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El tiempo pasa, pero los prejuicios permanecen. Después de cada atentado terrorista, se levanta una voz, por lo general severa y con cierta cadencia propia de Nerón, que arguye que la migración produce terroristas y que, si no los produce, al menos tiene la facultad intrínseca de permitirles el paso para que deshagan a fuerza de fuego la firmeza de las grandes naciones. Los migrantes son los culpables: el chivo expiatorio de esta década. Ellos roban los trabajos a los nativos, esquilman con frialdad los beneficios sociales, desollan las tradiciones y fastidian el curso tradicional de las sociedad bienhechoras. El prejuicio ha crecido como la maleza, de manera evidente, desde los atentados terroristas en 2001 en Nueva York: el otro, ese con barba y maneras extranjeras, es el culpable de todas las desgracias.
Entonces, son predecibles las palabras de la primera ministra de Polonia, Beata Szydlo, después de que ocurriera el atentado en Londres el miércoles, en el que murieron cinco personas y 50 quedaron heridas. Szydlo, quien pertenece al partido dominante de derecha, dijo que “es imposible no conectar” la inmigración con el terrorismo y que por eso Polonia se ha negado a albergar a 7.000 refugiados y ha formado con Hungría un bloque para reducir las entradas de extranjeros en busca de asilo. La idea parte del supuesto de que Khalid Masood, el responsable del ataque sobre el puente de Westminster, tenía un nombre que sonaba a musulmán. Pero Szydlo eludía el hecho de que su nombre de nacimiento era Adrian Russell, que era británico y que jugaba rugby, un deporte más inglés que el té de las cinco.
Masood tiene un pasado criminal, en efecto: estuvo dos veces en la cárcel por desórdenes públicos y por acuchillar a un hombre. ¿Quién, sin embargo, sería capaz de asegurar que ése es el perfil de un terrorista, cuando cientos de ingleses que nada tienen que ver con terrorismo han cometido las mismas faltas? Los investigadores suponen que, después de haberse empleado como profesor en Arabia Saudita a principios de la década pasada, Masood se radicalizó. Pero esa suposición parte de la premisa de que cualquiera que haya encontrado un gusto en la religión musulmana y haya decidido visitar Arabia Saudita, como los millones que han peregrinado a La Meca, son potenciales terroristas. El absurdo de tal noción es visible.
El primer ministro de Hungría, Viktor Orbán, ha declarado con palabras de fierro que “todos los terroristas son migrantes”, y Marine Le Pen, líder del Frente Nacional en Francia y candidata a la presidencia, ha dicho que “nuestras fronteras están porosas a causa de aquellos que desean cometer atentados”. Han igualado la migración al terrorismo. Un caso reciente les sirve de ejemplo y de columna vertebral: dos de los suicidas que participaron en los atentados de París, en noviembre de 2015, entraron a Europa después de haber arribado a las islas griegas a través del Mediterráneo, con papeles falsos que les permitieron seguir camino como si estuvieran buscando asilo. La prueba, sin embargo, es menor, puesto que en 2015 entraron más de un millón de migrantes a Europa. De ese millón, sólo ellos dos resultaron involucrados en atentados terroristas. ¿Esa es una prueba suficiente para construir un sistema general de rechazo a los migrantes, compuesto por vallas, controles severos, maltrato y violaciones de derechos humanos?
El caso de EE. UU. es ejemplar. De acuerdo con el Instituto Cato, una organización con base en Washington que revisó las informaciones sobre cuatro décadas de atentados en EE. UU., la posibilidad de que un estadounidense muera a causa de un atentado perpetrado por un extranjero es una en 3,5 millones. Las cifras son aún más dicientes cuando se trata de los refugiados: la probabilidad de que un estadounidense muera por un ataque de un refugiado es una entre 3,6 mil millones.
A pesar del número inclemente de muertos que han dejado los atentados terroristas en Europa, el terrorismo sigue siendo más una alerta que un hecho: han ocurrido atentados múltiples en París y Bruselas, algunas retaliaciones en Berlín y un ataque de alto tenor en Londres. Si se siguiera la lógica de que una mayor migración produce más terrorismo, Alemania, que recibió a 800.000 migrantes en 2015, sería hoy un río bélico incesante, una trinchera de los radicales. Canadá, que ha recibido a más de 35.000 sirios, habría cambiado ya su bandera roja por un estandarte negro con grafías árabes. Incluso Francia, además de los 138 muertos de los atentados de noviembre, contaría hoy miles de víctimas en todas sus regiones nacionales. Y no.
En julio del año pasado, el Pew Research Center le preguntó a los europeos si creían que los refugiados aumentaban la posibilidad de un atentado terrorista. En promedio, el 59 % de los europeos pensaban que sí. Sin embargo, las cifras hablan sobre todo de un miedo fundado en la mera imaginación: más del 70 % de los húngaros y los polacos, en cuyos países no ha sucedido ningún atentado terrorista de larga escala, pensaban que los refugiados potenciaban la violencia terrorista. En Francia, que ha sufrido el rigor terrorista en tres ocasiones en los últimos tres años, con más de 200 muertos, la cifra es de 46 %.
El miedo lleva, entonces, a “tomar las medidas necesarias”: en los casos de Polonia, Hungría y Estados Unidos, aquello significa cerrar las fronteras, fomentar un examen riguroso sobre cada ciudadano de un país “relacionado con el terrorismo”, afianzar los cuerpos de seguridad en los aeropuertos y las fronteras y desdeñar a los migrantes. Pero defensores del prejuicio olvidan que quienes cometieron los actos más sangrientos en sus países fueron nativos, no extranjeros: Abdelhamid Abaaoud, ejecutor principal de los ataques en París, era belga; Salah y Brahim Abdeslam también lo eran (sus padres eran, en caso de duda, franceses); el verdugo de una discoteca en Orlando, Omar Mateen, nació en Nueva York; Mohamed Lahouaiej Bouhlel, que asesinó a 84 personas en Niza, era tunecino pero con residencia en Francia.
Los mayores victimarios no se ocultaron, como aseguran Le Pen y Trump, entre las tandas infinitas de migrantes que huyen de la guerra, la hambruna y el autoritarismo. Estaban allí, criándose en los barrios parisinos y belgas, en los suburbios de Estados Unidos, viviendo entre ellos como cualquier otra persona, como Khalid Masood. Vivían una vida en apariencia normal (de Masood dicen que era “un tipo amable”, “no era objeto de ninguna investigación” y tenía una naturaleza “amistosa, risueña y bromista”) y estaban conectados por nacimiento con la Europa continental. Habría que buscar, entonces, otras razones para su radicalización: el hecho, por ejemplo, de que nunca se hubieran naturalizado en una sociedad que pudo haberlos rechazado. El hecho, por otro lado, de que los valores que prometía Europa han fracasado.
Los migrantes son tan víctimas como las personas que mueren en los atentados. Están huyendo y son esclavos de un mismo régimen de violencia. La solución, sin embargo, no es el encierro. Un funcionario de Naciones Unidas aseguró hace algunos meses que clausurar las fronteras es, de hecho, un paso en falso que permite, entonces sí, que se multipliquen los actos terroristas. La paranoia ha producido, en cambio, un mundo de ventanas encadenadas y perros rabiosos en el antejardín, que ladran ante un sospechoso y juzgan como enemigo al extraño. La realidad es otra, menos calculada y más amiga del azar: en este tiempo, un terrorista puede venir de cualquier parte.