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¿Se puede decir ya que las elecciones estadounidenses han empezado? En otra coyuntura, ya llevaríamos un año siguiendo las noticias y encuestas para la carrera a la Casa Blanca, pero 2020 no está siendo cualquier año. Sin embargo, a menos de tres meses para la cita en las urnas del 3 de noviembre y en vísperas de las convenciones nacionales de demócratas (agosto 17-20, en Milwaukee) y republicanos (agosto 24-27, Charlotte), es el momento de atender a la contienda entre Joseph Biden y Donald Trump.
Esta vez las convenciones no van a ser eventos concurridos. No puede ser de otro modo por el riesgo que supone la pandemia de COVID-19; deberán cumplir con el trámite de hacer oficiales las candidaturas de Biden y Trump y, a la vez, intentar atraer y movilizar a los ciudadanos en esta campaña electoral tan rara.
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Convenciones ¿para qué?
Si ya se conocen los candidatos de republicanos y demócratas, ¿cuál es el sentido de las respectivas convenciones? Es cierto que ni en Milwaukee ni en Charlotte todo llega decidido, pero eso no exime de la formalidad. Hay que confirmar oficialmente a los candidatos de los respectivos partidos. Cuando, como es el caso, no hay discusión, la convención es la representación de la unidad y funciona como un gran evento de campaña. Las convenciones han evolucionado con el tiempo, gracias a los avances en los medios de comunicación y transporte. Durante el siglo XIX, replicando la naturaleza federal de los Estados Unidos, las convenciones nacionales de los partidos sirvieron para vincular a los grandes jefes nacionales de cada partido con los intereses de los estados y territorios. Los delegados que acudían por cada circunscripción ofrecían su apoyo al candidato que mejor atendiera los intereses de locales y de las élites del propio partido. Las convenciones del siglo XIX eran propicias para establecer compromisos y acuerdos en habitaciones cerradas.
El siglo XX fue haciendo más participativas y representativas estas reuniones políticas. Los delegados tenían menos espacio para negociar y cada vez estaban más atados a los resultados de las primarias de cada estado (las primarias se fueron consolidando poco a poco durante el siglo XX). Aun así, la turbulencia social y política que Estados Unidos vivió en las décadas de 1960 y 1970 se sintió, por ejemplo, en la convención en la que los demócratas debatían entre Kennedy y Johnson en Los Ángeles, en 1960, o en la republicana de Kansas City de 1976, donde Reagan desafió al presidente Ford. La tensión entre las bases —más activas y comprometidas ideológicamente— y las élites de los partidos marcó aquellos años.
Las convenciones competidas resultaban en un gran espectáculo televisivo, ya que podían impulsar a los candidatos dándoles acceso al salón de los votantes durante varias noches consecutivas, aunque también podían erosionar la posible confianza en un candidato que encontraba gran oposición, incluso en sus propias filas.
La lección de que las divisiones se pagan caro en las urnas introdujo la última transformación de las citas partidistas, que en el final del siglo XX y en lo que llevamos del siglo XXI se han convertido en espectáculos mediáticos para el consumo televisivo y de internet. En las pantallas hay que mostrar unidad y sonrisas, tras el largo ciclo de caucus, primarias y debates de los meses previos. Las convenciones son, en estos años, política show. Los delegados han perdido importancia y la han ganado los invitados.
Los comités organizadores se dedican ahora a buscar rostros con los que los votantes se sientan más identificados. Así, al estrado de los grandes centros de convenciones han ido subiendo líderes sociales, activistas (que anticipan los temas de campaña), famosos (actores, cantantes, etc. que hacen donaciones de carisma a candidatos poco empáticos), cargos electos del partido (que ingresan a la política nacional con sus discursos en las convenciones y empiezan a construir reputaciones y famas que albergan futuras aspiraciones), las familias de los candidatos y, por supuesto, los aspirantes a vicepresidente y presidente. La palabra clave es endorsement; es decir, apoyo. Muchas sonrisas y palmadas en la espalda. Coreografiadas poses y ensayados discursos. Se trata de sumar todo el impulso posible de tres días de máxima exposición televisiva y salir de la convención subiendo en las encuestas.
