Escucha este artículo
Audio generado con IA de Google
0:00
/
0:00
***
Capítulos anteriores
***
Créditos: Capítulo 14
Música
Ave María- Haëndel
España en Marcha- Paco Ibáñez
Montaña
Personajes Capítulo 14
Narrador-Padre Andrés (mayor): Fernando Araújo Vélez
Padre Andrés: Andrés Osorio
Tomás: Felipe García Altamar
Lucrecia Sandoval: Manuela Cano
Padre Benito: Hugo García
Rodrigo, el jefe o el orador: Andrés Montes
Enfermera uno: Mónica Vargas
Enfermera dos: Diana Granada
Enfermera tres: Natalia Rodríguez
Muchacho carro 1: Alejandro Machado
Muchacho carro 2: John Carvajal
Capítulo 14
El enigma de las cifras
Murmullos. Palabras. Insultos. Desesperación. Angustia. El trozo de pluma con los números borrosos pasó de mano en mano. Todos observamos, todos dijimos que no se veía nada, todos parecíamos condenados a un futuro negro. Ellos más que yo, claro, pero yo también. Yo también.
Padre Benito. “Tal vez vamos a tener que jugárnosla con adivinar”, soltó el padre Benito.
Rodrigo. “Es imposible, padre Benito, imposible. Son millones de combinaciones”, le respondió el jefe.
P.B. “Pero algún matemático nos podrá ayudar, digo yo. Uno de esos que estudian las posibles combinaciones en los casinos”, replicó el padre.
R. “¿Y arriesgarnos a que no sepa nada, a que nos diga que no lo logró, o a que nos mienta, y sea uno más de los que saben?”
P.B. “No hay que explicarle nada, Rodrigo, sólo hay que llevarle la pluma y pagarle para que nos diga qué números hacen falta”.
R. “¿Y sobre qué se va a basar? Acá no hay más que mirar y saber qué hay escrito. Las combinaciones no nos sirven. O sí, claro que nos sirven, es lo que buscamos, pero me explico: para que alguien de afuera la adivine, tiene que saber, al menos, que es de una cuenta de banco, y con otros números, empezar a hacer sus combinaciones”.
P.B. “Yo pienso que nada perdemos con buscar a uno de esos tipos. Le pagamos, nos dice la combinación y listo”.
Mientras el padre Benito y el jefe, que por lo menos ya sabía cómo se llamaba, Rodrigo, hablaban y buscaban soluciones, yo miraba a Tomás, que unas cuantas horas antes me había dicho algo parecido. Él hacía un trabajo sin saber nada más y cobraba. Y era mentira, obviamente, porque ahí estaba, metido en lo de las plumas, como protagonista de esa reunión, y era él quien me había llevado. En la medida en que más lo miraba, más me daban ganas de agarrarlo a patadas. Había pasado de considerarlo mi salvador, a creer que era mi verdugo. Sin embargo, por lógicas razones no hice nada. Sólo me quedaba esperar, y sólo tenía que esperar, y esperé, y seguí mirando a Tomás, y me extrañé de que hubiera vuelto el silencio, y luego, de que Tomás tomara la palabra y me señalara.
Tomás. “El reverendísimo padre Andrés es el único acá que nos puede salvar de este lío”, sentenció Tomás con su voz y su acento de malevo, y sus palabras sonaron como un trueno en aquella sala, y un poco, como una ironía por su re-ve-ren-dí-si-mo padre Andrés. Sin embargo, lo que dijo era más importante que como lo dijo, y apenas terminó, todos me observaron con cierta simpatía, aunque no supieran de qué había hablado Tomás y cómo los podría salvar. Es más. Yo tampoco lo sabía.
T. “¿Me permite, padre?”, me dijo.
Y sin más ni más, agarró mi maletín y comenzó a sacar papeles y papeles que revisaba por encima e iba desechando, hasta que encontró aquella hoja que yo había transcrito de las huellas que don Roberto, el portero del Seminario, había dejado en un mensaje. Volvió a guardar todo en el maletín y la leyó por encima, murmurando. Luego la exhibió, y entonces habló.
T. “Esta hoja, señores -dijo-, y ahora no nos interesa lo que dice, es la transcripción que el padre Andrés hizo de las huellas casi imperceptibles que dejó un texto, en otra hoja en la que Roberto Alcorta había escrito un nombre. No sé si el padre sea experto en este arte casi mágico. Sin embargo, algo sabe del tema, y si lo hizo una vez, lo puede volver a hacer”, explicó Tomás, mientras golpeaba la hoja contra la mesa con una mano y me apartaba con la otra.
