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Desde que el ministro de Hacienda, Alberto Carrasquilla, habló a mitad de 2020 de la necesidad de recaudar $20 billones para afrontar la delicada situación fiscal del país y ajustar caja, quedó claro que en 2021 habría una reforma tributaria.
Aunque una nueva discusión sobre impuestos no parece nada novedosa en un país que pasa una reforma tributaria cada año y medio, la dramática crisis social y económica que vivimos hace que la próxima tributaria sea probablemente la más importante de nuestra historia reciente. Ojalá el país logre apostarle a una reforma que no solo cumpla con lo que obliga nuestra Constitución (un sistema tributario equitativo, eficiente y progresivo), sino que apoye un proceso de reactivación económica, y esté en línea con las reformas tributarias de última generación.
Es importante resaltar que el problema tributario de Colombia viene de mucho antes de la pandemia. La presión tributaria en el país ha sido históricamente muy baja y en los últimos años hemos recaudado un poco más de la mitad de lo registrado por los países de la OCDE. En este momento no llegamos al 20 % del PIB de recaudo, y un país con esos números no puede pensar en hacer políticas para superar una crisis ni puede garantizar bienestar de ningún tipo.
Además, nuestra estructura tributaria ha tenido siempre un lamentable sesgo regresivo que termina manifestándose en cargas insignificantes para las personas más ricas y otras fuertes sobre las clases medias y bajas. Solo para ilustrar, mientras que una persona perteneciente al 10 % más rico en la Unión Europea paga en promedio 21,3 % de sus ingresos en impuestos y en EE. UU. un 14 %, esa misma persona en Colombia pagaría menos del 5 %. Tener un sistema tributario así no solo es malo para uno de los países más desiguales del mundo, sino que es también un freno a la recuperación.
Por esa razón, si Colombia quiere salir de esta crisis, la próxima reforma tributaria debería no solo apuntar a recaudar los $20 billones que necesita Carrasquilla, sino que debería enfrentar los problemas estructurales que tenemos, comenzando por un aumento más dramático de la carga tributaria, pero sobre todo avanzar hacia una estructura progresiva.
Para esto último es determinante reforzar la tributación sobre la renta personal y la riqueza, y revisar exhaustivamente los beneficios tributarios, empezando con los que pasó este Gobierno en 2019 y los que ha seguido pasando en sus “covid-decretos”. Más aún, si el país quisiera ir en línea con las reformas de última generación y con lo que se está hablando en la academia nacional e internacional, esta nueva reforma debería tener, además de una visión que impulse la equidad, una perspectiva ambiental que incentive la reactivación de sectores verdes y un explícito enfoque de género, una fuerte orientación hacia la lucha contra la tributación internacional abusiva, principalmente gravando a esas empresas digitales mayoritariamente extranjeras que se han beneficiado con esta crisis, pero que no pagan impuestos en este país ni en ningún otro.
Ahora, es cierto que pensar en una reforma como esta podría parecer difícil en medio de esta emergencia. Sin embargo, la experiencia de otras crisis nos ha enseñado que en estos momentos se abren ventanas excepcionales de oportunidad que tienden a acelerar las reformas. Esto es así principalmente por el aumento descomunal de necesidades de recursos que vienen con las crisis que, en nuestro caso, es tan grave que si no actuamos rápido estamos en riesgo de perder nuestro grado de inversión.
Además, no hay que subestimar un notorio cambio internacional que apoya este tipo de reformas progresivas. Tan solo hace unas semanas, en el Reino Unido, un grupo de destacados economistas y expertos en impuestos reunidos por la London School of Economics y la Universidad de Warwick concluyeron que “apuntar a los más ricos de la sociedad sería la forma más justa y eficaz de recaudar impuestos en respuesta a la pandemia”. Cambios parecidos podrían llegar de los Estados Unidos de Biden y de otras latitudes.
Hay, sin embargo, un riesgo inminente de que una reforma apresurada por la necesidad de recursos no tenga la orientación progresiva, incluyente y verde que Colombia necesita. Para no ir más allá, en el país se está proponiendo que sean en parte los pobres y las mujeres (quienes más gastan en productos básicos, según un nuevo estudio de Ávila y Lamprea-Barragán), los que paguen esos $20 billones a través de un IVA a la canasta básica. Se está planteando, para no matar de hambre a los pobres de este país, crear una ayuda del tipo Ingreso Solidario que, lastimosamente, tiene importantes limitaciones principalmente debido al poco desarrollo del sistema de pagos digitales en varias zonas del país, como lo muestra el reciente estudio de Londoño-Vélez y Querubín. Esperemos que se desista en la idea de tratar a los más pobres del país como conejillos de Indias.
La nueva reforma tributaria que necesita Colombia requerirá, entonces, un importante liderazgo de sectores políticos que logren iniciar un diálogo con todos los actores y crear una narrativa común que resalte lo benéfico que una iniciativa de este estilo representa para las amplias mayorías. Todo esto debe estar apoyado por la sociedad civil, la academia y la ciudadanía, que vienen pidiendo este tipo de reformas desde hace mucho.
Habrá un grupo en el Congreso y el Gobierno que, como ha hecho en las últimas reformas, querrá frenar todo tipo de participación posponiendo la discusión hasta bien entrado diciembre, de forma que entre natilla y buñuelo, sigilosamente, logren pasar a “pupitrazo” limpio una reforma peligrosa para el país. No dejemos que nos vuelvan a robar la oportunidad de tener una reforma tributaria justa.
* Ph.D en economía, coordinadora para la Friedrich Ebert Stiftung en Colombia.