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Este lunes, la mayoría de los niños colombianos volverán a clases. Algunos contarán con desayuno, refrigerio y almuerzo gratuitos en sus colegios e irán satisfechos a sus hogares. Otros, probablemente, sólo accederán a una o dos de esas tres comidas. Unos más no tendrán la posibilidad de probar ninguno de estos platos.
Si preguntáramos cuáles son las razones que motivan este último escenario, muchos coincidirían en culpar a la corrupción. El escándalo que se desató en torno al Programa de Alimentación Escolar (PAE) es difícil de olvidar. Las pechugas de pollo a $40.000 o los tamales a $30.000, fueron para algunos colombianos uno de los hechos más corruptos del año. Los seguidores de La Pulla, por ejemplo, lo ubicaron por encima de los US$4 mil millones que se esfumaron con la construcción de la refinería de Cartagena (Reficar). “El Programa de Alimentación Escolar fracasó”, “el hambre de los niños se convirtió en un negocio”, “un cruel botín”, son algunas de las frases con que medios y columnistas han resumido el problema.
¿Por qué, si cada año se reiteran las denuncias, ha sido tan difícil encontrar una solución? ¿Realmente fracasó el PAE? ¿Es justo culpar únicamente al Ministerio de Educación?
Si en algo coinciden las personas que consultamos para hacer este artículo, es que para responder esas preguntas hay que mirar con más detalle qué está pasando y no tomar como base un video grabado por un profesor. “A todos les gusta señalar y no tratar de entender qué está sucediendo”, nos dijo una de ellas. “Este es un pulpo muy grande con muchas dificultades y muchos aciertos. Sólo están mostrando un pedacito de una enorme telaraña”, aseguró otra.
Caminos para la corrupción
Lo último que le preguntamos a Andrés Ocampo es si para ganar un contrato de alimentación escolar hay que repartir las ganancias con la Gobernación. Su respuesta es una risa. “Obvio. Hay gente que mueve cielo y tierra para ganarse ese contrato”, dice. Andrés está al frente de una de las empresas que operan el PAE en un departamento de Colombia. Por obvias razones su nombre no es real y a cambio de un relato sobre su experiencia nos pide no mencionar ningún detalle que dé pistas del lugar en el que opera.
El departamento que tiene a su cargo Andrés está bien calificado por el Mineducación. Cree que ha hecho bien las cosas, pero tiene claro que no aceptaría un contrato más relacionado con el PAE en otra parte de Colombia. No lleva muchos años en este negocio, pero le han bastado para saber que una pequeña equivocación puede traerle grandes dificultades. “Es un programa supremamente vulnerable. Siempre van a surgir problemas”.
Hasta el momento no ha tenido mayores inconvenientes, pero recuerda anécdotas que lo pudieron meter en líos. Unas mandarinas podridas que entregó en una escuela rural y que por su lejanía eran imposibles de reemplazar el mismo día, o unos panes a los que les salió moho porque el encargado de la escuela los repartió dos semanas después de recibirlos, son sólo dos de las experiencias que pudieron colarse en redes sociales y ponerlo en aprietos. Por suerte, dice, no fue así.
A sus ojos, lo más difícil ha sido establecer una relación con los colegios. Crear confianza con los rectores y con las personas que manipulan y reparten el mercado ha resultado todo un desafío. “Trabajar con las manipuladoras es complicado. Hemos tenido muchos casos en los que se pierde la comida o les dan menores cantidades a los niños. Además, como algunas llevan muchos años en ese cargo, suelen tener estrechas relaciones con anteriores operadores. Así que ya se imaginará lo que puede pasar cuando una mandarina sale podrida: directo a las redes sociales”, cuenta.
El otro eslabón complejo, a su parecer, tiene que ver con el rol de los rectores. “A la mayoría les importa muy poco lo que pase con los alimentos. En 2017 me llamaron menos de diez a pedirme explicaciones, a exigirme cumplimiento o a hacerme sugerencias. Si ellos se comprometieran, el PAE cambiaría de pies a cabeza”.
A lo que se refiere es a que quienes están al frente de los colegios juegan un papel clave. Ellos son los encargados de firmar las planillas que certifican que los alimentos fueron entregados de manera adecuada por el operador. Es decir, certifican que la cantidad era a la pactada y que estaban en buen estado. Si no la firman, los operadores no pueden ir a las gobernaciones o alcaldías a hacer los cobros. “Por eso el camino más fácil para que un operador se enriquezca es encontrarse con un rector o una manipuladora que no verifique las entregas. Nadie se podría percatar”.
