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Bogotá está llena de restaurantes, panaderías y establecimientos que han sido testigos de los grandes cambios de la capital. Fueron lugares de encuentro para estudiantes e intelectuales de varias generaciones, se lanzaron a traer platillos típicos de otras regiones a las mesas de los capitalinos e incluso algunos sobrevivieron a las manifestaciones del 9 de abril de 1948.
Aquellos locales que se mantienen en pie hoy están en manos de los hijos y nietos de los fundadores o de gerentes jóvenes que se enfrentan a un reto que sus predecesores jamás tuvieron: sobrevivir a una pandemia.
Unos esperan pacientemente una eventual reapertura, mientras que otros acuden a la fidelidad de sus clientes para ofrecerles domicilios, confiando en que podrán salir a flote hasta que el Gobierno anuncie la normalización del sector. Este especial de dos partes cuenta las historias de algunos negocios bogotanos tradicionales que siguen en pie en estos tiempos de incertidumbre.
Pesquera Jaramillo, del mar a Bogotá
En los años 30, cuando empezaba a despegar la industrialización nacional y los tranvías serpenteaban en el centro de Bogotá, algunos políticos e intelectuales de la época solían encontrarse en el bar Jaramillo, ubicado en la carrera 8ª con calle 21. El lugar, que fue fundado en 1934 por un grupo de socios, pronto se convirtió en uno de los pocos negocios en traer productos marinos a la capital por medio de robles de madera rellenos de hielo.
Aunque la logística no era nada fácil y el pescado de mar era un producto inusual (por no decir que un lujo) para muchos habitantes de la sabana, se empeñaron en ofrecer sus productos en pleno centro de la ciudad, cambiando su nombre a Pesquera Jaramillo.
“Solo el Bogotazo hizo cerrar nuestras puertas. Todavía conservamos el cuadro de una mujer sujetando unos pescados, que fue lo único que rescatamos en esa ocasión”, cuenta Aldo Gutiérrez, gerente comercial y de mercadeo.
La destrucción del restaurante original los obligó a trasladarse a una nueva sede a pocas calles de allí y, con el tiempo, las hamburguesas de pescado fueron su plato insignia, uno de los que permanece en el menú más de 80 años después.
Actualmente, la pesquera es una organización con 132 empleados, dos restaurantes de mantel, varios puntos de comida casual y presencia en las principales cadenas de supermercados en Bogotá. Al igual que otros 47 mil restaurantes y establecimientos de comida de la capital, cerró sus puertas desde el pasado marzo como respuesta a la cuarentena decretada a raíz del COVID-19.
Algunas de las medidas que implementaron son los domicilios y las preparaciones de comida para llevar. Según Gutiérrez, muchos de sus empleados que solían atender en las mesas fueron capacitados para ser repartidores y embajadores de la marca. Además, ampliaron su rango de cobertura para poder llevar sus productos a barrios más alejados.
Los mayores desafíos tienen que ver con su abastecimiento, que se ha complejizado a raíz de la pandemia y les recuerda los días de los robles de madera con hielo. Cerca del 85 % de sus productos provienen del exterior, y lo que antes gestionaban con sus proveedores en un solo día, hoy les toma tres o cuatro.
“Replanteamos toda nuestra logística para que no nos falte el producto. Hoy las ventas no son las mismas, pero nos sentimos tranquilos con lo que estamos haciendo”, asegura el gerente. “Sabemos que la dinámica gastronómica va a cambiar y estamos preparados para eso”.
Magolita Las Ojonas, 74 años en pie
En 1946, Magola de Torres levantó el restaurante Las Ojonas a punta de cuchuco de trigo con espinazo, cocido boyacense y mazamorra chiquita. Llegó a Bogotá junto con sus hermanas desde Gámeza (Boyacá) en busca de mejores oportunidades, y las encontró gracias a recrear la gastronomía típica con la que creció. Hoy su hija Margoth Torres, actual administradora del local, continúa el legado en medio de una pandemia.
“Mi mamá y mis tías tenían unos ojos grandes y expresivos, por eso los muchachos les decían ‘las ojonas’”, cuenta Margoth. El apodo se convirtió en el distintivo del negocio, que luego pasó a llamarse Magolita Las Ojonas en honor a su fundadora.
El restaurante lleva 74 años en la misma casona de la localidad de Los Mártires, en la carrera 27A con calle 24. En un buen día, solían recibir a unas 150 personas y funcionaban de domingo a domingo hasta que se decretó la cuarentena.
“Mi mamá nos contaba que en el 9 de abril (1948) tuvieron que cerrar los negocios porque los atracaban. Pero que recuerde, no hubo otras situaciones tan duras”, dice Torres.
Para poder funcionar en medio de la crisis, ella y sus empleados se vieron obligados a fortalecer sus domicilios e implementar protocolos de higiene en el interior de la casona. Incluyeron, por ejemplo, desinfección de calzado a la entrada del local, toma de temperatura obligatoria y el uso de cuatro empaques para los envíos. Además, los repartidores utilizan guantes, tapabocas y alcohol.
“Las ventas han bajado cantidades y los gastos siguen iguales porque hay que pagar servicios. La gente nos busca, nos llama, pero no es lo mismo funcionar a domicilio que tener las puertas abiertas”, cuenta la administradora. Sus ahorros y el subsidio del Gobierno a la nómina le dieron un respiro en las últimas semanas para mantener los empleos.
