Reflexiones de un corto viaje por Israel y Palestina

Tras un viaje de seis días por sus territorios, Jorge Espinosa intenta acercarse en este relato a las complejidades que mantienen a dos pueblos conflicto permanente.

Jorge Espinosa / especial para El Espectador
11 de marzo de 2019 - 05:04 p. m.
Algunos restos de cohetes lanzados por Hamas. / @EspinosaRadio
Algunos restos de cohetes lanzados por Hamas. / @EspinosaRadio
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El escritor israelí David Grossman, cuando escribe sobre el conflicto palestino-israelí, sabe que está condicionado por su educación, por su lenguaje, por los miedos y ansiedades de su país. A pesar de ello, insiste en describir la situación también desde el punto de vista palestino. Solo así, según Grossman, sus lectores escaparán de su propia mirada, de su forma de pensar, de soñar y de ilusionarse. Entonces, podrán entrar en contacto con el punto de vista del otro, aunque el otro sea el enemigo. Esto, que bien podría ser el manual ético y operativo de un buen periodista, lo entiende Grossman como pocos en su país. Trabajó en la radio pública de Israel hasta 1988, fue censurado, se resistió a la censura, lo despidieron, se calzó sus botas y se fue a recorrer la Franja de Gaza para contar su camino en el libro El Viento Amarillo.

Empiezo este texto sobre mi corta experiencia (acompañado de un grupo de periodistas colombianos) en Israel y Palestina mencionando a este referente ético y moral de la región porque, en efecto, el reto principal de cualquier narración sobre el conflicto (cualquiera que sea) es precisamente ese: la multiplicidad de las miradas, la convicción profunda de que allí, sobre el terreno, no hay solo buenos y malos, villanos y superhéroes.

Una noche fría en Tel Aviv, en un restaurante en el piso 52 de un edificio moderno, José Levy, corresponsal jefe de CNN en Israel, los Territorios Palestinos y el Medio Oriente, concluía con la sabiduría que dan los años de trabajo de campo que el problema para los periodistas que cubrían el conflicto es que ambas partes tenían su razón. “Uno habla con un israelí y se dice a sí mismo: tiene razón. Y luego, una hora después, con un palestino y concluye exactamente lo mismo”.

(Puede complementar con: Dos miradas a la cuestión palestina)

Esto, que a la distancia parece una tibieza acomodada, una manera simplona de posar la mirada sobre el conflicto sin mancharse la camisa, es lo que sentí sobre el terreno. Y lo ha sido para generaciones enteras de periodistas que, en distintos momentos de la corta historia del Estado de Israel y la partición de Palestina, han tenido que enfrentarse al desafío de tratar de explicar a sus lectores lo que ocurre en este lugar bíblico y milenario.

La necesidad de una patria, de un territorio con una bandera que los judíos del mundo pudieran llamar país, surgió como una respuesta defensiva a la Shoah, el exterminio nazi de su pueblo durante la II Guerra Mundial. No tener terruño es también una manera de no tener acceso a los muertos, a los ancestros, a una historia común con otros que comparten algo conmigo y con los míos.

El intelectual judío George Steiner, que se define a sí mismo como una persona extraterritorial, le dice a Laure Adler en el libro de entrevistas Un largo sábado, que la condición judía es un gran misterio. Los griegos, reflexiona, tenían inmenso talento, igual que los romanos y los egipcios antiguos, y todos desaparecieron. ¿Por qué –se pregunta- ha sobrevivido entonces el pueblo judío? Su respuesta es, según él mismo, profundamente antisionista: “el judío tiene la misión de ser un peregrino de las invitaciones. La de ser por todas partes un invitado para tratar, muy lentamente, dentro de los límites de sus capacidades, de explicar al hombre que en la tierra somos todos invitados. De enseñar ese arte tan difícil de sentirse en casa en todas partes”. 

Su respuesta es, en efecto, antisionista: el judío ha sobrevivido porque ha sido siempre un peregrino, un viajero permanente, y esa es su labor en el mundo. No necesita una tierra, un terruño, para sentirse en casa. Pero los hechos son tozudos y se empeñan en demostrar que, después de 1948, Israel existe como un Estado-nación. Y que existe en un lugar hostil, rodeado de vecinos que lo miran mal y que quieren negarle su derecho a existir. Desde los tiempos del fundador, David Ben-Gurion, su camino ha sido una historia de resistencia, de lucha, de prevención.