Luis Fernando García, nutricionista especialista en educación y hoy profesor de la U. de Antioquia, estuvo al frente del PAE hace un par de años en el Mineducación. De alguna manera concuerda con lo que dice Andrés. “Donde se pierde más dinero es en ese eslabón: cuando un operador entrega, por ejemplo, ocho kilos de pollo cuando lo correcto era que entregara diez”, explica. Su ecuación es simple: “Multiplique lo que vale eso por la cantidad de escuelas beneficiadas y por los días del mes. Ahora haga lo mismo con varios alimentos y bebidas del PAE: desde la carne o el pan hasta las cajas de leche. Puede llegar a ver cifras muy altas”. En Colombia se entregan diariamente más de 5,6 millones raciones de comida.
¿Cómo controlar y vigilar esos detalles? ¿Quién debería ser el responsable de evitar que esas trampas no ocurran? Señalar al Ministerio es una alternativa fácil, pero la realidad es que tener un supervisor en todas las escuelas públicas es casi imposible. “Lo que no es difícil es que los funcionarios de las alcaldías y de las gobernaciones estén pendientes de los contratos que firman, para que no cobren pechugas a $40 mil”, advierte García.
El problema se repite en la mayoría de países latinoamericanos que también tienen el programa. Bolivia, El Salvador, Guatemala, Honduras, Perú y Nicaragua son algunos de ellos. Chile, incluso, que suele ser mencionado como un caso de éxito, enfrenta una dificultad similar. “El eslabón más débil es el profesor o rector encargado de la alimentación escolar en la escuela. Cuando ellos, que son los que certifican las raciones, no se preocupan y no asumen su responsabilidad, el PAE no funciona bien. Es una debilidad tremenda”, dice Iván Acevedo Silva, director del programa en la Región del Libertador General Bernardo O'Higgins, en Chile. “En cambio, nuestros casos de éxito siempre tienen al frente un profesor que sí ejerce el control”.
Contratos a dedo
Iván Acevedo es amable. Durante un poco más de media hora nos explica telefónicamente por qué en algunos documentos de la FAO (Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura), mencionan a Chile como un ejemplo a seguir. No conoce en detalle el caso de Colombia, pero sabe que hay errores que están generando problemas. En más de una ocasión se ha reunido con sus colegas latinoamericanos para compartir experiencias.
“Ustedes tienen una gran debilidad. Hacer contrataciones nuevas cada año. Eso genera dificultades y puede retrasar las entregas de las raciones. Nosotros renovamos contratos cada tres, cuatro o cinco años. Eso nos ha permitido entregar las 2 millones 800 mil raciones desde el primer día”, explica.
La lectura de Acevedo se queda corta para entender las dificultades que ha generado la contratación del PAE en Colombia y que puede ser la raíz de todos los problemas. Ya la Contraloría ha dado algunas pistas, pero la telaraña es mucho más enredada. ¿La razón? Como explica Natalia Niño, encargada del programa en el Mineducación, en el país hay más de mil entidades territoriales (municipios o departamentos) que firman contratos relacionados con el PAE. El Ministerio les gira recursos sólo a 95, que suman $1,6 billones al año (lo demás lo ponen las regiones), pero la financiación es tan variada que ha resultado imposible de controlar. “Reciben dinero de cooperación internacional, del sistema general de participaciones, de regalías y otros aportan recursos propios. Eso hace que puedan existir hasta dos contratistas en un mismo colegio. Además, la modalidad de la alimentación y los precios varían en cada región”, dice Niño.
Las sumas que están en juego en esos contratos suelen tener varios ceros y por eso son tan apetecidos: $20 mil millones, $60 mil millones, $80 mil millones o $400 mil millones, en el caso de Bogotá. “Si se hacen las cosas de manera ordenada y pagando lo que corresponde, la ganancia puede ser del 5 % cada año”, cuenta Andrés, el contratista. Es decir, $1.000 millones, $3 mil millones o $4 mil millones anuales. Mucho más de lo que pueden sumar los salarios del presidente Juan Manuel Santos durante un año ($33 millones cada mes).
Hay también otros dos factores que enredan la telaraña. La posibilidad de que alcaldes y gobernadores contraten a dedo, pues los tiempos son muy ajustados para abrir licitaciones públicas, y la frágil infraestructura de muchos de los colegios colombianos. Tener cocinas, centros de almacenamiento adecuados o neveras que impidan la rápida descomposición de los alimentos, continúa siendo una deuda eterna con la educación rural.
El problema es tan complejo que Niño sabe que la única manera de resolverlo es a través una reforma estructural. Lo más probable es que no se lleve a cabo en los meses que le quedan a Santos, pero dice que están preparando una propuesta para presentarle al siguiente presidente. La pregunta es por qué, si desde hace tanto tiempo las debilidades del PAE son palpables, la anterior administración (de Gina Parody) no inició esa gran transformación.
