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Lo primero que le preguntaron a Melissa Trujillo fue si había notado algo raro en Leidy*, la menor de sus hijas. Ella les respondió que sí, que la niña —de cuatro años— llevaba varios meses agresiva, llorando frecuentemente, durmiendo mal y oponiendo resistencia cuando le cambiaban la ropa o la bañaban. El motivo de la reunión era informarle que había “una alerta por presunto abuso sexual” en el jardín infantil El Principito, de Bogotá. Y que una compañera de su hija, también de cuatro años, que confesó tocamientos por parte de un profesor, había dicho que lo mismo había sucedido con otros niños del salón. Entre ellos, mencionó a Leidy.
“No podemos decirle nada más”, cuenta Melissa que le dijeron las contratistas de la Secretaría de Integración Social, encargada de administrar los jardines del Distrito. “No nos dijeron cómo había sido el abuso ni quién lo había cometido, tampoco los nombres de los otros niños afectados. Nada”. Melissa estudia psicología; es delgada, de estatura baja y tiene un tono de voz delicado que sabe conservar, incluso, cuando está exaltada. Como cuando dice: “Al final de la reunión, me dijeron que me quedara callada, que no indagara con nadie, que esperara a que avanzaran las investigaciones”.
La niña que habló por primera vez llevaba varios meses con una infección urinaria. Un día de noviembre le confesó a su mamá que había dejado de ir al baño en el jardín infantil, porque su profesor aprovechaba para seguirla, vigilarla y tocarla. Le contó que a la hora de la siesta, el hombre se acostaba muy cerca de ella y sus compañeros, y les metía la mano debajo de la sudadera. Y que, a veces, se tocaba sus partes íntimas frente a ellos.
De eso se fue enterando Melissa gracias a sus propias indagaciones. Cuando tuvo suficiente información, confrontó a las empleadas del jardín: “¿Cómo es posible que no detectaran los abusos, si ocurrieron durante siete meses? Voy a hacer un escándalo para que todos los padres de familia se den cuenta’”. La institución, dice Melissa, siempre buscó silenciarla: “Me dijeron que no les avisara a otros padres, porque iba a entorpecer las investigaciones. Que evitara escándalos en medios de comunicación porque podía revictimizar a los niños y niñas”.
Luz Lozada, la mamá de la menor que habló por primera vez, narra una historia muy similar. “Cuando conté en el jardín, me dijeron que les parecía muy raro porque el profesor llevaba muchos años como contratista de la Secretaría de Integración Social”. Y ese mismo día, cuando las contratistas de la institución educativa la acompañaron al hospital a examinar a la niña, dice que le aconsejaron “que no le mencionara nada al médico sobre el abuso, que esperara a que salieran los resultados”.
Melissa y Luz insisten en que querían callarlas. Una dinámica que se replica en incalculables instituciones educativas del país que, frente a casos de violencia sexual en sus instalaciones, por miedo, ignorancia o complicidad, escogen el silencio, la negación o la omisión de la denuncia, antes que la protección y la reparación de las víctimas y sus familias.
Hasta donde Mutante pudo verificar, las dimensiones del abuso sexual en instituciones educativas no han sido estudiadas en Colombia. En España, una investigación de la ONG Save the Children alertó en 2017 que solo un 15 % de los centros escolares en los que el niño o la niña comunicó que sufría abusos informó a las autoridades. Además, el reporte señala que la escuela, siendo un “espacio privilegiado para detectar abusos, no hace lo suficiente”.
Lo que sí sabemos es que el año pasado Medicina Legal examinó a 335 niñas y 94 niños que aseguraron haber sido abusados sexualmente por sus profesores. Un aumento del 26 %, en comparación con 2017, cuando la institución registró 338 exámenes. Y eso es solo lo que se sabe, pues se estima que el 78 % de las víctimas de abuso sexual en Colombia se quedan calladas. Un silencio que se suma al de las instituciones escolares.
De la omisión al encubrimiento
El 11 de diciembre Melissa llevó por iniciativa propia a Leidy al Instituto Colombiano de Bienestar Familiar (ICBF). “Allí, una trabajadora social y una psicóloga la entrevistaron y concluyeron que sí hubo tocamientos. Quedamos en shock”, cuenta. Al día siguiente interpuso la denuncia ante la Fiscalía y le informaron que ni el jardín ni la Secretaría de Integración Social habían denunciado el caso.
