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El 23 de junio de 2016, el Partido de Independencia del Reino Unido, en manos de Nigel Farage, logró un sorpresivo triunfo después de meses de campaña removiendo sentimientos nacionalistas y aprovechando el malestar de una Gran Bretaña agobiada por la pérdida de oportunidades laborales a manos de oleadas de inmigrantes europeos dispuestos a trabajar por salarios bajos. El 51,89 % de los británicos votaron en el referendo por la opción del Brexit: dejar la Unión Europea.
La cuenta regresiva que da un plazo de dos años para negociar los términos del divorcio con Europa empezó en marzo de este año, cuando la primera ministra, Theresa May, envió a la Comisión Europea la carta en la que activaba el artículo 50 del Tratado de Lisboa, que contempla la posibilidad de que un estado de la Unión abandone el bloque y establece los términos básicos para negociar su salida.
A pesar de esto, para Margaret Green, que trabaja limpiando los pisos de un centro comercial en Devon, una región dedicada a la pesca y la agricultura en el extremo occidental de la isla, los cambios están tardando en llegar. En el momento en que se iniciaron las negociaciones, el pasado lunes 19 de junio, Green seguía siendo la única empleada inglesa entre un numeroso grupo de mujeres polacas que “al parecer no planean irse a ningún lado” y la hacen dudar sobre si tomó la decisión adecuada cuando se dirigió a las urnas el año pasado.
La impaciencia y la incertidumbre ante una economía que sólo creció el 0,2 % en el primer cuarto del año, frente al 0,6 % de los países del bloque europeo, también se han hecho notar en el terreno político. En las elecciones generales del pasado 8 de junio, la apuesta de Theresa May por fortalecer su mayoría en el Parlamento, de cara a las negociaciones en Bruselas, la hizo perder 32 sillas en la Cámara de los Comunes y la obligó a aliarse con el ultraconservador Partido Unionista Democrático de Irlanda para mantenerse gobernando.
En Thames Ditton, a las afueras de Londres, al igual que en el resto del país, la caída del precio de la libra esterlina ha hecho que las frutas y los vegetales en las estanterías de los supermercados sean cada vez más caros. También se ven productos que buscan competir con el único argumento de una etiqueta desafiante y orgullosa en la que se lee “Hecho en Gran Bretaña”. Allí, Graham Pernie, funcionario retirado del Ministerio de Relaciones Exteriores británico y un conservador de vieja data, muestra su desacuerdo con el manejo que le ha dado el gobierno de May al Brexit.
“Nos estamos embarcando en las negociaciones más serias que ha atravesado este país desde la Segunda Guerra Mundial y, a pesar de que los resultados debilitaron su posición notablemente, no veo que el partido conservador busque cambiar su liderazgo”, dice Pernie, quien, además, por primera vez en muchos años, dejó de votar por los azules y optó por los Liberales Demócratas, que “eran el único partido que proponía hacer un referendo para ver si aceptamos o no lo que salga de la negociación”. Una idea con poca acogida si se consideran las 12 sillas, de 650 posibles, que los libdem lograron en las elecciones.
Pernie, que vive en un área suburbana donde varias estrellas de televisión y del fútbol tienen su residencia, insiste en que, por ahora, todo sigue igual: “La gente va a las tiendas y sale a comer los fines de semana. Lo que ha cambiado un poco es el ánimo del país. La gente está mucho más pensativa e inquieta sobre cómo se va a desarrollar el proceso”.
Del otro lado está Karin Litau, quien llegó a Gran Bretaña desde Alemania hace 28 años y trabaja como profesora universitaria.
Después del referendo, Litau empezó a notar que los taxistas y los empleados en las cajas registradoras empezaron a preguntarle con más frecuencia de dónde venía. También se dio cuenta de que las personas blancas y menos educadas sintieron que se volvía legítimo hacer comentarios racistas. “Me siento muy indispuesta con un país que siempre consideré tolerante, pero votó para deshacerse de extranjeros como yo”, señala.
Este año, el número de estudiantes de otros países que llenaban las residencias de la universidad en la que Litau trabaja empezó a disminuir y se espera que el flujo de dineros que el gobierno de la Unión giraba para financiar investigaciones empiece a desaparecer.
Muchos europeos que, como Litau, viven y trabajan en el Reino Unido desde hace años han perdido el sueño por las dudas sobre lo que pasará con sus pensiones o con sus servicios de salud si se ven forzados a regresar a sus países.
Mientras los abogados hacen su agosto con asesorías para tramitar permisos de residencia, el ruido de la salida del Reino Unido de la Unión Europea se empieza a apagar.
Un año después del referendo y por primera vez en mucho tiempo, la intrincada red de detalles que componen la relación entre Gran Bretaña y Europa empieza a surgir en primer plano. Entretanto, la impaciencia de la gente, los terremotos políticos y la incertidumbre económica sólo prometen complicar más unas negociaciones que, en principio, requerirían la calma y la precisión que hace falta para separar a dos siameses.