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Al mediodía del 20 de febrero, decenas de periodistas, manifestantes y curiosos están reunidos en los alrededores del Tribunal de Gran Instancia de Bobigny. Usualmente las decisiones de esta corte, en un suburbio al norte de París, sólo interesan a los directamente implicados, pero hoy se han desplegado sesenta furgones de la gendamería y los CRS, el Esmad francés, para proteger el edificio. Con sus rampas y pasadizos en concreto, sus recovecos invisibles desde la calle y sus escaleras en espiral que parecen no llevar a ninguna parte, el Tribunal parece mandado a hacer para una batalla urbana.
En eso refleja los barrios vecinos (y centenares de barrios en la periferia de las ciudades francesas). Son las cités. Durante los años de la posguerra los urbanistas concibieron estos conjuntos de interés social como unidades autosuficientes y propias a la vida comunal. No podían suponer que, como consecuencia de la discriminación racial, toda una generación de habitantes de esos barrios se encontraría sumida en el desempleo y los barrios modelo terminarían convirtiéndose en guetos. El resultado es que, en las cités, los encuentros entre las comunidades marginadas y un Estado que sólo se hace presente con las fuerzas policiales, suelen ser tensos, cuando no desastrosos.
La decisión que se espera en Bobigny tiene que ver con uno de esos “encuentros” ocurrido el 29 de octubre del 2015 en una de las cités de la ciudad de Drancy, cuando Alexandre, un joven de 27 años, fue detenido para una requisa de rutina. “Abrieron la puerta de la patrulla y me obligaron a arrodillarme en el andén con la cabeza sobre el asiento del carro. Ahí empezaron a golpearme”, dice Alexandre. Cecilia Nathan, su abogada, explica que como resultado de la golpiza, el médico legista dictaminó diez días de incapacidad total. Los policías fueron suspendidos y acusados de lesiones personales. El Tribunal debe decidir si ese calificativo es insuficiente para el crimen pues el certificado médico menciona también un desgarro anal de dos centímetros: los agentes intentaron introducirle un bolillo mientras estaba esposado.
Cuatro meses después, en la Cité de los 3000, en Aulnay-sous-Bois, otra patrulla detuvo a Théo L., de 22 años, y repitió la técnica de tortura. Esta vez la víctima sufrió un desgarro de diez centímetros. Como consecuencia de sus lesiones, Théo, educador en su barrio, estará incapacitado para volver a trabajar al menos hasta agosto.
Una larga historia de violencias
Frente al Tribunal, Amalia, camerunesa y residente en Francia desde hace treinta años, dice que ya perdió la cuenta de cuántas veces un control de papeles a uno de los muchachos del barrio terminó en golpiza.
“¿Entiende usted por qué los jóvenes salen corriendo cada vez que ven una patrulla ?”
En agosto de 2005, Bouna Traoré y Zyed Benna salieron corriendo para evitar un control de policía, se escondieron en una subestación eléctrica y murieron carbonizados. El evento marcó el inicio de la revuelta de los suburbios que se extendió durante dos meses y que en sus mejores noches alcanzó la cifra de 1.400 autos quemados en toda Francia. Si las cifras nunca antes habían sido tan altas, se trataba en realidad de un nuevo episodio en la serie de las detenciones arbitrarias y violentas a los que los habitantes de los suburbios responden quemando vehículos. El primer capítulo data al menos de 1981 en la cité de Minguettes, en la periferia de Lyon.
La requisa como agresión
Una y otra vez los habitantes de Bobigny, Aulnay, Clichy-sous-Bois, Montreau o Corbeil dirán que la “pedida de papeles”, que debería ser un procedimiento breve y respetuoso, suele convertirse en una requisa humillante, media hora o más perdida junto a la patrulla de policía mientras “se verifican antecedentes” y sobre todo la posibilidad de que los mismos policías repitan el proceso un par de horas más tarde. La práctica llevó al entonces candidato François Hollande y luego al entonces ministro del interior Manuel Valls a prometer que a cada persona requisada se le entregaría un recibo que pudiera servir de prueba de los abusos. La medida nunca fue puesta en práctica. El 19 de julio del 2016, Adama Traoré, de 24 años, murió en un cuartel de la gendarmería del suburbio de Persan luego de correr para evitar un control de policía. El primer reporte oficial mencionó una infección aguda. Hubo que esperar una tercera autopsia para que se confirmara que el joven murió por asfixia mecánica, luego de que un gendarme se sentará sobre él mientras estaba esposado en el piso.
Como en el caso de Zyed y Bouna, la única sanción contra los oficiales responsables fue una suspensión de servicio.
“Pero el caso de Adama despertó una consciencia de que había que actuar, manifestarse para que este tipo de situaciones no volvieran a repetirse”, dice Myriam, miembro de un asociación ciudadana en el suburbio de Bondy. “Todos sentíamos que aunque los abusos policiales no alcancen las cifras de Estados Unidos, las situaciones son igual de brutales”.
Tras la muerte de Adama, el Ministerio del Interior Francés anunció que equiparía a sus patrulleros con cámaras que se activarían automáticamente a la hora de efectuar una requisa. La medida estaba apenas en fase experimental el pasado 2 de febrero cuando Théo L. se interpuso para reclamarle a un policía que acababa de abofetear a un joven vecino. El agente, apodado Barbarroja, ya era célebre en el barrio por la violencia de sus requisas.
La naturaleza de las lesiones de Théo tras su detención era tan clara, que el presidente François Hollande lo visitó en el hospital para lanzar junto a él un llamado a la tranquilidad: a menos de tres meses de las elecciones presidenciales, los jóvenes de los suburbios estaban de nuevo quemando autos. La calma duró hasta que se conoció que la Inspección General de la Policía, que es la primera instancia investigadora de los agentes, estaba dispuesta a aceptar el argumento de Barbarroja, según el cual el bolillo habría terminado “por accidente” dentro del cuerpo del joven detenido.
“Pero hay que entender que el policía es apenas el último eslabón de una cadena de racismo, que si uno remonta lleva hasta el Estado. Francia es un Estado racista, y es una lástima que las cosas tengan que explotar para que los responsables lo entiendan”, decía un joven del suburbio de Tremblay el pasado 11 de febrero, en la primera manifestación convocada frente al Tribunal de Bobigny.
Las cosas explotaron esa noche luego de que la Policía bombardeó con gas lacrimógeno el parque vecino al Tribunal donde familias con niños y personas mayores se habían reunido pacíficamente. Una decena de automóviles, entre ellos la camioneta de la radio RTL, fueron quemados esa noche. Las protestas y las quemas se repitieron durante la semana en el barrio bohemio de Menilmontant y en Barbès-Rochechaurt, en pleno corazón del sector argelino de París. Dos días después ocurrieron de nuevo en Bobigny y el sábado en la Plaza de la República, donde por primera vez desde el arresto de Théo los sindicatos y las organizaciones de derechos humanos como SOS Racismo llamaron a sus simpatizantes a unirse al movimiento de los habitantes de los suburbios.
A la una de la tarde la decisión del tribunal es anunciada : la agresión de los policías a Alexandre en 2015 será considerada como una violación. Todo mundo confía que lo mismo ocurrirá con la violenta detención de Théo L. “No estamos aquí para vengarnos pensando en las agresiones pasadas. Estamos aquí porque sabemos que si hay una sanción , una sola, estaremos evitando agresiones futuras”, dice una madre de familia. Se escucha el estallido de dos granadas lacrimógenas pero esta vez todo mundo se retira en calma.