P. Benito. “Es un palimpsesto, Tomás. En los siglos VII y de ahí en adelante, era común borrar los textos y escribir sobre ellos”, explicó el padre Benito.
P.A. “Bien, sí, todo lo que quieran, pero los números que están borrados no tienen nada que ver con los palimpsestos”.
T. “Eso no lo sabemos”.
P.A. “Además, no están escritos sobre un papel, propiamente dicho”.
T. “Pero sí sobre una superficie rastreable”, aclaró Tomás.
Yo mismo me estaba clavando el cuchillo y no me daba cuenta. Me daba pánico no poder descifrar los números de la pluma. De cualquier forma, y más allá de que aceptara la tarea o de que no, la decisión ya estaba tomada. Con delicadeza, la señora Sandoval arrastró sobre la mesa de centro el pedazo de pluma en el que estaban las cifras. Yo lo agarré, pero mi pulso era como si acabara de salvarme del ataque de cinco tigres. Antes de que ocurriera alguna catástrofe, Tomás me lo quitó de los dedos y lo miró a contraluz, muy pegado a mí para que pudiera ver. Con cara de experto, dije que estaba bien, que algo se podría hacer, pero que necesitaba algunos líquidos y utensilios. La verdad era que en el colegio, en cuarto y quinto de bachillerato, me había aficionado a la química y la alquimia, quizá porque mezclar líquidos en probetas y frascos y que de ahí saliera algo distinto me parecía un milagro. Una vez tuve que descifrar una carta para un compañero. Una carta de amor. Y lo logré con bisolfato de amonio, que en un tiempo se llamaba tintura de Jaubert. Luego se corrió la voz y me pidieron varios trabajos, hasta que empecé a cobrar.
Todo finalizó el día en el que me llevaron una hoja que tenía solo tres frases. Un nombre, un lugar, una hora. Le di la información a quien me contrató, sin recibo, por supuesto, sin nombres ni nada, y a los dos días me encontré con la noticia de que una banda de sicarios, presumiblemente, o según las autoridades, había incinerado al tipo del que me habían pedido datos, y aclaro ese “según”, porque suele ocurrir que las autoridades le achacan los crímenes a bandas delincuenciales para lavarse las manos, o para no seguir investigando, o porque algunos poderosos están detrás. Por muchos años, hasta el día de la hoja de don Roberto, dejé mi oficio de alquimista a un costado, el oficio y los negocios. Tal vez, o mejor dicho, seguramente, para pagar mi culpa por el asesinato de aquel señor a quien los periódicos reseñaban como “el gordo”, y del que no sabía nada, me involucré en el sacerdocio, o más que en el sacerdocio, en dios y las sagradas escrituras. Una cosa me fue llevando a otra, y esa otra, a una más, y el hecho de que estuviera aquella tarde en aquella sala con aquellas personas, era una cosa más. La consecuencia de todo lo anterior, y eso lo tuve absolutamente claro con todo lo que ocurrió después.
R. “¿Yyyyy?”, rezongó el jefe.
La voz de pregunta alargada con tintes de ironía del tal Rodrigo me infundió ánimos para seguir haciéndome el interesante, porque la tarea era sencilla en realidad, yo no dudaba de que en dos horas tendría los números si conseguía un par de tintas, pero como cualquier burócrata de medio pelo de oficina pública, tenía que hacerles creer a todos que era difícil, sumamente complicado, y que era muy probable que no lo lograra.
P.A. “Necesito tintura de Jaubert, alcohol, algodón, dos lámparas muy finas y un cuarto a solas bien iluminado”, dije, o mejor, solicité.
T. “Bien, yo voy, por acá hay una farmacia a dos cuadras”, se ofreció Tomás.
P.A. “Yo voy con usted, prefiero cerciorarme”, le aclaré.
