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Para Putin, aquello representó un duro revés. La campaña del Kremlin para ayudar a Trump a llegar a la Casa Blanca tenía un propósito primordial: poner fin al embargo económico estadounidense (había también un objetivo secundario: poner el dedo en las llagas sociales e ideológicas que ya existían en Estados Unidos; este había tenido bastante éxito).
La operación de Putin había sido audaz, incluso arrogante. Implicaba el uso de ciberataques y falsas cuentas de Facebook, además de las clásicas técnicas de engaño y de cortejo del KGB. Pero cabría argumentar que les había salido el tiro por la culata. Los funcionarios del Kremlin solían imaginar que Estados Unidos era una imagen especular de Rusia.
Entendían muy mal la política institucional estadounidense y no eran capaces de apreciar cosas como la separación de poderes o las restricciones que pesaban sobre el presidente, cualquier presidente. Las voces más prudentes de la administración rusa —el destituido jefe de gabinete Serguéi Ivanov y el embajador en Estados Unidos Serguéi Kisliak, ahora reclamado en Moscú— tenían razón.
Como ocurriera con la invasión de Ucrania orquestada por Putin en 2014, la intervención en las elecciones estadounidenses de 2016 había sido un triunfo táctico, pero un desastre estratégico. Y tendría consecuencias duraderas para la economía rusa, que seguiría teniendo vetado el crédito occidental barato. (Le puede interesar: Putin y el dopaje).
De no haber sido por su dosier —creía Steele—, Trump habría levantado las sanciones y habría establecido una nueva alianza con Rusia. En palabras de un amigo: “Chris robó una gran victoria estratégica bajo las mismas narices de Putin”. (Christopher Steel, el exespía autor del explosivo informe que relaciona a Donald Trump con Rusia). Las motivaciones de Steele no estaban ligadas a la política o al ego. Antes bien —decía el mencionado amigo—, tenían que ver con revelar la verdad y servir a la opinión pública. Puede que en algún momento Steele quiera contar su propia historia. (Lea: Más sanciones de EE. UU. a Rusia).
Steele también les comentó a sus amigos que todavía estaba por ver cuándo se “probaría” el contenido del dosier. El Kremlin había dispuesto ya de un año para cubrir todo rastro de su operación. Y lo había logrado. A diferencia de Washington, los funcionarios rusos no tenían filtraciones y a los periodistas de Moscú les había resultado muy difícil encontrar material original. Todavía había bastantes personas que seguían “vivitas y coleando” y sabían cosas importantes, pero Steele no creía probable que aparecieran “en un futuro inmediato”. Todavía existe el expediente de Trump? En Moscú se comenta que Putin se ha vuelto tan paranoico que cualquier material incriminatorio debe de haber sido destruido o guardado en su caja fuerte. Sin duda, el archivo de la época soviética sobre Steele, recopilado cuando era un joven espía en la embajada, actualmente debe de ser mucho más voluminoso.
En Rusia, el cambio parece improbable. En 2017, el período de permanencia de Putin en el poder (incluida su época como primer ministro, en la que de hecho siguió al mando) superaba ya al de Leonid Brézhnev. Y todo apunta a que Putin tiene la intención de seguir en el cargo tras las elecciones presidenciales rusas de 2018; y con seis años más se plantará en 2024.
Probablemente durará más que Trump. Pero aun sin Putin, es probable que el “putinismo” le sobreviva en una nueva forma. Pese a ello, a la larga podrían llegar a filtrarse detalles del “proyecto Trump” de Moscú. Un cambio de régimen, un desertor, un incontrolado… cualquier cosa podría hacer surgir secretos hoy bien enterrados. Tras el desmoronamiento del comunismo soviético, el jefe de los espías de Stalin escribió unas memorias.
El KGB perdió el control de su archivo de inteligencia extranjera, donde se detallaban operaciones secretas de la posguerra; terminó en manos del MI6, y hoy puede leerse en Cambridge, Inglaterra. Por ahora, la mitad rusa de esta historia de conspiración se halla fuera del control de (Robert) Mueller (fiscal especial estadounidense para investigar la conexión Trump-Rusia). Pero este último se centra en la mitad estadounidense, que resulta más accesible. Y lo que sabemos de ella es bastante malo.
Las primeras acusaciones formales se formularon a finales de octubre. Dos de los nombres no fueron ninguna sorpresa: Paul Manafort y su colaborador Rick Gates. Cuando Manafort trabajó como director de campaña de Trump, Gates fue su ayudante. Los cargos se remontaban al período comprendido entre 2006 y 2016, en su mayor parte en la época en que los dos trabajaban para (Viktor) Yanukóvich en Ucrania (expresidente de ese país).
Sus presuntos delitos resultaban impresionantes. Había un total de doce cargos, que incluían conspiración contra Estados Unidos, blanqueo de dinero, omisión de la declaración de titularidad de cuentas bancarias en el extranjero y omisión del deber de registrarse como agentes extranjeros, a lo que se añadía el cargo de haber hecho declaraciones “falsas, fraudulentas y ficticias”. Se decía que la pareja había llevado a cabo en Estados Unidos una “campaña de presión por valor de varios millones de dólares” en favor del régimen de Yanukóvich; un hecho que, según el escrito de acusación, habían tratado de ocultar.
