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Antes de la pandemia de coronavirus, las mujeres y niñas de todo el mundo realizaban, según datos de ONU Mujeres, tres veces más tareas en el hogar que hombres y niños; casi cuatro meses después de que se decretaran las medidas de aislamiento por el virus en 192 países, ellas están pagando la factura más alta de esta emergencia mundial: trabajan más, reciben menos dinero, duermen menos, sufren graves problemas psicológicos y, como si fuera poco, soportan más violencia.
En tiempos de pandemia ellas están pasando, en promedio, ochenta horas a la semana realizando trabajos remunerados y no pagos en la casa; a eso hay que sumarle cuatro horas más si alguien de la familia está enfermo; mientras que los hombres pasan 57 horas solo en labores remuneradas. Seis de cada diez mujeres viven en pobreza de tiempo (no tienen un minuto libre), lo que afecta solo a tres hombres.
La pandemia no solo evidenció las graves diferencias sociales, sino que amplió la brecha de género. Para contener el avance del coronavirus se cerraron escuelas, guarderías, asilos para ancianos y muchos hombres perdieron su empleo; así, además de asumir la responsabilidad de la provisión de sus hogares (57 % de mujeres en América Latina son cabeza de familia, según datos de la Cepal), ellas tuvieron que apropiarse de nuevos roles: profesoras, enfermeras, cuidadoras, cocineras, aseadoras y muchas más tareas dentro del hogar.
Estudios realizados en China y Europa demuestran que aunque los hombres y mujeres tienen las mismas probabilidades de contagiarse, la tasa de mortalidad entre los varones es más del doble; pero cuando hablamos de consecuencias económicas y sociales, es el género femenino el que lleva la peor parte: solo en Estados Unidos, el 55 % de los veinte millones de trabajos perdidos en abril eran ocupados por mujeres, según la Oficina de Estadísticas Laborales.
El último informe de desempleo en Colombia, presentado por el DANE el pasado martes, revela algo parecido: en mayo se perdieron tres millones de empleos, de los cuales 1,6 eran ocupados por mujeres; frente al 1,4 en cabezas masculinas. En nuestro país, tres de cada diez mujeres de quince años o más no tienen un ingreso propio, en contraste con uno de cada diez hombres en el mismo rango de edad. El índice de pobreza de la ONU indica que por cada cien hombres pobres hay 118 mujeres en las mismas condiciones. El coronavirus solo empeoró las cosas: de 126 millones de mujeres en la región que trabajan en el sector informal, un 65 % ya no tiene ingresos.
La doctora Nicole Mason, presidenta y directora ejecutiva del Instituto para la Investigación de Políticas de la Mujer en EE. UU., señaló que a las mujeres les será más difícil recuperarse económicamente de la pandemia porque “muchos de los trabajos perdidos no volverán y ellas se verán afectadas para volver a entrar en la fuerza laboral, porque necesitarán flexibilidad de horarios para lidiar con el cuidado de los hijos, enfermos en casa y otras labores invisibles que se han asumido como “propias” del género”.
Danny Ramírez Torres, candidata a magíster en estudios de género y socióloga de la Universidad Nacional, explica que “las mujeres son el anillo central de cuidado en la casa: se encargan de la economía y de la esfera emocional de todos, dejando de lado lidiar con sus propios problemas, lo que trae un sobrecosto de los recursos físicos y mentales”.
Esa sobrecarga en el hogar ya comienza a pasar factura. The Washington Post reveló que las mujeres científicas fueron invisibilizadas durante la pandemia, pues su aparición en medios de comunicación es residual y publican un 60 % menos investigaciones que antes de que estallara la crisis sanitaria. En Perú, México y Ecuador ellas reportan tener que trabajar cuando todos se han ido a dormir, dedicando apenas cuatro horas al descanso; igual sucede en Colombia, Brasil, Argentina y Chile. “Ellas están durmiendo apenas cinco horas, en promedio, y eso cuando no deben asumir otras cargas dentro del hogar”, agrega la doctora Mason.
La Universidad Javeriana de Cali realizó un seminario web sobre la economía feminista, en el que participaron expertas como la exministra Cecilia López, presidenta del Centro Internacional de Pensamiento Social y Económica (Cisoe), quien propuso “darle peso a la economía del cuidado porque da bienestar y financieramente produce lo mismo que la salud o la educación”.
“¿Cómo vamos a salir las mujeres de esta pandemia? Mal. Esto nos hizo retroceder una o dos décadas, se va a normalizar el trabajo en casa, se reducirá la mano de obra femenina, muchos de los derechos ganados se van a perder, muchas niñas no podrán volver a estudiar, se perdió casi todo”, agrega Ramírez.
