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La presencia de grupos criminales asociados con el conflicto armado colombiano en Venezuela no es ni mucho menos nueva. De hecho, es incluso previa a la llegada de Hugo Chávez a la presidencia del país en 1999. No obstante, desde la firma del Acuerdo de Paz entre el gobierno de Juan Manuel Santos y las Farc-Ep en noviembre de 2016, el significado del corredor colombo-venezolano para la violencia vinculada al conflicto se ha redefinido en algunos de sus términos.
En primer lugar, hay que destacar cómo el proceso de reincorporación a la vida civil en las Farc-Ep ha supuesto una ventana de oportunidad para muchos de los actores armados, especialmente porque la geografía de la violencia en Colombia, marcadamente periférica, fronteriza, selvática y cocalera, sigue siendo tan notable como en 2012. Sin embargo, ello tiene lugar bajo la particularidad de que el vacío de poder dejado por las Farc-Ep ha sido aprovechado por terceros grupos violentos.
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El primero de ellos, a tenor de lo que revelan numerosos informes de la Fundación Ideas para la Paz o el Centro de Recursos para el Análisis de Conflictos, ha sido el Eln. Más que extender sus áreas de influencia, esta guerrilla ha consolidado su posición en aquellos escenarios en donde su protagonismo armado, hasta 2016, era compartido con las Farc-Ep. Aun cuando los 1.800 efectivos que disponía en 2010 se han duplicado, buena parte de su activismo se sigue concentrando sobre la frontera con Venezuela, especialmente entre Norte de Santander y Arauca, en donde confluyen el Frente de Guerra Oriental y el poderoso Frente de Guerra Nororiental.
Allí, ambas estructuras se nutren del secuestro, la industria extorsiva, el contrabando y el negocio cocalero, lo que les permite erigirse como el principal actor violento de la región, aunque no el único. Sobre todo, porque entre 2017 y 2018 fueron apareciendo diferentes grupos residuales que, sobre la misma frontera con Venezuela, se sumaron a la disconformidad con el Acuerdo de Paz, reivindicando la necesidad de mantener un “proyecto revolucionario armado”. Tal fue el caso de estructuras como las continuadoras del frente 33 (Norte de Santander), frente 10 (Arauca) o frente 28 (Arauca/Casanare), y que encontraron en la debilitada frontera con Venezuela un filón óptimo para la criminalidad.
Las ventajas competitivas que ofrecía el suelo venezolano fueron normalizadas, de manera que, aunque muchos de estos grupos actuaban desde una impronta claramente binacional, no eran percibidos como una amenaza para la seguridad de Venezuela. Sin embargo, la aparición, en agosto de 2019, de Segunda Marquetalia sí que contribuyó a cambiar buena parte de estas dinámicas. Hay pleno convencimiento de que el primer video público de esta disidencia fue grabado en Venezuela. Desde allí, Iván Márquez y Jesús Santrich diseñaban su intento por lograr un punto de convergencia entre todos aquellos que algún lugar hicieron parte de las siglas Farc-Ep. Empero, los términos en los cuales se proponía tal cometido nunca fueron aceptados por quien respaldaba las disidencias hasta ese momento existentes en este corredor fronterizo: Gentil Duarte.
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A lo largo de estos años, la presencia de actores violentos en Venezuela se desarrolló bajo un pragmatismo particular. Los estados Zulia, Táchira o Apure han sido firmes opositores a Nicolás Maduro, de manera que, llegado el caso, disponer de presencia de guerrillas colombianas en sus territorios podía entenderse como un “factor de estabilidad” para los intereses del gobierno. A la vez, en tanto que se trata de enclaves mayormente periféricos, con expresiones mínimas de institucionalidad, la práctica posibilista era la de, ante la ausencia de colaboraciones claramente definidas, garantizar un reparto de áreas de influencia y evitar la conflictividad entre los diferentes grupos armados. Esto sucedió, por ejemplo, entre el Eln y las disidencias de Gentil Duarte y, asimismo, desde una “paz tensa”, entre estas y Segunda Marquetalia.
En cualquier caso, todo es más complejo si cabe. Al enquistamiento territorial de la violencia, y al notable atractivo de ingentes fuentes de financiación ilícita que ofrece la frontera con Venezuela, hay que añadir la concurrencia y proyección de otros tantos grupos criminales presentes en la región, aunque con un nivel de arraigo y protagonismo mucho menor. Tal es el caso del Clan del Golfo, los Pelusos, los Rastrojos o, incluso, los Puntilleros, en el caso del departamento de Vichada.
Entre 2018 y 2020 pudiera decirse que las lógicas transfronterizas asociadas con la violencia han respondido a prácticas, dinámicas y coyunturas marcadamente locales, a la par que cambiantes. Sea como fuere, el actor predominante y con mayores posibilidades y recursos en todo el corredor fronterizo es el Eln. Mientras que en Cesar es el actor hegemónico, en Arauca y en Vichada mantiene una posición prevalente frente a las disidencias de las Farc-Ep. Todo lo contrario, en La Guajira existe una mayor presencia del Clan del Golfo, erigiéndose el departamento de Norte de Santander como el escenario de mayor complejidad y disputa.
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Asimismo, las prácticas relacionadas con la violencia a través de la frontera con Venezuela han ido cambiando sustancialmente. A la altura de La Guajira predomina el contrabando de alimentos, mientras que en Cesar la frontera es objeto de contrabando de gasolina y de medicamentos. En lo que respecta a Norte de Santander, un elemento fundamental que condiciona la representación de la violencia en clave binacional son las 40.000 hectáreas cocaleras que anualmente se producen, y a lo que cabe sumar un notable contrabando de gasolina, además de una profunda red extorsiva. Por su parte, en Arauca el referido contrabando adquiere unos niveles muy superiores al resto de departamentos, y afecta tanto a los alimentos como a la gasolina, añadiéndose igualmente una amplia actividad criminal en torno a la extorsión. Finalmente, entre Vichada y los estados venezolanos de Apure y Amazonas predomina el tráfico de drogas y la minería ilegal.
A todo lo planteado hasta el momento hay que añadir el cambio en la posición de la fuerza pública venezolana. Hasta el momento, salvo contadas excepciones, aquella actuaba como un convidado de piedra. Sin embargo, el creciente distanciamiento entre Gentil Duarte con Segunda Marquetalia, y la concurrencia de enfrentamientos armados en Apure y Amazonas, ha motivado un cambio de postura que trastoca las lógicas locales. El vínculo entre la disidencia comandada por Márquez y el gobierno de Maduro ha motivado que la intrincada relación a tres se traduzca en enfrentamientos entre el ejército venezolano y el antiguo frente 10 de las Farc-Ep, al servicio de Duarte.
Además de escalar la de por sí compleja relación de Caracas con Bogotá, este acontecimiento puede afectar las dinámicas locales que se venían desarrollando. Así, al margen de una intensificación de la violencia, una afectación a la población civil y un desplazamiento forzado sobre ambos lados de la frontera, este cambio en las dinámicas fronterizas puede servir para debilitar a los grupos de Gentil Duarte presentes en la zona. Algo que no necesariamente debería afectar al Eln o a Segunda Marquetalia. En cualquier caso, lo que resulta indudable es que la violencia asociada con el conflicto armado que transcurre sobre la frontera colombo-venezolana, a tenor de los acontecimientos, ya no es preocupación exclusiva de Colombia.
*Jerónimo Ríos es investigador postdoctoral en Ciencias Políticas de la Universidad Complutense de Madrid (@Jeronimo_Rios_)