La omisión de las funcionarias fue condenada por la personera de Bogotá, Carmen Teresa Castañeda, quien el 3 de enero de 2019 aseguró en un informe que aunque la Secretaría reportó ante el ICBF, “el procedimiento institucional establece que se debe hacer ante el Centro de Atención e Investigación Integral a las Víctimas de Delitos Sexuales (Caivas) de la Fiscalía”.
La secretaria de Integración Social, Cristina Vélez, dice que no hicieron un reporte ante la Fiscalía porque el caso “ya estaba en conocimiento de la autoridad competente” desde el 20 de noviembre, cuando Luz Lozada, la mamá de la primera niña que habló, interpuso la denuncia. Más allá de esta controversia, es necesario señalar que cuando se tiene conocimiento de un posible delito sexual contra un menor de edad es obligatorio denunciar. No hacerlo, según el Código Penal, se castiga con una multa de entre 13 y 75 salarios mínimos mensuales; y si quien omite la denuncia es un servidor público, con la destitución.
A pesar de que la noticia de un posible abuso colectivo ya era conocida por el Distrito y por las autoridades, Melissa se sentía cada vez más sola y frustrada. Entonces decidió grabarse con su celular. “La idea de hacer este video es que muchos padres de familia sepan lo que está pasando con los jardines del Distrito”, dijo en un video que subió a Twitter el pasado 5 de enero y hoy suma 31.900 reproducciones. Así nos enteramos de su caso. Una semana después, nos recibió en su pequeño apartamento de la localidad de Fontibón.
“Asumí la vocería de todo esto, pero ha sido como cargar una maleta a cuestas”, nos dijo esa tarde. Melissa repetía que estaba muy cansada, que la desconcertaba profundamente la actitud de la coordinadora y la psicóloga del jardín. “Como se han comportado, me da a entender que están de acuerdo con este tipo de cosas”, asegura. La secretaria Cristina Vélez dice que el supuesto comportamiento de las empleadas del jardín no son “un lineamiento de la entidad”, sino una “tergiversación desafortunada” de los protocolos. “La instrucción que tenían era no vulnerar la identidad de las víctimas… creo que actuaron desde el miedo y la desinformación”.
Ni la coordinadora ni la psicóloga de El Principito están hoy en sus cargos. Según la Secretaría, no se renovaron sus contratos como una “medida preventiva en aras de blindar un interés superior”. Para este reportaje intentamos comunicarnos en varias ocasiones con la coordinadora, pero no atendió nuestros llamados.
Lo que le sucedió a Melissa no es una rareza. La historia de El Principito es solo un síntoma de un problema más grave, cuya dimensión nadie está midiendo en la actualidad. Los colegios y jardines, públicos y privados, son micromundos amurallados, en donde se replican violencias de género y contra la infancia, lejos del alcance de las autoridades. Muchas veces, sonar las alertas, proteger a las niñas y los niños y denunciar a un abusador no son prioridad para el plantel y su equipo directivo. Y son muchas las razones que pueden desincentivar que estos cumplan con lo que la ley les ordena.
“Las instituciones tienen temor al escándalo porque viven del prestigio”, dice Luis Miguel Bermúdez, reconocido por el Global Teacher Prize como uno de los diez mejores maestros del mundo en el 2018, por reducir las tasas de embarazo en el colegio Gerardo Paredes, de Bogotá. “Es una táctica clave: no contar lo que está pasando porque es la imagen del colegio. Lo mismo que ocurre en el ámbito familiar: ‘En esta familia tan perfecta no puede pasar eso’”, señala Carolina Piñeros, directora ejecutiva de la ONG Red Papaz.
Además del temor a comprometer la imagen de la institución, la omisión de la denuncia se alimenta de otros motivos: “Quien descubre un abuso siente miedo por las complicaciones jurídicas o los conflictos laborales que esto le pueda traer a un superior o a un compañero”, dice Óscar Sánchez, exsecretario de Educación de Bogotá. También se manifiesta la solidaridad de cuerpo, gremial o sindical: “Hay gente que cree que debe defender el ejercicio de una profesión, a todo el colectivo”, señala el fiscal Mario Gómez, delegado para la Infancia y la Adolescencia. Y en la Colombia rural está el temor al destierro y al aislamiento social, asegura Deidamia García, coordinadora del Programa Nacional de Educación para la Paz: “Son lugares con un tejido social que ha normalizado las situaciones de abuso y por eso hablar es tan complejo”.