Y aunque el malestar psicológico ha aumentado en forma general (46 %), un estudio de la Universidad del País Vasco en colaboración con las universidades de Barcelona, Murcia, Elche y Granada, entre otras, confirma que el gran impacto psicológico de la pandemia lo sufren las mujeres con síntomas como miedo, ansiedad, depresión, pérdida de optimismo, confianza y energía.
Varias mujeres de América Latina le contaron a El Espectador cómo han afrontado la cuarentena y qué problemas han experimentado. ¿Qué cree que podemos hacer para ayudar a las mujeres en esta cuarentena? ¿A qué ha tenido que renunciar en la pandemia? Únase a la conversación y envíenos su historia a alagos@elespectador.com. También puede participar a través de sus redes sociales usando la etiqueta #MujeresEnCuarentena
ARGENTINA
Mariana Mondini, arqueóloga, investigadora y docente
He tenido el privilegio de poder sostener el aislamiento social preventivo mientras trabajo desde casa. En realidad es un derecho, y bastante básico, pero en vista de la situación de la mayoría de las mujeres de nuestro continente es que me siento muy afortunada. Ahora bien, esto implica de todos modos un enorme esfuerzo adicional al que usualmente hacemos las mujeres. Necesito comenzar el día muy temprano (quitando horas al sueño) para poder disponer de parte del tiempo en el cuidado doméstico de la casa y el acompañamiento de mi hija, que incluye hacer las veces de educadora, pero también compartir lo más posible con ella en los confines de nuestra casa, que es ahora nuestro mundo, para que atravesemos la cuarentena saludablemente. Además muchas tareas habituales de mi trabajo han tenido que adaptarse a entornos virtuales que requirieron de entrenarme para adquirir ciertas herramientas. Esto es particularmente clave en la docencia universitaria, donde cada alumno está a su vez atravesando la misma situación extraordinaria y buscamos colaborar lo más posible para que puedan sostener su educación.
Hemos tenido que atender múltiples frentes simultáneamente, que incluyen los cuidados que mencionaba, mientras no desatendemos nuestras propias carreras y las de los que nos siguen (los estudiantes y becarios que dirigimos, los alumnos de la facultad). Si bien algunas instituciones académicas seguramente tendrán en cuenta esta situación y no evaluarán nuestro desempeño en estos meses con la misma vara que en tiempos prepandemia, la mella de esta situación para las mujeres en el corto y mediano plazo, y en muchos casos incluso en el largo plazo, será profunda.
Para todas las que estamos asumiendo tareas de cuidado más intensivas todo esto implicará un freno en la productividad, que impactará en sucesivas rondas de investigación, y en algunos casos también provocará secuelas tales como tener que rearmar laboratorios o equipos de cero cuando pase. Para algunas mujeres podría implicar incluso el alejamiento definitivo de la academia, la investigación científica y la universidad.
BRASIL
Juliana Vilela Pacheco, lingüista
Después de años de avances en la búsqueda de la igualdad de género, en este momento, la mayoría de las mujeres se han visto afectadas por tener que responder tiempo completo por la casa, los hijos y el trabajo. Y aunque suene sencillo, armar un cronograma para organizar las demandas de la casa, que siempre recaen en las mujeres, es un trabajo que desgasta y crea tensión; además, ante la ausencia de clases presenciales, la mayoría de las madres asumieron un papel principal en el proceso educativo que antes se delegaba a las escuelas. Lo hacían antes, pero como acompañamiento, no el 100 % del tiempo como ahora. Están cansadas, porque tuvieron que unir las demandas de la casa con las escolares y, además, trabajar en la oficina y en la casa.
En este escenario, la progresión en las carreras de las mujeres se ve impactada. Nuestra productividad ha disminuido debido a esas múltiples demandas; además perdimos un gran apoyo durante la pandemia: los abuelos y la familia que nos ayudaban para poder cumplir con nuestras metas. El desempeño laboral ha disminuido y la promoción de las mujeres puede verse directamente afectada en el futuro debido a todos estos factores.
Mi mayor temor es el regreso a las viejas costumbres, porque muchas mujeres que eran emprendedoras, en el área de belleza, eventos y otros, perdieron a sus clientes y parte de la autonomía financiera que se logró. Y lo que les puede quedar es un retorno a la tradición de las “mujeres del hogar” y un gran revés en el proceso de generar igualdad. Lo que he escuchado es “creo que no lo haré”, pero lo hemos hecho dentro de nuestros medios. Sin embargo, la pregunta que me hago es: ¿cómo seremos todas las mujeres al final de este ciclo?
ECUADOR
Liset Lantigua, escritora, coordinadora de la Red Metropolitana de Bibliotecas de Quito
Llegué a este tiempo con trabajo y he seguido igual. Formo parte de la cifra pequeña de la estadística. Tengo una ventana desde la que veo la ciudad, su silencio pesado, que casi no se entera de las activaciones: la apertura de sitios y la circulación hasta más tarde, el gas (en Quito el camión que lo reparte lleva una de esas canciones que solo suenan bien en el recuerdo, décadas después) y otros sonidos demasiado aplastados por el silencio. Cayó a pulso sobre las casas desde marzo, con tal eficacia, que logró espantar a las palomas.
