Perón, origen y pretexto de las crisis argentinas

Eva Duarte y Juan Domingo Perón marcaron la historia de los argentinos y fueron determinantes en las crisis que vivieron, desde la primera presidencia del caudillo. Aún después de muertos siguieron incidiendo.

FERNANDO ARAÚJO VÉLEZ
09 de septiembre de 2018 - 02:00 a. m.
Eva Duarte y Juan Domingo Perón, una pareja que marcó a sangre y fuego a Argentina. / AP
Eva Duarte y Juan Domingo Perón, una pareja que marcó a sangre y fuego a Argentina. / AP
Foto: ASSOCIATED PRESS

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Más que rebelión, más que indignación, mucho más que ideas, tenían rabia. La rabia de los últimos días porque las medidas económicas de un ministro de finanzas de apellido Cavallo, firmadas por el presidente Fernando de la Rúa, los estaba dejando sin un peso, y no podían sacar ni consignar dinero de los bancos porque no había dinero en los bancos y ya no alcanza la plata. La rabia y el miedo de que no hubiera futuro, y por ahí, de que retornaran los militares al poder, como en 1976. Y con los militares, el odio, un nuevo odio, la represión, la inflación controlada a punto de medidas patrioteras, los desaparecidos, la impunidad y la muerte. Tenían rabia. Iban hacia la Plaza de Mayo y la rabia se les notaba en los ojos rojos, las venas inflamadas, las manos temblorosas, los pies ligeros, los cánticos de guerra: “Que se vayan todos, la puta que los parió, que se vayan todos”. Se atropellaban, y mientras cantaban y poblaban las calles, les daban con lo que tuvieran a sus cacerolas. Llegaban desde el sur, desde el norte, desde más allá del barrio de La Boca, desde la avenida de los Libertadores, desde la ciudad de La Plata, e incluso desde Rosario y el Chaco. Llegaban, cantaban, rabiaban, y cada minuto que pasaba estaban más enojados.

A las siete de la noche de aquel día, marcado como 19 de diciembre de 2001, habían llenado la Plaza de Mayo. Eran 300 o 500 mil argentinos. Con banderas de Argentina y con trapos rojos y piedras en los bolsillos. Cantaban y no dejaban de cantar, y con sus cantos se iban envalentonando. Unos se pegaron a la reja que separaba la Casa Rosada de la plaza. Y de ahí hacia atrás, la muchedumbre era un mar de rabias. Encendieron fuego. Lanzaron antorchas sobre la reja. Los policías federales retrocedían. No había una sola fuerza militar en el mundo que pudiera detener a tanta gente tan furibunda. Las cámaras de los noticieros filmaban desde afuera, o desde el techo de los edificios circundantes. Entre aquella multitud no cabía un solo periodista. La reja tambaleó. Se desplomó, como en los estadios. Sin embargo, los manifestantes, que eran dolientes, que eran víctimas, se quedaron en su lugar, y desde ahí vieron que llegaba un helicóptero, y luego vieron al helicóptero irse, y alguien dijo que era el presidente De la Rúa, que ahí iba el presidente. Los cánticos arreciaron. Pasaban de De la Rúa a Cavallo, retrocedían a los tiempos de los “milicos”, recordaban a Carlos Menem, ovacionaban a Raúl Alfonsín, reverenciaban a Perón y a Evita, se aglutinaban en torno a Maradona y con Maradona había júbilo, y luego volvían a De la Rúa y a las puteadas. Le puede interesar: Cinco claves para entender la crisis del peso argentino

La televisión transmitía los sucesos. La gente, la plaza, el helicóptero, De la Rúa, y entre toma y toma recordaba otros sucesos, aquella misma plaza y aquella misma Casa Rosada. Recordaba, por ejemplo, los días de mayo del 52, cuando Evita Perón pasó por última vez por ahí y dio su último discurso desde el balcón de la casa de gobierno. Pesaba 37 kilos. Un cáncer de útero la carcomía. No se podía mantener en pie, pero al lado de su marido, Juan Domingo Perón, se había paseado por Buenos Aires en un descapotable. Dijeron que la habían llevado atada a un cinturón metálico, que le aumentaron sus dosis de morfina y le fabricaron un soporte de yeso. La gente comentaba que le habían enyesado la manga pues no había bajado su brazo durante todo el trayecto. Una semana antes había pronunciado el último de sus discursos desde la Casa Rosada. Se había arrastrado hasta el balcón con un vestido muy ancho que le ocultaba las llagas y los moretones de la quimioterapia. Su esposo la sostenía por la cintura. Al final de aquella tarde la tomaría en sus manos para decir que “no había más que una muerta”. El cáncer la había destruido físicamente, pero su energía estaba intacta. “Si es preciso, haremos justicia con nuestras propias manos”, gritó. Se refería a los enemigos de Perón, y de alguna manera anticipaba lo que iría a ocurrir en el 55, cuando “la Revolución Libertadora” lo derrocó.

