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En plena campaña presidencial y con un país polarizado por la política, el fútbol es el pretexto perfecto para reconciliar a los colombianos.
Así ha sido siempre. No en vano diferentes gobiernos han utilizado el deporte rey para apaciguar crisis económicas y sociales durante los últimos 70 años.
La creación del campeonato profesional, por ejemplo, fue una cortina de humo que ayudó a recuperar la institucionalidad y la credibilidad de la clase dirigente, justo después del Bogotazo, en 1948.
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Y desde entonces, la Selección de fútbol de mayores ha sido siempre un estandarte de la nación, un símbolo tan importante como el escudo y la bandera, tan representativo como el Himno Nacional. “Hoy juega Colombia”, decimos orgullosos, como si en realidad en algo trascendental se afectara el país con lo que pasa en 90 minutos de partido.
El equipo nacional fue relevante cuando simplemente participaba en torneos internacionales, como en el Mundial de Chile 1962, cuando un empate 4-4 frente a la Unión Soviética significó una hazaña. También a finales de los 80 y comienzos de los 90, cuando, en plena guerra contra el narcotráfico, la gente se olvidó de las masacres y los carrobombas para seguir a la tricolor en las Copas del Mundo de Italia y Estados Unidos.
Y lo es mucho más ahora que obtiene buenos resultados y cuenta con figuras de talla mundial, encabezadas por dos jugadores desde la cuna, James Rodríguez y Radamel Falcao García, hijos de futbolistas.
Hace algunas décadas, la Selección reflejaba la rivalidad regional, pues todos sus integrantes jugaban en clubes locales y se enfrentaban constantemente. Costeños, paisas y vallecaucanos, especialmente, armaban sus ‘roscas’ y se diferenciaban por su hablado y gusto musical. Salsa para unos, vallenato para otros.
Eso ahora ha cambiado, porque nuestras figuras pertenecen a equipos extranjeros, sobre todo de Europa, en donde unos y otros se sienten unidos e identificados con el equipo nacional tanto como por los ritmos de las nuevas generaciones, el reguetón, la champeta y la salsa choque.
Porque la Selección, especialmente esta que ha clasificado a los Mundiales de Brasil 2014 y Rusia 2018 es el fiel reflejo de la multiculturalidad colombiana, pero también de los factores que nos unen, nos identifican.
Tiene representación de todas las regiones, razas y estratos sociales. En el plantel que maneja un argentino nacionalizado colombiano, José Pékerman, hay jugadores de los departamentos de Bolívar, Atlántico, Cesar, Chocó, Norte de Santander, Magdalena, Cauca, Valle, Quindío, Risaralda, Córdoba y Bogotá. De las ciudades grandes, pero también de poblaciones apartadas, como Guachené, Necoclí, Cerrito y Tierralta.
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Hijos de familias de clase media, que tuvieron comodidades y medios para estudiar pero eligieron el fútbol como profesión. O huérfanos con familias desplazadas por la violencia o de comunidades aisladas con pocas oportunidades de progreso.
Porque eso es Colombia, una mezcla de razas y culturas en la que conviven pobres y ricos con una admirable capacidad de tolerancia. Una nación desigual, que se equilibra a la hora de seguir a su Selección de fútbol, un claro ejemplo de lo que es nuestro país.