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Los amenazan con décadas de cárcel: la semana pasada la Fiscalía del Tribunal Supremo español pidió penas entre dieciséis y veinticinco años para nueve jefes independentistas catalanes. Los acusan de rebelión, el juicio empieza pronto y es probable que sus condenas tomen, si no todos, muchos de esos años: que esos hombres y mujeres pasen presos buena parte de sus vidas. Sus enemigos dicen que no son presos políticos sino políticos presos. Pero están presos por hacer política.
Los acusan de rebelión contra el Estado. Es cierto que querían organizar un nuevo país: pocos intentos más políticos. Así empezaron siempre los países; en América, sin ir más lejos, conocemos esas historias y son nuestras historias. Por supuesto, en aquellos años fundacionales, ingleses y españoles eran aún más tajantes: solían matar a los que lo intentaban, en general, con armas en las manos.
(Ver más: Cataluña: una crisis que no termina)
Yo —disculpen la intrusión— no aliento la independencia catalana porque me desalientan las naciones, porque creo que son instrumentos de dominio y engaño y que el mundo estaría mejor sin ellas y que en lugar de crear nuevas habría que disolver las viejas y encontrar otras formas para convivir. Pero si reconocemos que por ahora existen y que podrían ser mejores y que vale la pena intentarlo, me cabrea la solución catalanista de cortarse solos: no tratar de juntarse con el resto de sus connacionales para mejorar el país de todos sino suponer que si los abandonan y se hacen otro vivirán mejor. Hay, allí, una idea de solidaridad que está faltando.
Pero reconozco que nunca he visto modos más educados, más amables —casi ingenuos— de intentar montar una nación que los que desarrollaron, estos años, los independentistas catalanes. Consiguieron votos, se aliaron, debatieron, intentaron discutir con el poder central, intentaron varias veces convocar un referéndum —una votación, una compulsa democrática— y, como ese poder los reprimió a palos, se reunieron en su Parlamento y proclamaron una independencia que nunca concretaron: aquella noche, la bandera española siguió ondeando sobre la Generalitat.
(Ver más: Independentistas catalanes protestan tras un año del referéndum)
Entonces el poder central intervino, con toda lógica —¿cuál es la primera función del poder sino conservar el poder?—, y tomó el mando y arrestó a varios de esos jefes. Llevan un año en prisión preventiva y ahora vienen los juicios, que prometen transformar ese encierro dudoso y provisorio en legal y definitivo.
Es un problema político serio. El Partido Socialista Obrero Español (PSOE) llegó al poder en junio con el apoyo de los diputados independentistas y se esperaba que descomprimiese la cuestión catalana: que iniciara un diálogo que su predecesor, el Partido Popular (PP), había evitado a toda costa. Lo intentó, pero es muy difícil para un gobierno dialogar con partidos cuyos jefes están presos en sus cárceles. Como es muy difícil, para esos partidos —para su imagen pública, para sus seguidores— dialogar con un Estado que aprisiona a sus jefes.
Es probable que el PSOE no quiera penas tan terminantes, pero no puede hacer mucho: debe respetar la separación de poderes y la cuestión está en manos del Poder Judicial. Fue la estrategia —el desatino— del expresidente Mariano Rajoy, quien hizo que las instancias políticas, electas, del Estado, tercerizaran las decisiones en unos señores cooptados por su propia corporación: los altos jueces. Que, en general, se sitúan muy a la derecha de la sociedad española y la someten a sus voluntades. (Aunque cada vez despiertan más rechazos: hace tres semanas el Tribunal Supremo decidió que los bancos tenían que pagar los impuestos de las hipotecas que acordaban; al día siguiente los bancos perdieron fortunas en la Bolsa; al otro día el Tribunal retiró su sentencia: fue un escándalo).
(En video: Cataluña, en punto muerto a un año del referendo independentista)
Al gobierno de Rajoy le convenía esa estrategia de confrontación: escalar el conflicto le permitía plantarse como el Defensor de la Patria, el Garante de la Integridad de España; el revuelo de banderas le servía para ocultar las condenas por corrupción que su partido venía sufriendo y que terminaron por echarlo. Pero ese camino lleva a situaciones sin salida, conflicto puro sin solución alguna.
En esa lógica se inscriben estas penas. En España —y, por lo tanto, por ahora, en Cataluña— el homicidio doloso —matar a alguien a propósito— cuesta de diez a quince años; el homicidio imprudente —matar a alguien sin querer— cuesta de uno a cuatro. Veinticinco años de cárcel para un señor que declaró frente a un parlamento que su región sería un país parecen un exceso. Una de las primeras condiciones de cualquier ley, cualquier sentencia, es que su necesidad y su lógica sean comprensibles. Cuando una ley o una sentencia no se entienden, no funcionan.
Estos políticos catalanes no serán condenados por sus hechos sino por sus intenciones. Sus hechos fueron moderados: pensaron, discutieron, organizaron, proclamaron; sus intenciones eran mayores: dividir el Estado español para crear un nuevo Estado. Por esas intenciones, claramente políticas, personas muy amables pueden pasarse años y años en la cárcel. No parece justicia sino represión en su versión más cruda; no la pena apropiada al delito sino una advertencia: que todos sepan que si quieren cambiar en serio las instituciones españolas su castigo será terrible.
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Es un modo posible, que suele despertar dos reacciones: los más temerosos o menos convencidos se retraen, intentan olvidar; los menos temerosos y más convencidos deciden que la vía pacífica no sirve para enfrentar esas respuestas violentas, y buscan otras formas. Ese es, ahora, el peligro mayor. La represión produce, junto con el miedo, una espiral de acción y reacción, un crescendo imparable.
Los catalanistas siempre quisieron dialogar, votar, encontrar modos; si el Estado central les sigue contestando con violencia, aparecerán los que supongan que la única respuesta es la violencia. En los hechos, no hay nada más fácil: veinte o treinta muchachas y muchachos alcanzan para un cataclismo. Y, entonces, la culpa será de quienes no quisieron escuchar; la desgracia, de todos.