De cualquier forma, Perón ganó las elecciones del 4 de junio de ese año para su segundo período. Ella había deseado ser su fórmula como vicepresidenta, pero el mismo Perón y los militares se habían opuesto. Ya vivía en un cuarto, aislada, lejos de su marido, que se negaba a verla, lejos de la gente que la amaba y se engañaba sobre su verdadero estado. El sábado 26 de julio de 1952, a las 11 de la mañana, su hermana Elisa fue a reemplazar a quien la cuidaba. “Pobre vieja”, suspiró Evita. “¿Por qué pobre?”, preguntó su hermana, como si no entendiera, para luego decir que la vieja estaba bien. “Sí, ya lo sé. Lo digo porque Eva se va”, murmuró. Y se fue. El anuncio oficial sentenció que había fallecido a las 20:25, pero muchos creen que fue antes del mediodía. Otros, que ocurrió hacia las dos de la tarde. Más allá de la hora, ese sábado nació un mito que la Argentina jamás olvidará. El Gobierno ordenó luto por tres días, y la radio, cada vez que daban las 20:25, anunciaba la hora añadiendo: “Es la hora en la que Eva Perón entró en la inmortalidad”. Su inmortalidad había empezado a escribirse siete años atrás, en una Argentina convulsionada, como siempre, e inmersa en una más de sus crisis. Los Perón dividirían la historia en dos.

“En el teatro fui mala, en el cine me las supe arreglar, pero si en algo fui valiosa fue en la radio”, confesó Evita a mediados de 1950. Ya era la Evita de los “menesterosos”, la esposa de Juan Domingo Perón y la sangre del peronismo. Su carrera artística era escudriñada por sus fanáticos y sus enemigos. Unos escribían la historia blanca, y los otros, la negra. Por la mitad iba la otra, la verdadera. En 1939 la llamaron para que fuera la protagonista de un radioteatro que escribía para ella el novelista Héctor P. Blomberg, un tipo de corte nacionalista y popular. A Evita le encantaban los personajes transmitidos a toda la Argentina por su voz. Se sentía la heroína que desde niña había querido ser, y poco le importaba que las altas clases se burlaran de su tono, su acento y sus giros. “Lo que nos divertía aquella voz guaranga que hacía de emperatriz con tono tanguero. Era para morirse de risa. Nosotros esperábamos con impaciencia la hora del radioteatro y luego lo comentábamos con los amigos. Creo que contribuimos mucho a la celebridad de Evita”. El recuerdo de la poetisa Gloria Alcorta contrastaba con el de las mujeres humildes que en sus casas, en las fábricas o en la oficina lloraban con las historias de aquella Eva Duarte que hacía publicidad para jabones y aparecía mes tras mes en las revistas de farándula. Cuentan que por marzo del 42 dejó su mohosa pensión para mudarse a un barrio con todas las letras.

“La gente de la farándula decía que ese departamento era un regalo del coronel Aníbal Imbert”, escribió luego Pablo Raccioppi. Imbert era amigo de Perón. Durante su gobierno colaboró con él y con el Vaticano para ayudar a 90.000 nazis a establecerse en la Argentina, entre ellos Martin Bormann, Adolf Eichmann y Joseph Mengele. A mediados del 45 otro alemán, el millonario Ludwig Freude, le regalaría una mansión a Evita en uno de los barrios más aristócratas de Buenos Aires, Belgrano. Eran muchos los alemanes dentro de esta historia, que tuvo su punto más febril entre febrero y julio del 45, cuando cinco submarinos nazis desembarcaron en San Clemente del Tuyú, cerca de Mar del Plata. Llevaban cajas y cajas con letreros en alemán que decían “Secreto de Estado”. Aquellas cajas contenían 17 millones 576 mil dólares; 187 millones 692 mil marcos; 4 millones de libras esterlinas, otras cantidades similares de florines, francos belgas y franceses, 2.511 kilogramos de oro, 4.638 de diamantes y diversas obras de arte. Las operaciones fueron dirigidas por Ernst Kaltenbrunner, jefe de la Policía del Tercer Reich, y los destinatarios de aquellos bienes eran Juan D. Perón y Eva Duarte. Antes de que finalizara la guerra, Perón le había entregado al agregado militar de la embajada de Alemania 8.000 pasaportes argentinos y millares de cédulas de identidad, firmados y sellados, pero sin fotos ni huellas dactilares. Tiempo después, toda la Argentina hablaría de la cuenta suiza que tenían Perón y su esposa. Habría más de un suceso oscuro y algunos muertos por ella. Vea también: En Argentina el dinero no alcanza para comprar carne