En realidad, dije que yo iba con Tomás con buena intención, pero ni siquiera había terminado de pronunciar mis palabras cuando la señora Sandoval me agarró del brazo con fuerza y el padre Benito mostró las palmas de sus manos en señal de espere, quieto ahí. Sonreí. Les sonreí y clavé mis ojos en la mano de la señora Sandoval. Poco a poco me iba convenciendo de mi importancia, de mi poder, un poder que se sumaba al poder de los papeles con los que los había amenazado un rato antes. Si aquella gente había creído que podía mangonearme, era hora de que cambiara de opinión. Así que seguí sonriendo, y con una extrema delicadeza que era todo un gesto de triunfo, alejé la mano de Lucrecia Sandoval de mi brazo y les dije que bien,
P.A. “Como ustedes prefieran, señores, veo que la confianza no es una de sus cualidades, o que la han ido perdiendo en el camino, vaya uno a saber por qué. Si yo no voy, será difícil comprobar que lo que traiga Tomás sea lo que necesito, y si voy, obviamente, existe la posibilidad de que me escape. Así que díganme qué quieren que haga, porque ustedes son los interesados en leer esos números, no yo”.
R. “Pero padre Andrés, no se ponga así, nada es para tanto. Nosotros confiamos en usted”, exclamó el jefe.
P.A. “¿Y entonces?”, pregunté.
L.S. “Entonces eso, padre, yo lo acompaño para que charlemos un poco”, se ofreció la señora Sandoval.
Tomó su cartera, la abrió, revisó que todo estuviera en orden, sacó una parte de una pistola pequeña que cargaba con ella siempre, supongo que para que yo la viera, se puso una chaqueta de paño gris, larga y pesada, y me hizo señas de que saliera. Ella iría detrás.
L.S. “Ya regresamos”, dijo, en tono solemne, ante la mirada impávida de todos los que estaban en aquella sala, e incluso, de los señores de los cuadros que colgaban de las paredes, viejos señores vestidos a la usanza de finales del Siglo XIX y comienzos del XX. Serios, elegantes, engominados, bigotones, inconmovibles. Al salir, me subí el cuello de mi saco por aquello del dibujo hablado del que me había comentado Tomás, pero luego me arrepentí y volví a lo normal: sería hasta prudente que me agarraran los policías. En realidad, mientras salía y apenas llegué a la calle, me sentí como el héroe de una película, no solo porque había salido de allí y porque todo un país me perseguía, sino porque tenía a toda esa gente en mis manos. Hasta Lucrecia Sandoval estaba en mis manos. Eso era lo que más me emocionaba. Ella lo sabía, muy a pesar de sus aires de superioridad, de su paso firme, sensual, rítmico, y de que me agarró del brazo con dureza, casi que con fiereza. Apenas cruzamos el portón de entrada de aquella casa, se detuvo unos segundos y sacó su pistola. Luego la guardó en uno de los bolsillos de su abrigo.
L.S. “No es por usted, padre Andrés, créame, es por la gente, uno nunca sabe lo que puede pasar”, me aclaró.
P.A. “Aunque también es por mí, ¿cierto?”
L.S. “Ya no confía, padre”.
P.A. “¿Y es que acaso podría confiar?”, le pregunté.
L.S. “No sé, no sé. Si yo fuera usted, confiaría, pero por lo que veo, se ha dejado llevar por los acontecimientos”, dijo,
Y ya en la calle, se pegó a mí y caminó a mi ritmo, como si fuéramos un par de enamorados. Me observaba tratando de definirme, y subía y bajaba su mano por mi brazo. Salimos hacia el sur por aquella carrera, que debía ser la veintitantas, y en la esquina nos detuvimos a esperar a que el semáforo que le daba la vía a la calle 74 cambiara a verde. En la espera, miré los mohosos cables de los que aún, a veces, colgaban unos trolebuses que iban desapareciendo, y luego, a la señora Sandoval. No tanto por tratar de adivinar qué pensaba, qué sentía, como para provocarla. Una reacción. Buscaba y necesitaba una reacción, simplemente para captar algo de ella. Para sentir que yo le importaba un poco, que algo de mí la afectaba. No me importaba si me engañaba. Si su reacción se debía a las circunstancias de aquel instante o a mí. Si era de miedo, de alegría, de ilusión, de condena, de culpa o de lo que fuera. Y reaccionó, sí. Me devolvió la mirada con rabia, y a la vez, con desazón. Nunca me iba a decir lo que pensaba, lo que sentía, pero yo quise adivinar lo que me convenía. En realidad, puestos a jugar a las adivinanzas de las miradas, todo se reducía a eso, a que el observado mentía y a que el observador se mentía. Creer, de nuevo, creer. Un juego. A veces doloroso, o mejor, la mayoría de las veces doloroso, pero nada más que un juego repleto de mentiras. Infestado de mentiras. Yo deduje, quise deducir, que su mirada quería decir,
L.S. “Si me dieras otra oportunidad, no imaginas…”
Ella pasó de la supuesta desazón a mirar el semáforo, a apretarme el brazo y decirme que siguiéramos, que ya estaba en verde.