Y es importante que todo esto, por superficial que parezca, salga bien. El huracán Gustav le quitó a John McCain minutos en los noticieros de 2008 y, con ellos, la última oportunidad de recortar la distancia con Obama. La campaña de Hillary Clinton salió malparada por el rechazo que los seguidores de Bernie Sanders y el ala izquierda de su partido le demostraron durante la convención nacional, hace cuatro años. Los republicanos cada vez tienen más dificultades para encontrar celebridades y artistas que manifiesten simpatía por sus causas. Aunque hace cuatro años encontraron la respuesta a ese problema: su candidato era el famoso, la celebridad salida de los realities. Y fue suficiente.
Trump contra todos
El COVID-19 manda y las dos convenciones nacionales van a tener que reinventarse. Si hasta ahora parte del mensaje de unidad se plasmaba en la multitud aplaudiendo al candidato, esta vez no habrá multitudes. Habrá discursos. Habrá rostros familiares o que se harán familiares en el futuro, pero más que nunca las convenciones van a ser virtuales. La respuesta en internet y redes sociales servirá para medir al electorado y su reacción a cada mensaje y frase. Por supuesto, es predecible el uso de bots para repetir y propagar apoyo y crítica.
La perspectiva de eco y vacío no es del gusto del presidente Trump, que llegó a solicitar que, a pesar del COVID-19, se permitiera una afluencia masiva, opción rechazada por las autoridades locales, también tanteó la posibilidad de no ir a Charlotte e intervenir vía teleconferencia, opción desestimada por el Comité Nacional Republicano que organiza el evento. Un ejemplo de promoción del teletrabajo, supongo.
Como hace cuatro años, Trump llega por debajo en las encuestas; hace cuatro años acabó ganado la presidencia. Puede volver a pasar. Porque a pesar de todo, parece que —casi— nada hace mella en él. Ha superado el juicio político al que se le sometió. Una Casa Blanca de funcionamiento disfuncional y errático que progresa a base de tuits y peleas, pero que tiene un gran enemigo: la pandemia global.
La lenta reacción del presidente, minusvalorando su impacto, su rechazo al uso de mascarillas y a otras medidas de precaución pesan. Además, el coronavirus ha impactado en aquello que Trump exhibía más orgulloso: la economía y la creación de empleo. Sin crecimiento económico, Trump se ve en la necesidad de volver a ofrecer su producto favorito: su propia personalidad. Lejos de haberse moderado por el ejercicio de las responsabilidades de la presidencia, sigue siendo fuego y furia. ¿Se han cansado los electores de las rabietas y peleas tuiteras de Trump? Quién sabe. Trump y Pence insistirán en el mensaje defensivo de que ellos, con mano dura, frenarán a los que quieren destruir Estados Unidos, que es una categoría en la que les caben inmigrantes, China, manifestantes (pacíficos y violentos), terroristas y, por supuesto, los demócratas, claro. También dirán que, cuando pase el COVID-19, los republicanos son más capaces de liderar la recuperación y restablecer el crecimiento. Además, habrá que ver si Trump vuelve a demostrar desconfianza en el voto electrónico, si insiste en la conveniencia de retrasar las votaciones y si estaría dispuesto a reconocer una eventual derrota.
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Biden en su laberinto
Ese año empezaba con los demócratas llenos de dudas. El impeachment que habían promovido en el Congreso los perjudicaba y solo servía para mantener movilizados y activos a los seguidores de Trump. No tenían un candidato claro y Bernie Sanders, que acababa de sufrir un infarto, no parecía dispuesto a reconocer su posible derrota. Como si no hubiesen aprendido nada de hace cuatro años.
Pero los meses han pasado y la coyuntura parece haberse alineado para darles ventaja, aun con las dudas. Joe Biden es el candidato menos malo que han encontrado que puede contentar, de momento, a la izquierda y al centro del partido. Su buena labor como vicepresidente con Obama compensa su probada habilidad para hacer declaraciones fuera de lugar cuando tiene un micrófono al frente.
Su elección para vicepresidente ha sido Kamala Harris, hija de inmigrantes, mujer, afro y senadora por California. En medio de las tensiones raciales tras la muerte de George Floyd y las protestas subsiguientes, su figura es un gesto para convocar a todos los grupos demográficos posibles a sentirse integrados en su campaña. Si Harris logra ser ese imán que los demócratas esperan, es posible que ya tengan candidata para la presidencia en cuatro años. Pase lo que pase este noviembre.
La presidencia de Estados Unidos se va a decidir en poco tiempo, por lo que los debates electorales parecen más importantes que nunca. La elección está entre dos hombres blancos de más de setenta años... Los candidatos a vicepresidente nunca parecieron tan importantes.
* Historiador e internacionalista.