Sin embargo, aquella cuenta suiza era lo de menos. Más allá de ella, Perón era el enemigo de las altas clases argentinas, y a pesar de ser militar, de los militares. “Los menesterosos” y “los descamisados” estaban con él. Y de alguna manera, sobre todo a través de Evita, él con ellos. Por eso, en junio del 55, un pesado grupo de militares, auspiciado por un más pesado grupo de empresarios, intentó tomarse el poder a sangre y fuego con una violenta operación aérea sobre la Plaza de Mayo. Decenas de aviones de la Fuerza Aérea dispararon una y mil veces contra una multitud que aclamaba a Perón, con un trágico saldo de más de 300 muertos y miles de heridos. Dos meses más tarde estalló la Revolución libertadora que había anunciado Evita. Perón fue depuesto. Huyó hacia el exterior y acabó en España. La eterna crisis continuaba. Los militares, liderados por el general Pedro Eugenio Aramburu, se tomaron el poder y decretaron una férrea persecución contra todo aquel que pensara diferente. Devaluaron el peso, facilitaron las cosas para las altas clases, abrieron las fronteras para la inversión extranjera, congelaron los salarios y callaron a la prensa, dentro de un plan al que denominaron Prebisch, que había sido recomendado por el Fondo Monetario Internacional. Menos de un año más tarde, entre el 9 y 12 de junio, Aramburu firmó una orden de exterminio y su gobierno fusiló a 31 peronistas en lo que la historia y el escritor Rodolfo Walsh llamarían Operación Masacre.

La crisis social llevó a una nueva crisis económica, la crisis económica a una pasajera democracia liderada por Arturo Illía, y luego, en los 60, a sucesivos golpes militares. Juan Carlos Onganía, Alejandro Lanusse y sus segundos, se encargaron de hacer la Argentina a su imagen y semejanza, y a la imagen y semejanza de los grandes conglomerados económicos internacionales. De ser “el granero del mundo”, pasó a estar en eterno déficit. La sombra de Perón sobrevolaba el país, desde el Chaco hasta Ushuaia, y en su nombre, en el de la Revolución cubana, en el del Che Guevara, e incluso en el de Camilo Torres y en el del nuevo catolicismo cristiano, surgieron varios grupos radicales de izquierda que a partir del 68 eligieron “todas las formas de lucha” y que se concentraron en un solo nombre, Montoneros. Su lema era “Perón o muerte”. Por Perón dieron la vida y mataron, y por Perón desestabilizaron al país. A finales de mayo y comienzos de junio de 1970, sus nombres y su grupo encabezaron las noticias de los diarios del mundo entero por haber secuestrado, enjuiciado y ejecutado a Pedro Eugenio Aramburu. Cuatro años más tarde, luego de que el mismo Perón los hubiera expulsado de la Plaza de Mayo por imberbes y estúpidos, y de una matanza en los predios de Ezeiza entre peronistas de derecha y de izquierda, dos de sus cabecillas, Norma Arrostito y Mario Firmenich, contaron paso a paso cómo secuestraron y mataron a Aramburu.

Dijeron que el tiro de gracia se lo disparó Fernando Aval, el líder del grupo. Que para que no se oyera, martillaron un largo rato en la sala de la estancia La Celma, de la familia Ramus, en Timote, a donde lo habían llevado desde su casa en Buenos Aires. Que el tema de la “compañera Evita”, como la llamaban siempre los Montoneros, surgió el segundo día de su juicio. Cuando lo interrogaron sobre el asunto, Aramburu se paralizó y les pidió a sus secuestradores que apagaran la grabadora. “Sobre este tema no puedo hablar por un problema de honor. Lo único que les puedo asegurar es que ella tiene cristiana sepultura”, dijo. Luego les prometió que haría aparecer el cadáver y pidió lápiz y papel. A la mañana siguiente confesó que Eva Perón estaba sepultada en Roma, con  un nombre falso y bajo custodia del Vaticano, y que la documentación del robo de su cadáver se encontraba en una caja de seguridad del Banco Central a nombre de un coronel Cabanillas. Dijeron que luego del juicio le informaron a Aramburu que iban a proceder, y que el general les respondió: “Procedan”.

El asesinato de Aramburu provocó otro cambio en la presidencia. Salió Onganía y lo sucedió Roberto Levingstone, quien fue depuesto por Alejandro Lanusse un año más tarde a raíz de un nuevo golpe montonero: la toma de la población de Calera, en Córdoba. Sin que nadie fuera capaz de admitirlo, los Montoneros ponían y quitaban presidentes, hasta que lograron que Perón retornara a la Argentina, en 1972. Con el caudillo empezaron a tener posiciones de mando.

Decidían y mandaban, aunque también eran perseguidos por sectores disidentes de las fuerzas armadas, y algunos, asesinados y desaparecidos, como Norma Arrostito, a quien vieron por última vez en los calabozos de la Escuela de Mecánica de la Armada, donde “pasaba horas memorizando el Romancero gitano”, de Federico García Lorca, según relató Pilar Calveiro en Poder y desaparición. El 1º de mayo, Perón los expulsó de la Plaza de Mayo y volvieron a la clandestinidad después de su muerte, en el 74. La guerra estaba declarada contra la ortodoxia peronista y contra las altas clases, que habían creado la Alianza Anticomunista Argentina. La esposa de Perón, María Estela Martínez, Isabelita, asumió el poder y gobernó de la mano de un brujo de apellido López Rega.

En el 76 volvieron los militares, y con ellos, las viejas y no tan viejas persecuciones, con sus sangrientas consecuencias. Perón seguía atravesando la convulsionada historia argentina. Lo seguiría haciendo por años y decenas de años. Le recomendamos:Claudio Bonadio, a la caza de Cristina Fernández

Por FERNANDO ARAÚJO VÉLEZ

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