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Las turbulencias generadas por la elección presidencial del 3 de noviembre en Estados Unidos y el traumático final del mandato de Donald Trump, incluyendo el asalto de sus seguidores al Capitolio de Washington, eclipsaron un hecho de especial interés para Colombia registrado en la fecha electoral: el avance de la despenalización de las drogas en buena parte de la Unión Americana.
Junto con la elección presidencial, los ciudadanos de 32 estados respondieron 124 consultas que incluyeron desde el cambio de la bandera de Misisipi, considerada racista, hasta la reintroducción del lobo en el escudo de Colorado. Entre ellas hubo cinco relacionadas con las drogas, cuyos resultados mostraron la creciente tendencia de la sociedad estadounidense a tolerar su uso con fines medicinales o recreativos.
La mayoría de los ciudadanos expresó su deseo de que Estados Unidos abandone la política prohibicionista respecto a las drogas, como lo hizo en 1933 con relación al alcohol. Ese año el presidente Franklin Delano Roosevelt levantó el veto a la producción y venta de bebidas alcohólicas impuesto en 1920 tras comprobar que en sus trece años de vigencia solo se logró que el consumo bajara en una quinta parte, mientras la industria del alcohol se convertía en un negocio ilegal y una gigantesca fuente de corrupción.
Con las drogas pasa algo semejante, pero elevado a la enésima potencia. A nuestro país le correspondió ser a la vez testigo, protagonista y víctima del descomunal crecimiento del narcotráfico y de la corrupción que éste genera, contra los cuales poco han podido las medidas represivas y las costosas campañas publicitarias en respaldo de la prohibición.
Esto explica que en Colombia y otros países productores de drogas, así como en Estados Unidos y otras naciones donde se concentra el mayor número de consumidores, se levanten con fuerza creciente las voces que defienden la legalización o despenalización del consumo como la mejor forma de enfrentar un fenómeno que sobrepasa todos los controles imaginables.
Respuesta favorable
No sorprende que esas voces estén siendo cada día más escuchadas en Estados Unidos, donde este fenómeno ha alcanzado niveles insospechados. Como lo indica el resultado de los referendos de noviembre, no solo en los estados liberales, como California, sino también en los conservadores, como Arizona, Dakota del Sur y Montana, va en aumento el número de ciudadanos que se oponen a castigar a los consumidores con multas o penas de cárcel.
Estos últimos estados, junto con Nueva Jersey, se pronunciaron en sus referendos por la legalización del cannabis para uso recreativo, mientras que Misisipi, posiblemente el más representativo de la tradición ultraconservadora del sur estadounidense, se sumó a los que autorizan su uso para fines médicos. El voto mayoritario combinado de esos estados ascendió a ocho millones de ciudadanos.
Estos resultados elevaron a 35 los estados que autorizan el uso terapéutico —más el Distrito de Columbia, donde se encuentra la ciudad de Washington (que votó a favor de la despenalización de los hongos sicodélicos)— y a 16 los que permiten el uso recreativo de las drogas. Esos estados suman 140 millones de habitantes, o sea casi la mitad de los 330 millones que alcanza la población estadounidense. Sobresale el caso de Oregón, que se convirtió en el primer estado en legalizar la posesión y el consumo de “drogas duras” (cocaína, heroína, metanfetaminas y LSD), así como el uso terapéutico de los hongos psicoactivos.
Estas votaciones fueron reforzadas el 4 de diciembre por la Cámara de Representantes con una ley que despenaliza el uso del cannabis en todo el país. La aprobación de esta ley, que ahora está a la consideración del Senado, también pasó inadvertida en medio del agitado proceso que marcó el final de la presidencia de Trump.
Argumentos económicos
Uno de los argumentos que esgrimieron los defensores de la legalización es que el uso permitido de las drogas será una importante fuente de ingresos para los estados, pues los productores, distribuidores y consumidores deberán pagar impuestos. El argumento cobró fuerza con la aparición del Covid-19 en vista de la carga financiera que la pandemia implicó para los sistemas de salud.