Uno, que por colombiano está acostumbrado a las armas, a viajar en carretera y a ver hombres armados que levantan el pulgar en señal de tranquilidad, se sorprende en Jerusalén, bajo control israelí, cuando en un bar o en un restaurante hay una mesa con cinco jóvenes, hombres y mujeres, sentados comiendo un shawarma con el fusil descansando en el hombro.

Jerusalén, a 754 metros sobre el nivel del mar, está a menos de 20 kilómetros de Ramala, capital política y administrativa de la Autoridad Nacional Palestina (ANP). Para visitarla hay que atravesar un control israelí en el que, con suerte, solo hay que mostrar el pasaporte. Al entrar a Ramala es evidente el contraste entre la riqueza de las ciudades israelíes -el PIB per cápita es de $41.400 dólares, el de Colombia no llega a $6.500 y el de Palestina está alrededor de $3.000- y la de los territorios palestinos.

La ciudad, de unos 40 mil habitantes, es desordenada, con carros chatarra amontonados como paisaje de algunos barrios de la periferia, pero también con múltiples proyectos inmobiliarios en construcción y un comercio pujante. Atravesamos unas calles bien pavimentadas en un día frío y nublado y llegamos a un restaurante en el que nos espera Mohamed Odeh, ministro del gabinete del presidente palestino, Mahmud Abás. Odeh, que pasó por España como diplomático, ha sido el encargado de las relaciones con América Latina.

Se sienta en la cabecera de la mesa acompañado por otro funcionario de la ANP y contesta preguntas por cerca de dos horas. No toca la comida, tampoco bebe nada durante el almuerzo.

Un paréntesis para hacer un pequeño recuento histórico. El 14 de mayo de 1948 el territorio palestino estaba controlado por los británicos. Meses antes, la ONU aprobaba un plan que establecía la partición de Palestina en dos estados independientes, uno árabe y otro judío. Desde entonces múltiples guerras han enfrentado a Israel y sus vecinos árabes, siendo la tercera, la Guerra de los Seis Días, la más significativa. Al final del sexto día Israel ocupó los territorios árabes del Sinaí, Gaza, Golán y Cisjordania, arrebatándolos a Egipto, Siria y Jordania.

Hoy, 58 años después del fin de esa guerra, el mapa político ha vuelto a cambiar: Israel devolvió el Sinaí a los egipcios en 1982 y luego en 2005 salió de Gaza evacuando a unos 8.500 colonos judíos. Hoy, Gaza es controlado por el grupo terrorista Hamas, que a su vez está enfrentado a la ANP. Este breve panorama es clave para entender lo que, en nuestro tiempo, reclama Palestina.Volviendo al almuerzo, pregunto a Mohamed Odeh qué es lo que ellos, los palestinos, quieren para que, algún día, se alcance un acuerdo de paz. “Yo personalmente quisiera la luna, pero es muy complicada”, me dice riendo, y continúa explicando: “entonces, en sustitución de la luna, pues quiero un país independiente y soberano en las fronteras del 67 (es decir, antes de la Guerra de los Seis Días), no es difícil, ni complicado”.

En estos días próximos el gobierno de Estados Unidos, en cabeza del presidente Trump y de su yerno Jared Kushner, presentará el plan de paz para el Medio Oriente. ¿Ven los palestinos a Trump y a su gobierno como un interlocutor válido? Odeh, sin dudarlo, contesta que no porque “ese gobierno decidió sacar de la mesa de negociación los puntos esenciales del conflicto, los refugiados, Jerusalén, las fronteras, ¿qué queda entonces para negociar?”.

Durante el almuerzo Odeh hizo una afirmación controversial relacionada con Gaza y con Hamas, el grupo terrorista que controla ese territorio y que, cada tanto, se enfrenta con el ejército de Israel: a Netanyahu, el primer ministro israelí, le conviene que Hamas exista y que Palestina esté dividida.

Le pido que explique a qué se refiere. Lo primero que aclara, y esto es fundamental, es que una cosa es el gobierno de Israel, y otra cosa es la ciudadanía israelí. “El gobierno de Israel no quiere la paz. Y el mejor pretexto de Netanyahu para no negociar es preguntarse con quién voy a negociar, con éstos o con aquellos (se refiere, por un lado, a Hamas, y por otro, a la ANP). La existencia de dos facciones palestinas es la excusa que usa Netanyahu para no negociar con nosotros”.