El problema de fondo es que las omisiones de los planteles educativos terminan generando en las víctimas la sensación de que están solas en la búsqueda de justicia. Es el caso de Melissa, quien además sabe que esta lucha no es solo por su hija, sino por otros niños y niñas que también pudieron, y podrían, ser violentados. Hasta ahora, hay seis denuncias por abuso sexual en El Principito, aunque ella insiste en que las víctimas son muchas más. El presunto victimario fue desvinculado de la institución el 22 de noviembre y se encuentra en libertad, aunque se ha presentado a las citaciones de la Fiscalía. En este caso, por ser contratista, la Secretaría pudo desvincularlo inmediatamente; pero con los profesores de planta la historia es distinta, pues no existen argumentos legales para retirarlos del cargo mientras concluye la investigación. Entonces, sus superiores optan por moverlos a cargos administrativos. Así, al menos, mantienen a los niños y niñas al margen de su posible agresor.
Un rango de impunidad alto
“Muchas cosas se quedan ocultas; de eso no te quepa la menor duda”, dice al respecto una funcionaria de la Procuraduría especializada en casos de abuso sexual contra niños y niñas. Es un sentimiento generalizado. Muchos de los expertos en estos temas conocen historias similares. De hecho, en el transcurso de esta investigación dimos fácilmente con otras tres historias de estudiantes bogotanas que denunciaron haber sido agredidas sexualmente por empleados de sus colegios, sin que sus directivas hicieran todo lo que ordenan la ley y los protocolos del Ministerio de Educación.
Es el caso de una estudiante de 16 años de la Escuela Pedagógica Experimental de Bogotá, que el 14 de marzo del 2018 denunció que un profesor le tocó la cola mientras la saludaba con un abrazo. El colegio retiró al profesor de sus funciones mientras “aclaraba la situación”; y aunque informó al ICBF, no advirtió sobre el caso a la Fiscalía. La madre interpuso en abril una denuncia penal en contra del docente. Y sin embargo, hace unas semanas, cuando la adolescente se fue a matricular, se llevó una sorpresa: el presunto agresor había sido vinculado nuevamente como profesor. La joven, entonces, decidió no matricularse y el caso fue llevado por su madre a la Secretaría de Educación.
Al ser cuestionado por esa Secretaría, el colegio aseguró que en todo momento ha velado por los derechos de la joven. Y explicó que el reintegro del profesor obedecía a respetar la presunción de inocencia y su derecho al trabajo; sin embargo, luego de ese requerimiento, el colegio informó que acordó con el docente “que se apartara de sus labores como profesor”.
Nadie tiene hoy la capacidad de monitorear de manera efectiva lo que está ocurriendo dentro de los colegios. Y una evidencia clara de esto es la ausencia de información. Para este reportaje, enviamos derechos de petición a cinco secretarías de Educación (Cali, Bucaramanga, Medellín, Barranquilla y Bogotá) y a las personerías de las mismas ciudades, preguntando por cifras de denuncias y sanciones. De Medellín nos pidieron una prórroga de un mes para responder. De Bucaramanga respondieron que solo la Fiscalía manejaba esos datos, y en esa entidad, nos dijeron que es imposible desagregarlos. De Cali y Barranquilla no obtuvimos respuesta.
Las únicas tres entidades que nos que dieron cifras revelaron un último fenómeno: la bajísima tasa de sanción frente a estos casos. Entre 2012 y 2018, la Secretaría de Educación de Bogotá ha destituido a veinte docentes por delitos relacionados con abuso sexual hacia estudiantes, a pesar de que en el mismo tiempo, según Medicina Legal, en Bogotá se reportaron 215 casos. Los datos de la Personería Distrital y la Procuraduría lo confirman: la primera solo ha impuesto diez fallos sancionatorios de 92 investigaciones abiertas en los últimos ocho años; mientras que la segunda abrió 252 procesos disciplinarios en todo el país y solo 18 terminaron en sanciones disciplinarias.
Al cierre de este reportaje, Melissa seguía esperando la audiencia de imputación de cargos. Hoy no sabe si la historia de su hija será una más que nutra este prontuario de impunidad. Cuando reflexiona sobre lo que ha sucedido dice que su vida cambió radicalmente. Está buscando una nueva casa para arrendar en otra zona de la ciudad, porque la vida en Fontibón se volvió un calvario.
“Lo que me pasó con Leidy me da rabia porque sé que hay muchas cosas que están pasando dentro de los jardines y nadie es capaz de denunciar”. Ella sí. Y por eso, el suyo se está convirtiendo en un hito en la lucha por justicia en casos de abuso sexual a niños y niñas en Colombia.
*Este reportaje hace parte de #HablemosDeLasNiñas: la primera conversación social sobre violencia sexual contra niñas en Colombia. Levanta la mano y participa en los canales @MutanteOrg.
María Claudia Dávila colaboró en la reportería de este artículo.