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La confusión de la ere con la ele fue adjudicada en exclusiva a chinos y japoneses por los guionistas norteamericanos del siglo pasado quienes en series como la célebre Bonanza, ridiculizaban a los asiáticos por no diferenciar entre “very” (muy) y “belly” (vientre), pese a que hablantes de otros idiomas también incurrimos en el equívoco de las dos letras.
Este fenómeno fonético fue bautizado en español con una palabra que suena a enfermedad tropical transmitida por picadura de mosquito: lambdacismo, y sabemos que viajó desde Andalucía, Extremadura y Murcia a países con costas en el Caribe donde, mucho antes del nacimiento del reguetón, escuchábamos frases como “Mi amol, no puedo dejal de amalte”.
Para los japoneses, el lambdacismo se agudiza al entrar en contacto con idiomas de alfabeto como el español, que los arrolla con su torrente de eres y erres. Pronunciar de seguido las palabras pero-perro-pelo es un arduo ejercicio para el estudiante japonés que se inicia en nuestro idioma, y frases como “rápido ruedan los carros cargados de azúcar al ferrocarril” alcanzan categoría de suplicio.
Como otros países vecinos en Asia, Japón adolece también del mal inverso, llamado rotacismo, que consiste en reemplazar de forma involuntaria la L por la R. En inglés, el lambdacismo y el rotacismo han hecho memorables aportes a los anales del disparate intercultural. En el Japón de la posguerra circulaba el episodio de una valla que decía algo así como “We pray for MacArthur’s election” (Rezamos por la elección de MacArthur), en la que el pintor habría errado la única ele del texto. La obscena proclama resultante fue corregida a tiempo en previsión del enfado del ofendido comandante de las Fuerzas de Ocupación aliadas.
Existen métodos para remediar el lambdacismo. Pero si usted se llama Araceli, Pilar, Alberto o Gabriel y en su visita a Japón tiene que pedir a quien quiera pronunciar su nombre “aplicar la punta de la lengua al reborde alveolar de la mandíbula superior y la parte anterior de la bóveda palatina”, lo mejor es resignarse a la dicción deformada.
La balanza se equilibra cuando en una reunión con japoneses nos comienzan a presentar señores apellidados Shimada, Shoda o Shugyo, que nos explicarán con cortesía la enorme diferencia entre pronunciar “S” o “Sh”. Debido a la ausencia en nuestro idioma del sonido “Sh” (como el inglés she), los hispanohablantes que preguntamos por Shibuya y Shinjuku, las dos estaciones de tren más transitadas de Tokio, sonamos como el cocinero chino de La Ponderosa.
Con o sin lambdacismo, casi todos los diplomáticos japoneses enviados a España y América Latina dominan un español correcto y lleno de términos difíciles muy bien digeridos, logrando un nivel deseable en las legaciones hispanohablantes en Tokio, donde casi todos los funcionarios concluyen períodos de años, y a veces décadas, hablando el japonés justo para pedir la cuenta en el restaurante y guiar al taxista, pero solo cuando el vehículo se encuentra a la vuelta de la esquina.
* Periodista y documentalista colombiano radicado en Japón.