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El tema Venezuela empieza a hacer parte de la campaña presidencial en Colombia. La semana pasada, candidatos y líderes políticos hicieron fuertes pronunciamientos en contra del gobierno de Nicolás Maduro. Pero, más allá de los pronunciamientos y encendidos discursos, de los candidatos presidenciales se esperan propuestas concretas a la compleja relación con Venezuela en los eventuales escenarios del vecino país.
Los problemas de Venezuela no se resolverán de la noche a la mañana, independientemente de que continúe gobernando el sector del chavismo-madurismo o que sectores cuestionables se hagan al poder radicalizando aún más el desastre. Incluso si sectores moderados aceptan la imperiosa necesidad de una transición que permita el retorno a la democracia o un eventual gobierno de oposición, la reconstrucción tomará tiempo y estará marcada por las dificultades.
En el diseño de la política bilateral es necesario encontrar un punto de equilibrio entre la solidaridad con los hermanos venezolanos, las responsabilidades del Estado colombiano, la firmeza ante un gobierno vecino hostil, la contención de los fenómenos de ilegalidad e inseguridad en la zona de frontera, el acompañamiento a los nacionales que continúan en territorio venezolano y la preparación para aprovechar las oportunidades que se abren a mediano plazo en la reconstrucción venezolana.
A pesar de las negativas del gobierno venezolano para reconocer la gravedad y dimensión de la crisis humanitaria y aceptar su responsabilidad, las consecuencias son inocultables. De una población de aproximadamente 30 millones de habitantes, cuatro millones de venezolanos han tenido que emigrar buscando mejores condiciones económicas y de seguridad.
Colombia se ha convertido en el principal destino y punto de paso de los emigrantes venezolanos. Según Migración Colombia, 550.000 venezolanos se encuentran en nuestro territorio, pero la cifra se desdibuja ante la complejidad de cuantificar el fenómeno.
El gobierno venezolano ha implementado una serie de prácticas que dificultan la movilidad internacional de sus ciudadanos, desde la negativa a dar y renovar pasaportes, las trabas a los procesos de apostillamiento de documentos y la imposibilidad de mover capitales, hasta el robo de dinero, bienes y enseres por parte de algunos agentes de seguridad del Estado y bandas delincuenciales que proliferan en la zona de frontera, condenando a sus connacionales a la ilegalidad.
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La migración venezolana transformará la sociedad colombiana y desencadenará una serie de problemáticas y retos a corto plazo, sobre todo en los sectores populares. Pero también romperá usos y costumbres de las relaciones sociales y económicas de los colombianos, desde la informalidad. Hasta en los gremios surgirán nuevas prácticas, formas de relacionamiento y nuevas oportunidades. No será un proceso fácil. Por el contrario, estará lleno de complejidades y tensiones que demandarán del próximo gobierno no solamente diagnósticos sino respuestas concretas y acertadas. En ningún otro momento de la historia, Colombia tenía un factor externo que la afectara tanto.
De otro lado, una de las mayores amenazas a la relación bilateral proviene de la reaparición del diferendo limítrofe. Tardamos más de cien años en fijar la frontera terrestre entre la Pequeña Venecia y el otrora Nuevo Reino de Granada, y desde 1830 nos ha resultado imposible fijar un límite a las zonas marinas y submarinas. El peor momento de la relación bilateral fue precisamente desatado por la crisis de la corbeta Caldas.
Los militares, que están tan desprestigiados en Venezuela por su activa participación en la crisis, se encuentran revisando la frontera terrestre y fluvial, quizá tratando de hacer una nueva lectura de lo que se acordó en 1941, buscando recuperarle al Estado venezolano “algo del territorio del cual fue despojado”.
Los colombianos no tenemos conciencia del sentimiento de despojo que albergan civiles y militares venezolanos respecto al diferendo limítrofe. Pero a todos los venezolanos se les enseña en el colegio que un canciller colombiano, don Joaquín Acosta, con su acucioso trabajo dotó al Estado colombiano de los documentos y herramientas legales que le permitieron recuperar parte importante de la península de La Guajira y los Llanos Orientales.
En 2015, el gobierno venezolano, en cabeza de un hijo de colombiana, Nicolás Maduro, dio muestras de actuar de mala fe con el decreto 1787, con el cual pretendía fijar de forma unilateral la frontera en las áreas marinas y submarinas a partir de unas coordenadas que afectaban los intereses colombianos.
El episodio tomó importancia mediática, llevando al gobierno venezolano a recular en dicho decreto, pero es un antecedente importante con un gobierno asfixiado por su calculada torpeza.
Una guerra entre Colombia y Venezuela se puede descartar por los profundos lazos de hermandad que unen a los dos países, pero sobre todo a sus pueblos. No obstante, se pueden instrumentalizar episodios de tensión por parte de las fuerzas de seguridad venezolanas ante su propio desprestigio o la actuación errática de un gobierno con necesidad de cortinas de humo.
Si bien es necesario adelantar estudios respecto de los cambios geográficos ocurridos en la frontera durante los últimos ochenta años, a la luz de las nuevas herramientas e instrumentos que se podrían usar para determinar las variaciones propias de los ríos, sus caudales y la geografía en sí misma. Es imperativo realizarlo de forma conjunta y preferiblemente por civiles, en el marco de un espíritu de cooperación que evite algunos de los episodios que se han venido presentando por incursiones militares venezolanas en la zona de frontera.
En suma, se requiere de una relación bilateral que demanda una política migratoria y exterior solidaria, firme y clara del próximo presidente de los colombianos, en compaginación con los retos internos producto de los problemas y desafíos propios del posconflicto en Colombia. Es necesario ir mas allá de las acaloradas declaraciones o del “turismo socio-marginal”.
* Investigador del Observatorio de Venezuela de la U. del Rosario.