Se sabía que Manafort había sido generosamente recompensado por sus actividades en Kiev. Aun así, las presuntas sumas descubiertas por el FBI eran de vértigo. La oficina federal afirmaba que un total de más de setenta y cinco millones de dólares habían pasado por diversas cuentas de Manafort en paraísos fiscales. Este había montado varias empresas fantasma en el extranjero dirigidas por representantes suyos, las cuales, a su vez, controlaban numerosas cuentas bancarias en Chipre, San Vicente y las Granadinas, y las Seychelles.
¿Qué había hecho Manafort con todo ese dinero? El FBI sostenía que había blanqueado una gran parte de él, “más de dieciocho millones de dólares”. Esto había servido para financiar un grado de derroche propio de un oligarca. Manafort se dedicó a adquirir bienes y servicios de lujo: alfombras antiguas; ropa; obras de arte; elementos de arquitectura paisajista; objetos domésticos; diseño de interiores, y coches, incluyendo un Mercedes y tres Range Rover; además de las propiedades en Nueva York (una de ellas, en el edificio SoHo, se alquilaba en Airbnb por “varios miles de dólares a la semana”).En otros tiempos, Manafort posiblemente había sido el miembro más elocuente del equipo de campaña de Trump. En cambio, al estallar la noticia de la acusación formal optó por guardar silencio. Él y Gates se entregaron al FBI y comparecieron en un tribunal federal en Washington, donde se declararon inocentes de todos los cargos. Manafort eludió la prisión pagando una fianza de diez millones de dólares. Ahora se halla bajo “arresto domiciliario”, pendiente de juicio y con un destino incierto.
¿Cuál fue la reacción de Trump a los problemas de su antiguo ayudante? Mínima, solo algunos tuits. La tarea de defender a Manafort se dejó en manos de su abogado, Kevin Downing. Aseguró que no había ninguna evidencia de que Manafort, o la organización de la campaña de Trump, se hubieran confabulado nunca con los rusos. Como señaló la Casa Blanca, los cargos eran anteriores a la época en la que Manafort trabajó para Trump.
Sin embargo, la sensación de desasosiego que invadía la administración Trump era real. Hubo otro acontecimiento inesperado: un tercer escrito de acusación que afectaba a alguien del equipo de Trump. Se trataba de George Papadopoulos, un joven grecoamericano que vivía en Londres. Se había incorporado a la campaña en marzo de 2016, a los veintinueve años. Un “tipo excelente”, diría Trump más tarde aquel mismo mes, al nombrar a Papadopoulos asesor en materia de política exterior.
El escrito de acusación del FBI exponía la existencia de una trama secreta, gran parte de la cual se había desarrollado ante las mismas puertas de Steele. La declaración revelaba que a finales de abril Papadopoulos se había enterado de que el Kremlin había robado correos electrónicos del Partido Demócrata. En aquel momento los demócratas no tenían ni idea del hackeo, que no se haría público hasta seis semanas después. Aparentemente, aquella sucesión cronológica arrojaba una nueva luz sobre la cuestión de por qué Donald Trump hijo estaba tan ansioso por conocer a Veselnitskaya; y sobre el llamamiento público de Trump a Moscú para que localizara los treinta y tres mil correos electrónicos “perdidos” de Hillary (Clinton).
Papadopoulos se reunió por primera vez con el “profesor” en marzo de 2016, durante un viaje a Italia. El profesor —que el Washington Post identificaría como Joseph Mifsud— apenas mostró interés en Papadopoulos... hasta que descubrió su conexión con Trump. En Londres, Mifsud le presentó a una “ciudadana rusa”, que más tarde Papadopoulos calificaría erróneamente como “sobrina de Putin” en varios correos electrónicos enviados a la organización de la campaña (por su parte, Mifsud niega cualquier conexión con el gobierno ruso).
¿De qué hablaron? Según el FBI, de cómo mejorar los vínculos entre Estados Unidos y Rusia. Y, más concretamente, de la organización de una reunión entre “nosotros” —el equipo de campaña de Trump— y los líderes rusos. Al cabo de una semana, Papadopoulos viajó a Washington, donde fue fotografiado sentado a una mesa con Trump y el equipo de seguridad nacional del candidato. Papadopoulos se presentó, y a continuación hizo una atrevida oferta: utilizando sus “contactos”, podía organizar una reunión entre Trump y Putin. Después, Papadopoulos se puso a trabajar con sus nuevos amigos para hacer que eso ocurriera. Envió varios correos electrónicos a la mujer rusa, que respondió en términos entusiastas. Por su parte, el profesor se puso en contacto desde Moscú y presentó a Papadopoulos a una “persona” influyente con vínculos con el Ministerio de Exteriores ruso y su delegación en Estados Unidos. Mientras tanto, Papadopoulos mantenía la campaña revalorizada con sus actividades y contactos del Kremlin. Un “supervisor de campaña” respondería: “¡Gran trabajo!”.