Aunque Torres prevé que no volverán a tener la misma afluencia de clientes que tenían antes de la emergencia, confía en la sazón tradicional que los ha mantenido a flote por más de siete décadas y que ha empezado a ser más valorada por las nuevas generaciones. “En las redes sociales nos escribe gente joven diciendo que sus papás y abuelos venían acá. Eso para nosotros es muy gratificante. Que aunque el abuelito ya no está, queda la recordación en el resto de la familia”, concluye.
Donde Canta La Rana, a la espera de reabrir
En los años 40, luego de enviudar y tener que hacerse cargo de sus cuatro hijas, la boyacense Rosa León comenzó un pequeño negocio de chicha y asados de carne en el sur de Bogotá. Su lote y el azadón con el que comenzó fueron los cimientos del restaurante Donde Canta La Rana, que fundó en 1946.
El restaurante, cuyo nombre hace referencia a una antigua tienda de páramo en donde se solía escuchar el croar de las ranas, se caracterizaba por vender sopas y comida típica cundiboyacense en el barrio Restrepo. Hoy está en manos de Andrés Ángel, bisnieto de doña Rosa.
“La mayoría de nuestros clientes son personas de edad o que habían venido desde niños y ahora traen a sus hijos o nietos. Era una tradición venir acá”, cuenta el dueño.
Pese a que antes de la cuarentena el negocio tenía bastantes clientes los fines de semana, Andrés no niega que los tiempos han cambiado y la ciudad es muy diferente a la de su bisabuela. “Antes Bogotá no era tan grande y casi todos conocían Donde Canta La Rana. Ahora el negocio se ha vuelto más pequeño. En las guías turísticas no aparecemos porque el sur es prácticamente inexistente para el turismo”, asegura.
De acuerdo con Ángel, quien se hizo cargo del negocio desde hace 16 años, nunca en la historia del restaurante habían tenido que cerrar más de cinco días, pero la pandemia los obligó a clausurar hace tres meses, incluso en el Día de la Madre, que era su fecha más esperada.
El dueño y sus colaboradores hoy están a la espera de que se anuncie una reactivación completa del sector, pues las experiencias que ofrecen son difíciles de replicar por medio de domicilios. Su plato insignia consiste en una parrillada que se sirve a la mesa con el carbón aún encendido, por ejemplo. “Al principio pensé que no habría problema en cerrar un fin de semana. Ya pasaron meses, pero no tengo ningún afán en abrir”, dice el propietario.
Bar Doña Ceci, la consentida del centro
Hace más de 40 años, Cecilia Ortiz vendía tintos, empanadas y buñuelos en una cafetería de la carrera 7ª con calle 25. Con el tiempo, su habilidad para los negocios la llevó a montar, junto con el padre de sus hijos, el bar Doña Ceci, ubicado en el barrio La Candelaria.
El establecimiento, que hoy se encuentra en la carrera 4ª, a media cuadra de la avenida Jiménez, es uno de los bares más recordados por generaciones de estudiantes, extranjeros y trabajadores de la zona que atraviesan a diario el centro de Bogotá. Tanto así, que fue reconocido por la Alcaldía como destino turístico de la capital y es famoso por ser uno de los locales más frecuentados por el cantante Manu Chao.
Sin embargo, Doña Ceci, al igual que otros 53 mil bares y discotecas registrados en el país, lleva tres meses sin funcionar para evitar la propagación del COVID-19. “El negocio nunca se cerraba. Ni siquiera los Viernes Santos, porque los clientes eran lo primero”, explica Cecilia. “Si sigue la cuarentena, por lo menos será para salvar vidas, pero si llegan a abrir también es peligroso. Uno no sabe qué es peor”, cuenta.
Otra situación que le inquieta es la inseguridad del sector en cuarentena. Hace días, unas personas asaltaron un local cercano aprovechando la ausencia de los dueños. Desde entonces, los hijos de Cecilia optaron por abrir el bar durante algunas horas para vender dulces y cigarrillos. “Abrimos así sea dos veces al día para que vean que estamos ahí. Sería muy triste que además de que no hay ingresos, saquen lo poco que se ha construido”, cuenta su hija, Sandra Roa.
Para poder lidiar con la inactividad de la cuarentena, doña Cecilia apareció en las redes sociales del bar agradeciendo el apoyo de sus clientes durante estos años y animándolos a comprar cerveza a domicilio. Eso motivó a que clientes de toda la ciudad comenzaran a hacerle pedidos desde hace tres semanas. Los envíos han llegado hasta Suba, Engativá y La Calera.
“Mi mamá nos enseñó que así como hay abundancia, también hay escasez. Gracias a ella, ahora estamos tranquilos en una situación tan difícil”, dice Sandra. “El amor incondicional que les da a sus clientes y las palabras bonitas que nos inundan las redes sociales nos llenan de motivación para seguirlo intentando”, añade.
La familia seguirá haciendo domicilios hasta que les permitan reabrir el bar, pues todavía tienen muchas cervezas disponibles. No obstante, tienen claro que el negocio continuará por muchos años más, pues como suele decir doña Ceci, “el que viene al centro y no viene acá, es como si no hubiera estado en Bogotá”.