Otra razón evidente, aunque sus partidarios no digan su nombre, es la vocación mercantil de los estadounidenses, que les despierta el interés por la oportunidad de negocios que representa el gigantesco mercado de las drogas. Esa vocación se manifestó muy temprano cuando Tomás Jefferson, el tercer presidente de Estados Unidos, envió en 1804 la célebre expedición de Lewis y Clark a explorar el Territorio de Luisiana, recién comprado a Francia bajo el régimen de Napoleón Bonaparte, en una transacción que aumentó en más de dos millones de kilómetros cuadrados la extensión estadounidense. La expedición partió de San Luis (Misuri) el 14 de mayo de 1804 y en los 28 meses siguientes atravesó gran parte de Norteamérica, en un recorrido de 12.000 kilómetros, hasta alcanzar la costa del Pacífico.
La misión encomendada por Jefferson al capitán Meriwether Lewis y el subteniente William Clark, al mando de un grupo de militares y voluntarios civiles, incluyó entre sus fines identificar las posibilidades de comercio con las comunidades indígenas que habitaban la extensa región. En este aspecto de la expedición no se suele hacer el mismo énfasis que en sus otros objetivos, que fueron los de trazar un mapa del territorio que cubría la mitad occidental del continente, establecer allí la presencia estadounidense y hallar una ruta al Pacífico. Pero de su importancia da testimonio el florecimiento del comercio con esas comunidades en los años posteriores a la épica hazaña de Lewis y Clark.
Los exploradores llevaron una gran cantidad de objetos como artículos de cristal, adornos y herramientas para regalarlos a las comunidades indígenas y estas respondieron obsequiando a los visitantes pieles y productos agrícolas. Así se iniciaron unas relaciones comerciales que facilitaron la tarea de Lewis y Clark y abrieron el camino a los exploradores, colonizadores y mercaderes que protagonizaron después la expansión estadounidense hacia el Oeste.
Contra la guerra
Volviendo al tema de las drogas, la tendencia a la despenalización no es nueva en Estados Unidos. Hace diez años el uso recreativo de la marihuana era ilegal en todos los estados y el uso terapéutico solo era permitido en seis de ellos. Cuando se realizaron los referendos de noviembre pasado, ya 22 estados y el Distrito de Columbia se habían sumado a la despenalización del uso terapéutico y varios de ellos a la del uso recreativo.
Las votaciones de 2020, ocurridas en estados republicanos y demócratas, equivalen a un mandato para poner fin a la guerra de las drogas, que nunca tuvo apoyo popular en Estados Unidos. La guerra fue iniciada por Richard Nixon en 1971 con el pretexto de proteger a los estadounidenses de una plaga, pero su verdadero propósito, como lo reveló después su exasesor John Ehrlichman, fue castigar a los jóvenes que se oponían a la guerra de Vietnam y a los afroamericanos que luchaban por sus derechos civiles, a quienes la Casa Blanca veía solo como consumidores de drogas.
La guerra ha tenido un alto costo para Estados Unidos, pero uno aún mayor para los países donde estas se originan. Colombia fue arrastrada a ella al señalarla como la principal culpable del narcotráfico, y conocemos el precio en vidas, recursos, soberanía y dignidad que esto ha significado para nuestro país. Solo la persistente lucha de gobiernos como el de Virgilio Barco permitió quitarnos esa lacra y lograr que Estados Unidos y otros países consumidores, como el Reino Unido, admitieran su corresponsabilidad en el problema.
Sin embargo, los gobernantes estadounidenses siguieron empeñados en esa guerra equivocada, que además es hipócrita. Ronald Reagan le ganó el campeonato del cinismo a Nixon al valerse de narcotraficantes para combatir a los sandinistas en Nicaragua. Bill Clinton no abandonó la política punitiva, ni tampoco lo hicieron George Bush padre y George Bush hijo. Barack Obama eliminó la sanción mínima por posesión de crack en Estados Unidos, pero no terminó la guerra.
Las votaciones del 3 de noviembre mostraron que la política de la DEA tiene cada día menos apoyo en Estados Unidos. Hay una creciente conciencia de que la solución no está en seguir encarcelando consumidores, sino en manejar el problema como un tema de salud pública. Así lo entienden también en otros países donde ya ganó la despenalización, como Canadá, Grecia, Países Bajos, Portugal y Uruguay. En cambio, aquí seguimos cargando con el peso de la guerra que millones de estadounidenses quieren terminar. Somos más papistas que el Papa.