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El martes fue mi primer día de vuelta a clases en la Universidad Baruch, donde estoy cursando el último año. Tenía muchas ganas de volver a la escuela , pero era imposible concentrarme. Estaba completamente distraído con el latigazo de noticias sobre la posibilidad de que Donald Trump elimine la orden ejecutiva de Acción Diferida para los Llegados en la Infancia, o DACA: la política que el presidente Barack Obama anunció en 2012 y que permitió que casi 800.000 jóvenes inmigrantes, como yo, pudieran salir de las sombras de la sociedad.
Varios procuradores generales estatales republicanos han amenazado con entablar un juicio si el presidente no revoca la DACA para el 5 de septiembre. Así que toda la semana, mientras llovían rumores en internet sobre el destino de los dreamers, los beneficiarios de DACA, me estuvieron bombardeando con mensajes de texto y notificaciones. No sabía qué compartir con mis amigos y mi familia. No quería contribuir a la paranoia o a los temores innecesarios que pudieran permearse a toda mi comunidad.
Es poco lo que puedo decir respecto de la forma como DACA cambió la vida diaria de gente como yo. Antes de la orden ejecutiva no podía conseguir legalmente un trabajo, no podía tener una identificación estatal, no podía solicitar prácticamente ninguna beca. Además, viajar era peligroso. Después de terminar el bachillerato me compré un boleto para hacer mi primer viaje fuera de Nueva York desde mi llegada de México. No dejé de sudar mientras pasaba por seguridad, porque estaba preocupado de que alguien pudiera llamar a un funcionario de inmigración si se enteraban de que no tenía papeles.
Sin embargo, con DACA obtuve un número de seguridad social, una identificación estatal y permiso para trabajar. Encontré empleo en un restaurante elegante, el cual casualmente estaba ubicado en uno de los hoteles de Trump. En esa época me daba orgullo decirlo. Trabajaba en un edificio sofisticado que llevaba el nombre de un empresario multimillonario famoso en la televisión. Incluso lo presumía, porque, por primera vez, no me preocupaba que mi empleador pudiera conocer mi situación migratoria. Me había estado escondiendo durante siete años, pero eso se había acabado.
El discurso sobre los inmigrantes en este país es indignante y equivocado. Nunca he tomado nada que no me perteneciera y he trabajado arduamente por todo lo que he logrado.
No es que la paranoia de mi vida anterior se hubiera terminado: todos los dreamers sabíamos que DACA era una medida que brindaría una tranquilidad temporal y que estaba sujeta a renovación. Tienen registradas las huellas digitales de todos nosotros, así como nuestros antecedentes penales. Sabíamos que necesitábamos portarnos bien —era mucho lo que dependía de nuestro buen comportamiento—. En general, los estudiantes indocumentados son muy estrictos respecto al cumplimiento de las reglas: tenemos la tarea de demostrar que pertenecemos aquí siendo “perfectos”, y debemos construir el respeto hacia nuestras familias, las cuales a veces se encuentran en situaciones aún más peligrosas y suelen ser incluso más cuidadosas con el cumplimiento de las reglas.
La situación de los dreamers es muy incomprendida. No somos un grupo de jóvenes que damos por sentadas las bendiciones que tenemos. Sabemos cuál es el peso que llevamos sobre los hombros.
A pesar de que los inmigrantes sin documentos contribuimos tanto como cualquier estadounidense, no recibimos los mismos beneficios. Pago impuestos, pero no tengo seguro de salud. No puedo obtener ayuda financiera del Estado en Nueva York. La educación universitaria que tanto me ha costado lograr no se la debo al Estado ni a este país, sino a mis padres, quienes la pagaron de sus bolsillos, y a una beca y el respaldo de Se Hace Camino Nueva York, una organización comunitaria que apoya a jóvenes sin documentos.
He trabajado arduamente para poder estudiar y construirme un futuro, y con DACA he empezado a recoger los frutos poco a poco. Me inscribí en una universidad de cuatro años y estoy cerca de obtener mi título en gestión pública.
Me deprime imaginar que podría no terminar la escuela o que mi título podría ser solamente un papel sin ningún valor sobre un muro porque no podré tener trabajo cuando me titule. Mi familia podría separarse: si me deportaran, me perdería de la infancia de mi sobrina y de un sobrino que está a punto de nacer. Quiero que mi familia y mi comunidad vivan sin este temor: el miedo a ser deportado y a buscar ayuda, aunque estemos enfermos.
En lo personal, no podría volver a las sombras aunque lo intentara. No obstante, la libertad que he obtenido y el futuro por el que he trabajado tanto podrían terminar hechos pedazos si se revoca DACA. Lo peor es que probablemente me enteraré de mi futuro en un tuit del presidente. Tal vez dependa de su estado de ánimo.
Sin importar lo que él diga,
los dreamers están aquí para
quedarse.
* Ricardo Aca es estudiante de último año de la Universidad Baruch y miembro de Youth Power Project, un proyecto que pertenece a la organización Se Hace Camino Nueva York.
The New York Times 2017.