Esto me lleva al complejo ajedrez de la política interna de Israel. El 9 de abril habrá elecciones parlamentarias y Netanyahu, acosado por múltiples casos de corrupción, podría no ser reelegido. Las encuestas sitúan a su principal competidor, Benny Gantz, como el favorito –apenas por el margen de error– e Israel se enfrenta, por primera vez en una década, a la posibilidad de no tener un gobierno formado por el halcón Netanyahu.

Ahora, ¿preocupa a los israelíes el asunto palestino?

“No, en absoluto, en el día a día el conflicto no es una preocupación. Mirá, la gente piensa en que los hijos estudien, coman, en ganar lo suficiente para darles educación, tener buena salud, eso piensa el 99%”, me dice Jaime, que nació en Argentina pero que es ciudadano israelí y tiene tres hijas que nacieron y crecieron aquí.

Es verdad que para muchos fue Netanyahu el que logró disminuir los ataques con misiles desde las fronteras, es verdad que viven más tranquilos con él, pero también es cierto que su fortaleza ha estado vinculada al desarrollo económico del país.

Esta tranquilidad, sospecho, explica en buena parte por qué el statu quo le sirve a Israel. Hay, en la comodidad de ciudades prósperas y hermosas, una cierta calma a pesar de los antecedentes históricos, a pesar del latente recuerdo del holocausto, a pesar de la larga historia de un pueblo odiado y perseguido, a pesar de los jóvenes con sus fusiles en la espalda comiendo un shawarma al medio día. Porque quienes viven mal no son los israelíes, son los palestinos, sobre todo los dos millones que viven apeñuscados en Gaza.

Algunos de los datos son aterradores: el 56% de la población sufre de inseguridad alimentaria y cerca del 80% vive por debajo del umbral de pobreza.

Ahora, ¿es todo lo que ocurre en Gaza culpa de Israel y de su férreo control fronterizo? Recordemos que quien administra Gaza es Hamas, que no solo niega la existencia del Estado de Israel, sino que está enfrentado a la Autoridad Nacional Palestina. Y se me antoja, ahora que lo escribo, que esa pregunta es trasnochada, es obsoleta. Porque, en el fondo, el círculo vicioso de la violencia en Gaza no le sirve a nadie, ni a los palestinos que viven allí, ni a Israel, ni a la estabilidad de la región.

(Le puede interesar: Colombia reconoció a Palestina, ¿y ahora qué?)

Por otra parte, ¿podrá Israel decir que tiene un hogar seguro y estable mientras continúe la guerra con sus vecinos?

Ante la posibilidad latente de un cambio de gobierno en Israel, ¿podría volver a abrirse el camino de la negociación?, ¿hay alguna facción que sí quiera volver a hablar de paz? Netanyahu, en su publicidad de campaña, retrata a Gantz como un señor débil de izquierda que no podrá asegurar la tranquilidad de Israel. Gantz, por su parte, contesta que su récord militar –general de tres estrellas- es la única garantía que la población necesita. Odeh, cuando se lo pregunto, dice “yo creo que sí, nosotros tenemos las manos tendidas para negociar con cualquier gobierno que quiera la paz y que elija el pueblo de Israel”.

El periodista árabe Khaled Abu Toameh escribe para el Jerusalem Post y tiene una perspectiva distinta del conflicto. “El problema es que los palestinos, durante los Acuerdos de Oslo, no quisieron ceder en nada. Arafat (presidente de la Organización para la Liberación de Palestina) quería el 100% de lo que se negociaba, y eso es imposible en cualquier diálogo”. Su mirada suena pragmática y crítica con el establecimiento político palestino. “Mire por ejemplo lo que piden en Jerusalén, que Israel devuelva el Este de la ciudad. Eso no ocurrirá nunca porque en la práctica es imposible. La ciudad, sobre el terreno, está ocupada por árabes, israelíes, cristianos, por todos”.

Vuelvo a Grossman para retomar un concepto que también menciona José Levy. La solución no pasa por la intervención política de un gobierno extranjero, ni siquiera por la voluntad política de un gobierno israelí o palestino. La solución está en la educación y eso puede tardar varias generaciones.

Grossman, durante su viaje por la Franja de Gaza, entendió que las huellas de la guerra y del conflicto quedan grabadas en memorias colectivas, “cuando has sido enemigo durante tanto tiempo, solo puedes generalizar y ver estereotipos. Un israelí ve a un palestino y de inmediato cree que es un terrorista. Un palestino ve a un israelí y enseguida cree que es un colonizador. En esos momentos, la necesidad básica es ser reconocido nuevamente como un ser humano”.

Por Jorge Espinosa / especial para El Espectador

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