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Desde la óptica de la noticiabilidad, las inequidades asociadas al período no son nada taquilleras. De ahí que la valiente portada del sábado pasado de El Espectador sobre esta problemática invita a visibilizar y denunciarla.
Pese a ser un fenómeno tan natural como comer o respirar, frente al sangrado mensual existen grados escandalosos de estigmatización en todo el mundo, en especial por quienes no menstrúan. Al ser un tema tabú, todo aquello relacionado con el período, como la falta de acceso a productos sanitarios, educación sobre la higiene menstrual y los baños, agua, alcantarillado y manejo adecuado de desechos de más del 60 % de los 800 millones de mujeres —según el Banco Mundial— que tienen la regla a diario pasa prácticamente desapercibida. Ni hablar de la cadena de injusticias que ello genera para mujeres, niñas adolescentes y personas trans o de género no binario, comenzando por la interrupción de la educación y la pérdida del empleo.
La pobreza del período no solo afecta a los países de renta baja y media, sino que castiga a los sectores más vulnerables de los más desarrollados, por lo general individuos jóvenes, de bajos ingresos y de color. En consecuencia, han aumentado los llamados globales a que los tampones y las toallas higiénicas dejen de ser considerados artículos de lujo. Si bien en lugares tan disímiles como Colombia, Australia, Canadá, India, Inglaterra, Kenia, Malasia y Ruanda se ha abolido el IVA a dichos productos, y en Escocia se aprobó hace poco su gratuidad universal, en la mayoría se siguen considerando bienes no esenciales. Para la muestra, en Estados Unidos, donde solo diez estados han eliminado el impuesto al tampón, los productos de higiene menstrual no están cobijados por el programa nacional de cupones para alimentos. En prácticamente todos los contextos nacionales, la inaccesibilidad de dichos artículos por su costo obliga a utilizar alternativas inefectivas y poco higiénicas, acentuando la vergüenza, así como el riesgo de infecciones.
La pandemia ha exacerbado esta situación en la medida en que el desempleo, la deserción escolar, la falta de recursos y la disrupción de las cadenas de suministro han afectado de manera desproporcional a la población femenina y transgénero. Sumado a ello, la desviación de recursos hacia la lucha contra el COVID-19 ha significado que la mayor parte de asistencia para aquellas comunidades marginadas en ámbitos como agua, higiene y saneamiento se haya enfocado en la pandemia, obviando la necesidad de seguir apoyando la salud menstrual. Aunque aún hay insuficiente investigación científica, las evidencias anecdóticas sugieren que el estigma y la ansiedad asociados al período afectan la autoestima y la estabilidad emocional. En un contexto mundial en el que las condiciones de vida de muchas de quienes experimentan la menstruación tienden a empeorar, no se trata de un asunto menor.
Las necesidades insatisfechas de cientos de millones de personas en materia de higiene y educación menstrual tienen consecuencias devastadoras, ya que frenan no solo las perspectivas de educación y trabajo, sino prácticamente todos los objetivos de desarrollo sostenible (ODS) de la ONU. De allí que la equidad menstrual debe ser un derecho humano fundamental. Combatir los tabúes culturales para generar mayor sensibilidad y conversación sobre el período es un paso necesario en esta inaplazable lucha.