L.S. “Yo no pensaba hacerle daño, padre, y si mis actitudes lo llevaron a pensar eso, le ofrezco un millón de excusas”, fue lo que dijo en realidad.
P.A. “Más excusas, dirá usted”, fue mi respuesta.
L.S. “¿Ve que ya no confía en mí ni me cree?
P.A. “No he sido yo quien secuestró, quien intimidó, amenazó, mintió y sigue mintiendo”, dije con absoluta decisión.
Seguíamos caminando, y en el camino, seguíamos diciéndonos lo que pensábamos. Sin tener que sostenernos la mirada, parecíamos más libres, más auténticos. A unos veinte metros de la farmacia, la señora Sandoval se detuvo y me haló para que quedara frente a ella. Su mirada podía ser mi derrota. Por eso me concentré en ver sus ojos de manera física. Descubrir sus grietas, alguna pecas diseminadas por el iris, que le daban al color almendra sensación de vivacidad, el tono negro exacto de la pupila, las venitas que surcaban la parte blanca, el desorden de algunas de sus pestañas, las cejas, ni delgadas ni gruesas, el párpado, que caía como un paraguas en invierno sobre sus ojos…
L.S. “Está claro que usted a mí, directamente, no me ha hecho nada, no tengo por qué reclamarle, y sin embargo, padre, padre Andrés, también está claro que usted no ha sido ningún santo, muy a pesar de su cara de ángel y de su hábito… Es más, usted nunca ha sido un santo, y los dos lo sabemos muy bien. Es decir, padre, que en este caso, su caso, el hábito no hace al monje”.
La señora Sandoval me hablaba en tono de arrogancia. Como si lo supiera todo, hacía pausas antes de soltar sus grandes frases, que más que frases eran cuchilladas que me herían, que me hirieron y me dejaron atónito, en pánico. Usted nunca ha sido un santo, dijo.
L.S. (En eco lejano) “Usted nunca ha sido un santo, y los dos lo sabemos muy bien”
¿Qué sabía? ¿Por qué esa aclaración? ¿Aquella pausa tan diciente? Luego se quedó callada, miró hacia un lado y hacia el otro y detrás de mí, y palpó la pistola en el bolsillo de su saco.
P.A. “En tal caso, estaríamos a mano, mi señora. Usted sabe que yo sé, y lo que yo sé es bastante grave”, le dije entonces, atacándola para llevarla a otra escena.
Sin decir nada, los dos volvimos a nuestro caminar, muy pegados, y llegamos a la farmacia que yo había visto alguna vez. Estaba cerrada.
L.S. “¿Y ahora? Usted sabía, ¿cierto?”, me preguntó la señora Sandoval, algo angustiada y muy molesta.
P.A. “¿Que estaba cerrada la droguería? No, señora, para nada. ¿Qué podría ganar yo con que esté cerrada?”, le dije.
L.S. “Eso es lo que quiero que me diga, padre”.
P.A. “Más adelante hay otra -le informé-. En esta ciudad hay farmacias en cada esquina casi, como si la gente viviera enferma, o la convencieran de que está enferma, mejor”.
De nuevo, como antes, la señora Sandoval me haló y se aferró a mi brazo para que camináramos. Entonces me preguntó por don Roberto, por el choque y los muertos del día anterior. Hizo un breve silencio y me encaró.
L.S. “Porque eran estudiantes, padre, simples estudiantes, hijos y hermanos y novios de gente, y ustedes…”.
Yo no le contesté nada. Hice silencio, y hubo silencio, un silencio denso, largo, triste, confuso. Apenas en ese instante empecé a comprender lo que había ocurrido, lo que habíamos hecho el día anterior. Hasta entonces, metido en cuerpo alma en la película de escapar y de las plumas, y de Tomás y del círculo misterioso de la sala donde seguían esperándonos, o debían seguir esperándonos, no había vuelto a pensar en los estudiantes del accidente y en sus muertes, y menos aún, en que eran todo lo que había dicho la señora Sandoval y mucho más. Tampoco había caído en cuenta de que la señora que me llevó a su casa, Carmen, podía estar muerta. Atravesado por cientos de sensaciones contradictorias, por miles de culpas, por mi culpa, por mi culpa, me zafé de la señora Sandoval y empecé a caminar a toda prisa, sin rumbo ni sentido. Ella me siguió. Me gritó,
L.S. “Padre Andrés, mire que usted sabe que… Que pare, que esto no va a terminar bien. Padre, deténgase, pare, que tengo un arma…”.