Y la cosa siguió. Hubo un desayuno con Mifsud en un hotel de Londres. El profesor acababa de regresar de Moscú, donde se había reunido con “funcionarios de alto rango del gobierno ruso”. Traía consigo una intrigante noticia: los rusos habían obtenido valiosos “trapos sucios” sobre Clinton. “Tienen miles de correos electrónicos [suyos]”, dijo el profesor. Tras esta conversación, Papadopoulos siguió “comunicándose con responsables de la campaña de Trump”. ¿Podía utilizarse Londres —les preguntó— como punto de encuentro entre Trump y Rusia?
Nadie podía criticar el entusiasmo de Papadopoulos. A lo largo de mayo, junio y agosto de 2016 habría más correos electrónicos y actualizaciones, más mensajes enviados a la organización de campaña de Trump con el inequívoco asunto de “Petición de Rusia para reunirse con el Sr. Trump”. Todo esto pasaría a formar parte del núcleo de la investigación por colusión del FBI.
En enero de 2017, una semana después de la investidura de Trump, los agentes federales interrogaron por primera vez a Papadopoulos. Este mintió, no solo acerca de cuándo se había enterado del hackeo de los correos electrónicos, sino también con respecto a sus múltiples contactos con Moscú y sus intermediarios.
Los agentes volvieron a interrogarle en febrero. Al día siguiente borró su cuenta de Facebook y cambió de número de móvil. Papadopoulos era un pésimo conspirador. En julio de 2017 el FBI lo detuvo en el aeropuerto internacional de Washington-Dulles. Aparentemente la agencia había recuperado sus datos borrados. Desde ese momento empezó a cooperar. Se reunió con el gobierno en “numerosas ocasiones”, respondió a preguntas y proporcionó información. En octubre se declaró culpable de haberle mentido al FBI.
Estas tres acusaciones formales eran las primeras, pero no cabía duda de que seguirían otras. La afirmación de Trump de que no había habido conspiración alguna sonaba cada vez más vacua y falsa. Ahora había pruebas de dicha conspiración. Era imposible interpretar los escritos legales —con sus fríos datos empíricos— de ninguna otra forma. La investigación de Mueller estaba lejos de haber terminado. La agonía de Donald J. Trump no había hecho más que empezar.
* Cortesía de Penguin Random House Grupo Editorial.
* Luke Harding, el autor del revelador libro “Conspiración”
Luke Harding es periodista, escritor y galardonado corresponsal en el extranjero del diario británico The Guardian. Entre 2007 y 2011 fue director de The Guardian en Moscú. El Kremlin lo expulsó de Rusia, en el primer caso de esa índole desde los tiempos de la Guerra Fría.
Es autor de cinco libros de no ficción, traducidos a más de treinta idiomas: A very expensive poison: The assassination of Alexander Litvinenko and Putin's war with the west, The Snowden files: The inside story of the world's most wanted man, Mafia state: How one reporter became an enemy of the brutal new Russia, Wikiñeaks: Inside Julian Assange's war on wecrecy y The liar: The fall of Jonathan Aitken (los dos últimos en coautoría con David Leigh). Dos de sus obras han sido adaptadas como superproducciones de Hollywood: El quinto poder, basado en Wikileaks, se estrenó en 2013, y Snowden, dirigida por Oliver Stone y basada en The Snowden files, apareció en 2016. Actualmente, Luke vive en las afueras de Londres, con su mujer Phoebe Taplin y sus dos hijos.
Cámara cerró investigación sobre interferencia rusa en elecciones de 2016
El Comité de Inteligencia de la Cámara de Representantes de EE.UU. dio por cerrada esta semana su investigación sobre la supuesta interferencia rusa en las elecciones de 2016, en las que resultó elegido Donald Trump, según anunció el lunes el vocero del Comité, el republicano Mike Conaway. Eso significa que el Comité no entrevistará a más testigos y los republicanos terminarán su informe final. Un borrador de tal informe, de unas 150 páginas, fue entregado a los demócratas del Comité para su revisión el martes.
Desde enero de 2017, los legisladores estadounidenses revisaron más de 300.000 documentos y entrevistaron a 73 testigos, incluyendo al exestratega de la Casa Blanca Stephen Bannon, a Donald Trump Jr. y al yerno y asesor principal del presidente Trump, Jared Kushner. Concluyen que no hay evidencia de dolo entre la campaña del entonces candidato a la Presidencia, Donald Trump , y la parte rusa. También rechaza la versión de inteligencia según la cual el presidente ruso, Vladimir Putin, mostró “preferencias” por el candidato Trump durante las elecciones de 2016. Así, el vocero republicano del estado de Texas explicó: “No pudimos llegar a la misma conclusión que la CIA, de que ellos específicamente querían ayudar a Trump”.