Yo había pedido, en posición fetal, de rodillas, derrumbada y de pie, que se fueran, porque, hipersensible como soy al ruido, me sobresaltaba oírlas a cualquier hora. De pronto comencé a vivir sin ese sobresalto. Pasé directamente al nuevo estado sobresaltado de las noticias, del horror continuo, rajado, emotivo, ensordecedor de las redes sociales. Porque aquí mismo, en Guayaquil (que olía a La Habana y a río, la ciudad caóticamente caliente y alegre del Ecuador) la gente se estaba muriendo y se estaba quedando, aun muerta, a la espera de ser llevada al sitio de la muerte, como si la pandemia trastocara las cosas al punto de forzarnos, hasta sin vida, a esperar.
Dejé de dormir. He vivido el insomnio más ininterrumpido de mi vida. Mi cuerpo se ha acostumbrado a unas pocas horas de sueño y a plantarse frente al ordenador por las mañanas, quiera o no quiera, porque estoy en la parte reducida de la estadística y el verbo que viene es “seguir”. No he podido hojear los álbumes de fotos, arreglar los rincones ni encender el horno. No sé por cuánto tiempo estaré de este lado. Me abruma el no futuro, su extravío. Siempre había creído que éramos capaces de doblar la apuesta desde donde fuera: frontera, comisaría, quirófano, incluso desde la nada las mujeres soplamos un algo de luz hacia allá… y el desfiladero aparece y pasamos. Por suerte, afuera de la burbuja están los libros. Todos los días leo por teléfono, llevo —llevamos (no soy la única que lee)— la biblioteca así. Hoy un niño se puso a tocar una armónica cuando terminé de leerle el cuento de un tiburón que había llenado de música el mar con una de ellas. Hoy, por primera vez desde marzo, el silencio de afuera calló. Cayó abatido por esa coincidencia afortunada que dice de la vida lo que no dicen los medios, la estadística ni la ciencia. Presiento que hoy dormiré.
COLOMBIA
Silvia Otero Bahamón, profesora de Estudios Internacionales, Políticos y Urbanos. U. del Rosario
Son las seis de la mañana y me detengo a ver cómo mis lágrimas van empañando la careta que llevo puesta desde hace seis horas, desde que llegamos a la otra clínica. Cada vez veo menos. Hace un segundo forcejeaba con mi hijo de un año para que se dejara poner el tapabocas, infructuosamente. Hace un minuto me informó el camillero de la ambulancia que nuestro traslado a esta clínica fue inútil. No hay radiólogo a esta hora para tomar la ecografía abdominal a mi hijo, que lleva dos días llorando. Pienso en todo el esfuerzo que hemos hecho durante más de 90 días de encierro, en las decenas de horas qué pasó mi hijo mirando los carros por la ventana, en que aprendió a caminar en cuarentena y que por meses no ha caminado en un lugar distinto del apartamento, en todo lo que hemos tenido que sacrificar para acabar aquí, en los corredores de una clínica de la ciudad asiduamente visitada por pacientes de COVID-19 de forma totalmente inútil, pues no podrá hacerse el procedimiento. La angustia, la ansiedad, la preocupación, la frustración por la situación y por las posibles consecuencias de esta visita al centro de salud se pelean para seguir empañando mi careta.
Hablo desde el privilegio de ser una joven profesional que ha mantenido su trabajo e ingresos, y que cuenta con ayuda para el cuidado de los niños. Sé perfectamente que mi situación es compartida por una privilegiada minoría. Soy consciente de ese privilegio y trato de ser responsable con él. No me siento cómoda quejándome, sabiendo que mis penas son tan menores comparadas con las de otras personas. Entiendo bien que las incomodidades de estar con mis hijos en mi casa todo el día; de compartir los espacios de estudio, trabajo y diversión; de ser interrumpida 40 veces en una jornada; y de tener que hacer y estar pendiente de cosas que antes otros hacían por mí a la final son muy llevaderas. Esto hace que sienta que mis problemas e incomodidades en la cuarentena sean ilegítimas, que no tenga derecho a quejarme. No sé bien cómo procesar eso. Me da un poco de alivio pensar que en el contrato ficticio que suscribí cuando decidí tener hijos no había coronavirus.