Yo seguí caminando, tal vez porque en el fondo pretendía que la señora Sandoval me metiera un balazo, y un balazo era poco para lo que había hecho. Un balazo no resucitaría a nadie, la verdad. Mi muerte no les devolvería la vida a los estudiantes del accidente ni a la señora curiosa. Un balazo solo acabaría con una vida sin futuro, y muy a pesar de todo, sin pasado: la mía. Así que continué con aquel caminar sin rumbo y con aquel provocar sin sentido. Crucé una calle, sin ver si pasaban carros, o en el fondo, esperando que pasaran y me atropellaran. A lo lejos, como sonido de ambiente, oía la voz de Lucrecia Sandoval, que se mezclaba con los ruidos del choque de la tarde del día anterior y con algunas partes de los coros del Ave María de Haendel, que parecían cantados por Carmen y los estudiantes muertos. En medio de aquel barullo, oí el pito de un camión, y después, la voz de una señora que me decía,
Señora: “Cuidado, señor, que lo van a matar”,
y luego, a un tipo que se salía de la ventana de un carro para gritarme
Tipo carro: “Hijueputa, córrase que esto pisa”,
y más tarde, a dos muchachos que gritaron,
Muchacho Uno: “Quítese, marica”,
Muchacho dos: “¿O es que se creyó fantasma?”,
Y por fin, el ruido de un golpe de un cuerpo contra el pavimento, y el de una cabeza contra el asfalto, y huesos quebrados, y alaridos de miedo, de dolor, de angustia, y el Ave María, y la señora Sandoval gimiendo, implorando que ese cuerpo, que era mi cuerpo, y que esa vida, que era mi vida, estuvieran con vida.
L.S. “Santa María madre de Dios, protégelo, señora, cuídalo, que aún no es tiempo, a-ún-no-es-tiem-po”.
Me vi tirado boca arriba en el medio de una calle, cubierto por los papeles que en la Bogotá de aquellos años la gente botaba al piso sin ninguna consideración. Empaques de papas fritas, de besitos o chocolatinas Jet, de paletas, cajas de cigarrillos y cigarrillos a medio fumar. Era la 66, la 67 o la 69, no importaba. Me vi sangrando, me vi tembloroso, me vi deshilachado, me vi rodeado de gente que preguntaba y hablaba, que ordenaba y decidía, que iba y volvía y corría y trataba de detener a los carros, o a un carro que llevara a un médico, y me vi con una sonrisa de derrota y la cabeza ladeada y más sangre, y me vi herido, y me vi con alguna pierna quebrada, y me vi inmóvil, y me vi después en la camilla de una ambulancia, y en la ambulancia, con la señora Sandoval a mi lado, como en una película, y me vi enamorado, o con mirada de enamorado, o de dolor, que en aquel instante, en aquellos instantes, era lo mismo, y me vi sonreír de nuevo, ya no con sonrisa de derrota sino de futuro, y me vi con futuro y con Lucrecia Sandoval a mi lado, y me vi y me oí diciendo que ojalá ese momento no terminara jamás, y vi mi mano en su mano, y su boca en mi boca, y sus ojos en los míos, y escuché su voz diciéndome que la perdonara,
L.S. “Perdóneme, padre, perdóneme por todo, se lo ruego…”.
La oí decir que ella solo quería lo mejor para mí, y que lo mejor era ella, y la vi llorar, y la vi esconder su rostro en mi pecho, y me vi más tarde en la misma camilla recorriendo un pasillo de luces muy blancas, llevado a las carreras por enfermeras también muy blancas que se alternaban para decirme,
Enfermeras alternadas: “Tranquilo, todo va a pasar, tranquilo, no se mueva, tranquilo, ya lo vamos a curar”.
Y me vi entrando a una sala y me vi intentando sostener la mano de la señora Sandoval, que mientras la camilla seguía se quedaba en una esquina y se deshacía ante mí, y me vi contando del diez al uno, diez, nueve, ocho, siete, y me vi sin verme, desgonzado, a disposición de quien quisiera, ido, a oscuras.
Libreto original
Fernando Araújo Vélez