Enseñanzas desde Brasil
A dos horas de Joinville, en el sur de Brasil, hay un pequeño poblado en el que no viven más de 126 mil habitantes. Se llama Brusque y en la última década se ha convertido en un buen ejemplo de cómo el PAE puede transformar una comunidad entera si se administra bien.
Sus resultados le han servido a la FAO para mostrar el camino que eligió Brasil. Varios países latinoamericanos, incluido Colombia, han intentado replicar sin mucho éxito. En Brusque hoy los estudiantes reciben el 70 % de sus necesidades nutricionales diarias gracias al programa de alimentación escolar, en solo seis años (de 2008 a 2014) lograron disminuir el consumo de comida chatarra y duplicaron el número de verduras y productos lácteos que comen los alumnos. Brócoli, remolacha, papaya, pimentones y pescado fresco producidos por la misma comunidad, hacen parte del menú diario. La nutrición se convirtió en un tema clave en el currículum de las escuelas, explica la FAO en un documento de 2015. Entonces recibían cerca de 11.500 estudiantes.
Los programas de alimentación escolar empezaron a implementarse en varios países de América Latina a mediados del siglo XX. Chile inició hace 53 años. Colombia en 1948; Brasil en 1950. El objetivo que perseguían era disminuir la brecha de desigualdad en la infancia. Tener una buena nutrición es clave para un buen desarrollo y para tener buen desempeño a la hora de estudiar. Además, con el tiempo surgió como una buena herramienta para frenar la deserción escolar. “Cuando no hay alimentación escolar, en algunas regiones se presenta inasistencia escolar”, advierte Natalia Niño, del Ministerio de Educación.
En el más de medio siglo que ha recorrido este programa, sólo Brasil ha logrado cobertura universal. Su estrategia para alimentar a sus 43 millones de estudiantes en 250 mil escuelas, empezó a funcionar cuando Luiz Inácio Lula da Silva subió al poder en 2003. Para erradicar el hambre y la pobreza lanzó un programa que revolucionó el país. La bautizó Fome Zero. Hambre cero, en español.
La idea de Lula era conectar toda la maquinaria institucional para que se empezaran a ver resultados. Políticas que ponían a trabajar de la mano a los ministerios de Educación, Agricultura, Salud y Economía; una reforma agraria , programas de alimentación para las personas con menos recursos y una serie de iniciativas para impulsar la agricultura y el interés de los habitantes en todos los municipios, hacían parte de su estrategia. Con los años, los pequeños agricultores empezaron a ser los responsables del suministro de los comedores escolares y de los hospitales públicos. También crearon restaurantes populares a bajos precios y crearon nuevas relaciones con los supermercados. Por su parte, los padres empezaron a vigilar que en las escuelas no se perdieran los alimentos. Crearon comités escolares que también existen en Colombia pero no parecen funcionar muy bien.
“El programa de alimentación escolar ha contribuido a cambiar la vida de muchos agricultores de los alrededores”, le decía a la FAO Acácio Schrueder, presidente de la cooperativa que suministraba alimentos a las escuelas de Joinville en Brasil. “Todo lo que ven aquí se ha construido con los beneficios que hemos obtenido de la venta a las escuelas”, replicaba otra agricultura al referirse a un nuevo programa de turismo rural.
El éxito de Brasil lo ha convertido en un ejemplo para todos los países. En la última década, muchos de sus funcionarios han sido invitados a acompañar el resto de iniciativas. En Colombia han estado varias veces. Las recomendaciones que dejan en sus visitas suelen ser las mismas: una verdadera coordinación institucional entre ministerios y gobernaciones, vincular las compras locales, impulsar la agricultura familiar, mejorar la nutrición prohibiendo productos como las gaseosas y promover una intensa participación de la comunidad.
En una de las pocas investigaciones que han hecho aquí sobre el PAE, la FAO, en asocio con el Gobierno brasileño y el colombiano, insistía en 2013 en la necesidad de impulsar todos esos puntos. También advertía en que hay muy pocos datos para evaluar la efectividad real del programa y muy pocos estudios para saber si quienes ganan los contratos están estimulando la economía local. Han pasado más de cuatro años desde que se publicó ese informe de más de 103 páginas y aunque no se pueden desconocer aciertos y casos exitosos que es difícil mencionar en tan poco espacio, todo este enredo deja claro que el país aún no ha podido ponerse de acuerdo para alimentar a la primera infancia. Los cálculos de algunos de los entrevistados sugieren que en este año de actividad electoral pocas cosas van a cambiar.