Me gustaría mencionar qué es lo que me ha resultado más difícil de todo: la carga emocional de mantener un entorno de bienestar y tranquilidad para mis hijos mientras yo estoy llena de angustias y preocupaciones por el futuro, por lo que están perdiendo, por los costos cognitivos del encierro, por nuestras familias, por lo que pueda pasar, por la posibilidad de enfermarme y dejarlos solos. Vivo una suerte de “esquizofrenia cotidiana” en la que en el día hago lo posible para que el coronavirus no se note, mientras que en la noche me desvela su infinita permanencia en mi cabeza. Ese día en los pasillos de esa clínica, sentí que no había servido de nada mantener esa esquizofrenia. Pero empezó un nuevo día. El bebé se calmó finalmente, canto unas canciones de cuna, duerme finalmente. Continúa la rutina de seguir fingiendo que nada pasa.
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MÉXICO
Margarita Solano Abadía, escritora y educadora de paz
Sí, habitamos un mundo raro. Encerrarse por más de tres meses y ver la vida pasar tras una ventana ya es extraño. Ver salir medusas en los canales de Venecia o caminar por las calles de Reino Unido y encontrarte con 70 cabras parece más el guion de una película de ficción hollywoodense que nuestra nueva normalidad. La mía como escritora, educadora, esposa y mamá, se resume en una acción: trabajar 24 por 24 horas siete días a la semana con dos niños en la oficina durante 90 días… y los que resulten.
No ha sido fácil escribir en cuarentena. Mis mañanas eran sagradas, metódicamente planeadas para que, mientras mis hijos van a la escuela y mi esposo a su oficina, yo pueda disfrutar del silencio y la meditación para teclear las letras del mes, mis compromisos periodísticos del año. Pero la COVID-19 mandó mis mañanas adonde uno manda a la gente cuando se entromete de más: a la fregada.
Llevo 90 mañanas siendo la maestra de mis hijos de forma obligatoria durante cuatro horas al día y una hora más para que hagamos juntos las tareas de matemáticas, conocimiento del medio, inglés, español y computación. Nadie me preguntó si podía o quería ser la nueva maestra en casa, si tenía disponible una computadora con internet para cada hijo o si no había problema con que mi sala fuera remodelada en un salón de clases. Esta es mi nueva normalidad.
Entre las 9 a.m. y la 1:30 p.m. acompaño a mis hijos de ocho y seis años a sus clases virtuales. Descubrí que es una proeza conseguir que mi hijo mayor se siente 15 minutos seguidos a escuchar una clase. No he contabilizado cuántas veces debo sacarlo debajo de la mesa para que regrese al asiento, sumado a las otras tantas que se inventa ir al baño, porque prefiere encerrarse en el WC que retomar las clases en línea. He gritado su nombre tan fuerte para que salga de su escondite mientras su maestra real pasa lista, que de repente sale mi esposo al rescate antes de que toque alguna vecina entrometida a preguntar la razón de mis gritos matutinos. Así es mi nueva normalidad. El pequeño de seis años, que siempre ha sido más tranquilo, ahora imita a su hermano mayor. Aprendió a bloquear la cámara y el micrófono de la tableta y a decir que no escucha bien lo que dice su maestra, para que crea que no han puesto una nueva actividad. Después de semanas inventando cómo hacer menos estridente mi fracaso como maestra en casa, decidí dejar ambas computadoras en altavoz para escuchar las clases de dos salones, las interrupciones y conversaciones de 25 niños y niñas, la corneta del señor que vende pan en la calle, el vecino que da clases de zumba, la decena de llamadas que recibe mi esposo de su nuevo teletrabajo, la licuadora que prepara la salsa del espagueti y los 134 mensajes de los dos chats de mamás recibidos en menos de tres horas. Inhalo, exhalo.
Cuando las maestras de ambos salones se despiden de la jornada, me paro lentamente y me escondo como mi hijo mayor en cualquier lugar del apartamento con la esperanza ingenua de que nadie pronuncie mi nombre por cinco minutos. Alcanzo a mirar el reloj de mi celular: son las 1:45 p.m., no he editado un texto que saldrá próximamente en España, tampoco he mirado de qué se trata la sexta tarea de la maestría que curso en educación y mis hijos me encuentran, me abrazan y me dicen al oído: “Tenemos hambre, mami”.
Mis letras en la computadora comienzan a salir en la noche, cuando logro dormir a los infantes de mi vida y mi cabeza pide clemencia atiborrada por el ruido. Comienzo a pensar que la nueva normalidad me rebasa. Me rebasa tener la casa limpia todos los días, me rebasa cocinar y dar de comer a cuatro personas cada cuatro horas, me rebasa la maestría que curso en línea aunque la amo, me rebasan la incertidumbre y los textos que no he escrito. Hago una pausa y alcanzo a escuchar una nota en el noticiero de las 9 p.m., desde mi recámara, que dice que durante la cuarentena se dispara en América Latina la violencia de género: “Mujeres encerradas con su abusador”, dice el presentador y yo suspiro. ¿Por qué será que las mujeres salimos mal libradas en casi todo, incluso en la pandemia?
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