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Un odio que conviene no olvidar...

Gatica, un hombre popular que se convirtió en estrella del boxeo, alcanzó las mieles efímeras de la fama y cuando ya no fue útil al régimen, se le relegó al desprecio, a la marginalidad, al olvido.

Luis Carlos Muñoz Sarmiento*
10 de junio de 2012 - 09:00 p. m.
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Y ya se sabe lo que éste trae… porque, pese a todo, no quiere que lo dejen solo. Contra el desdén oficial y la desidia del pueblo, Gatica se aferra a la vida, como por momentos a su contrincante, para no ser derrotado. Pero ya es un hombre de 38 años y además parece un viejo. Hasta ese momento ha sido capaz de sobrevivir en la miseria, pero no hay una que dure cien años ni cuerpo que la resista, dicen los viejos de verdad, no los de mentira con apenas 38 años. A los que no les sirve ya de nada su cicatero desdén por el futuro. Tampoco su ánimo inconsciente de soñar con el pasado, uno teñido con el rojo-sangre y el negro-derrota. Y para quien ha dejado de tener sentido su ambición larga y su constante rabia. Un hombre para quien su única compañía desde su nacimiento ha sido la violencia. La que lo ha obligado a bajar la cabeza para fijar su mirada en los zapatos que lustra.

Gatica miraba desde abajo la cara de la gente, pero hasta ese privilegio tuvo que defender a golpes frente a competidores tan desesperados como él: cuando otros limpiabotas pasaban por ahí, se quedaban impresionados con su agresividad. Lo mismo que los marineros que llegaban a puerto con el ánimo, quizás, de dejar a otra mujer en él, y por veinte pesos debían enfrentarse a un rival por entonces invencible. Y además no dejaban sino que eran dejados. Gatica, después de agachar a corpulentos marineros, dejó, por fin, su parada en Constitución, donde a los diez años de edad se había hecho embolador. En 1945 debutó en la única luna que tiene Buenos Aires: el Luna Park. Un golpe seco suyo dio por tierra con Mayorano. Triunfos consecutivos comenzaron a dividir a la tribuna: Tigre para la popular, Mono para el ring-side. La razón era simple: la popular arengaba al morocho que rugía de furia en cada combate y que a la vez no conocía mirada distinta a la del odio; el ring-side, que deploraba su falta de clasicismo, lo abucheaba por asuntos de clase. Vinieron luego las peleas con Alfredo Prada. La última con él, en 1953, significó su derrota y el comienzo de la caída. Aquél dejó el boxeo con dinero en el banco. Gatica volvió a villa miseria, como si su vida se tratase de una imperfecta parábola: la de una explosión de luces que al estallarle en la cara le hubiera dejado súbitamente ciego. Dos años antes, en 1951, se subió al ring del Madison Square Garden frente al campeón mundial Ike Williams, a quien éste invitó a pelear sin poner en juego el título. Bastaron tres tiestazos para que Gatica se derrumbara. Perdió así no sólo la posibilidad del título mundial, sino que ya nunca volvió a ser el compañero fotográfico predilecto de Perón, quien alguna vez pidió que se lo presentaran y a quien en un histórico encuentro le planteó la igualdad: “General, dos potencias se saludan”: así, también, se cinceló un odio de esos que conviene no olvidar…

P. S.: En 1955, la Asociación Argentina de Boxeo lo había sancionado de por vida, por oponerse a la dictadura militar que derrocó a Perón, su amigo y compadre hasta ese momento. Gatica, el ‘Mono’ (…las pelotas, diría él), para la popular, Gatica, el Tigre, para el ring-side, murió el 12 de noviembre de 1963, a los 38 años de edad, a la salida de la cancha de Independiente, atropellado por un colectivo de la línea 295 al que quiso subirse en la esquina de Herrera y Luján, en pleno barrio de Barracas. Al estar borracho, le fallaron las piernas y las ruedas del vehículo le pasaron por encima… Su sepelio en el cementerio de Avellaneda fue una impresionante manifestación de dolor popular. Está allí desde entonces ganándole la pelea al odio, a la traición y al olvido… a los de los políticos.

Por Luis Carlos Muñoz Sarmiento*

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