hasta que desde Venezuela me confirmaron que un puesto de mando de Chávez había sido improvisado en “el Museo Histórico de La Planicie”. “Esa era la musicalidad que le faltaba a la frase”, me dijo.
Otra pausa en ese trance fue para confirmar con el entonces ayudante de Chávez cuál era su posición favorita en el diamante de béisbol. El maestro traía anotado en su libreta que por “la pelota caliente” cambió su vida y su destino el día que entró a la academia castrense de Barinas, no porque estuviera obsesionado con la milicia, sino porque creía que “era el mejor modo de llegar a las Grandes Ligas”. El teniente me dijo desde Caracas que aunque “el comandante” soñaba con ser cátcher, mostró más cualidades como primera base. García Márquez optó por escribir que fue un “cátcher de primera”.
Cuando tuvo el primer borrador, hacia las tres de la mañana, se paró “para dejar respirar el texto”. Dijo que tenía apetito porque apenas había probado un par de “desabridos pasabocas cachacos” en el coctel. Se decidió por un plato de papaya que le sirvió Santicos, el portero, vigilante, mensajero, todero y más servicial empleado de esa revista, que llamaba al nobel ‘don Gabriel’. Mientras masticaba, Gabo miró con curiosidad la edición de Cien años de soledad que yo tenía en las manos, la misma que había leído en el colegio.
“¿En qué parte vas?”, me preguntó. En la que José Arcadio Segundo sube al niño a los hombros y ve al militar haciendo el conteo regresivo para disparar contra la multitud, le respondí.
“Ahí está —dijo—. La Matanza de las Bananeras es el recuerdo más antiguo que tengo”. Tanto había oído la leyenda de boca de sus padres y abuelos, que lo persiguió hasta el día que escribió la monumental novela que transformó la masacre en mito. “Hay que hacerles caso a los recuerdos de la niñez, más si tu oficio es el de escritor”, sentenció con indulgencia, mirándome a los ojos, viendo el mundo como le gusta hacerlo: sentado al revés, los brazos en el espaldar de una silla giratoria, el mentón sobre las manos cruzadas y la sonrisa de pilatuna camuflada bajo el bigote gris.
“Maestro: algún día me gustaría ir a la zona bananera para ver qué ha cambiado y hacer una crónica”, le propuse. “Siempre es bueno ir a mirar la historia desde el otro lado. Fíjate que el día que mi madre me llevó allá (27 de febrero de 1950) supe que debía conformarme con la ficción que me daba vueltas en la cabeza”. Sentí como si me hubiera puesto un piano en la espalda.
Me dijo: “Si te gusta la literatura, atraviesa la frontera, que la vocación por escribir es una sola. Dedícate a leer a Martí, Rubén Darío, Faulkner, Hemingway, Capote, Talese”. No a leer por leer, sino a “aprender a leer por las costuras”. Se paró y volvió al escritorio.
Gracias al maestro fui uno de los miles de alumnos de los talleres de crónica, reportaje y literatura de la Fundación Nuevo Periodismo Iberoamericano en Cartagena. En 2008 le cumplí la promesa del reportaje, con dedicatoria incluida en El Espectador, a propósito de los 80 años de la Masacre de las Bananeras. Se tituló “El mito de las bananeras por dentro” y fue un viaje a Ciénaga, Magdalena, entre la realidad y la ficción.
A comienzos del año 2000, mientras se sometía a las quimioterapias que le frenaron el cáncer pero le habrían acelerado los problemas de memoria heredados de su familia, envió a la revista Cambio una caja con ediciones autografiadas de Cien años de soledad, a manera de despedida. La mía dice: “Para Nelson Fredy, de su condiscípulo”.
Eran las 5:00 de aquella madrugada cuando por fin quedó satisfecho con el tono narrativo de “El enigma de los dos Chávez”, se puso el abrigo de paño, la gorra escocesa y se marchó. Entonces entendí la dimensión humana de un maestro del oficio de escribir.
npadilla@elespectador.com