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La estrategia de Estados Unidos contra el Estado Islámico (EI) —que en las últimas semanas se tomó Ramadi (Irak) y Palmira (Siria) y ahora va por Bagdad— se ha limitado hasta ahora a entrenar a las tropas del menguado ejército iraquí y a proveer, en los últimos días, 2.000 cohetes antitanques. Los bombardeos aéreos y las inspecciones del terreno desde el aire también han estado a su cargo. A pesar de ello, en el último año el EI ha extendido su poder de manera exponencial y ahora posee cerca del 22% de Siria y un tercio de Irak. El temor por la creación tangible de un califato ya está entre las cuentas de Barack Obama y de la Unión Europea.
La reacción de Estados Unidos ha sido menor porque encuentra numerosos obstáculos, tanto en la política internacional como doméstica. Francia hará una reunión de seguridad el 20 de junio. Para entonces, con el avance progresivo del EI —en una semana hizo que el ejército iraquí y el sirio escaparan de las ciudades y que miles fueran desplazados—, quizá sea tarde para salvar, por ejemplo, el patrimonio cultural de Palmira. Irán, país vecino y patrocinador de los kurdos que luchan contra el grupo yihadista, también entra en la ecuación con la mala mirada de los países del golfo Pérsico. Sin embargo, poco a poco, parece una de las naciones que mejores opciones presenta para combatir al EI y conseguir réditos políticos a partir de esa victoria.
¿Cuáles son los escenarios a que se enfrenta EE.UU. para cambiar su estrategia? Da la impresión de que tiene las manos atadas y de que, de un modo u otro, con la preservación de los mismos métodos, se aleja de manera consciente del éxito en el enfrentamiento. Estas son algunas opciones y sus obstáculos.
Si Estados Unidos apoya a Siria
Si Obama apoya al ejército oficial sirio estaría apoyando, de manera directa, el régimen del presidente Bashar al Asad, a quien calificó como un presidente ilegítimo después de los episodios de represión contra las manifestaciones sociales y el uso de armas químicas en contra de la población civil. Entonces, Obama no preveía que el surgimiento del EI lo podría obligar a repensar su relación con Damasco. Altos mandos militares estadounidenses se han pronunciado en este sentido desde el año pasado. El general John Allen, comandante en la guerra de Afganistán, y Richard Clarke, exasesor antiterrorismo, aseguraron que el esfuerzo para contener y eliminar al EI requeriría algún tipo de asociación con Al Asad, aun cuando éste tuviera responsabilidad por el surgimiento del EI, debido a la represión ejercida contra la población suní en su país.
En los meses siguientes a esos pronunciamientos, la Casa Blanca ha estado enfocada en liderar su coalición internacional para bombardear posiciones del EI y entre sus prioridades ya no aparece presionar por una transición política en Siria. Al contrario, como advirtieron altos oficiales estadounidenses en mayo, con la eventual caída de Bashar al Asad podría llegar al poder una facción extremista mucho menos amigable con EE.UU. y que represente una mayor amenaza para la seguridad regional. Si bien en un principio EE.UU. anunció su “asistencia indirecta” a las fuerzas moderadas de oposición, altos oficiales han dicho que actualmente tendría problemas para identificar cuáles son los socios moderados, mientras diferentes grupos extremistas intentan aprovechar las grietas en el control del gobierno. El general Martin Dempsey dijo que la caída del régimen sirio significaría para esa nación una “mayor inestabilidad” e incluso un “aumento de la crisis humanitaria”.
Si Estados Unidos lleva fuerzas a Irak
Es una opción improbable. Desde el comienzo de la guerra en Irak en 2003 hasta el retiro de sus tropas en 2011 la invasión de Estados Unidos fue vista como inapropiada y sin sustento, y Obama quiere eludir el mismo escenario caótico de su antecesor, George W. Bush. Las consecuencias de esa guerra en la estabilidad de Irak son palpables: el retorno de la violencia sectaria, la incapacidad estatal y un retraso fuerte en materia social.
Las fuerzas estadounidenses no serían bien recibidas. La población de Irak está dividida en dos grupos: los suníes y los chiitas. Ambas son divisiones del islam y por años se han enfrentado social y políticamente. La mayoría del ejército iraquí actual es chiita, por eso Estados Unidos —a través de miembros de su propio ejército— quiere reforzar el entrenamiento de estas tropas y producir una fuerza suní para encarar, desde ambos costados, al Estado Islámico. Así, además, se granjea la lealtad de ambos bandos y previene traiciones. En ese sentido, su función es puramente pedagógica, aunque está probado —a causa de los últimos ataques del EI— que el ejército de Irak es incapaz de enfrentarse al monstruo armamentístico que representa el grupo yihadista. El EI, que se ha declarado suní, podría encontrar además apoyo en la población civil que se siente discriminada por la población chiita. Numerosos grupos locales han presentado ya su apoyo al EI.
Si Estados Unidos apoya a los kurdos
Las milicias kurdas —pertenecientes a la región de Kurdistán, repartida en cuatro países y que ha alegado independencia— han declarado su batalla frontal contra el EI. Combatientes de países como Australia, EE.UU., Inglaterra y Francia se han unido a sus filas. Además de la creación de un ejército iraquí más fuerte, Washington confía también en estas milicias. Tanto Estados Unidos como Irán las apoyarán económicamente. La semana pasada el Congreso estadounidense incluyó en su presupuesto para 2016 US$179 millones que destinará directamente a las fuerzas kurdas —con población suní— e Irán ya les facilitó armamento y logística.
Un nuevo escenario podría darse: los kurdos disminuyen al EI y, armados de la misma fuerza, podrían luchar por sus ansias independentistas. Irak ya ha declarado que la fuerza iraní ha sido efectiva en el freno al EI en varias ciudades. La relación de Irán e Irak parece volverse más cercana a causa de este enfrentamiento.
Si las milicias chiitas toman el mando
El primer ministro iraquí, Haider al Abadi, anunció la semana pasada que pidió el apoyo de las milicias chiitas —conocidas también como los Comités de Movilización Popular—, un grupo especial creado en 2014 y compuesto por más de 3.000 miembros para atacar al EI.
La petición resulta de un tiro desesperado: como el ejército iraquí que pretende Estados Unidos es todavía un proyecto —que roza la brecha del fracaso—, Al Abadi ha permitido la participación de las milicias chiitas en este enfrentamiento, que se da en una zona de mayoría suní. El primer temor es que se acentúe la ya exacerbada violencia sectaria regional por el apoyo a uno u otro grupo.
El segundo temor, de nuevo, toca a Irán, uno de los principales financiadores de estas milicias. Una semana atrás, el presidente Obama se reunió con los representantes de los países del Consejo de Cooperación del golfo Pérsico —que congrega a Baréin, Omán, Arabia Saudita, Kuwait, Catar y los Emiratos Árabes Unidos—, quienes ponían en duda el trato nuclear que debería cerrarse próximamente entre Irán y Estados Unidos, y quienes ven al país persa como una amenaza en la región. Temen sus ansias hegemónicas. La reciente intervención liderada por la monarquía saudí en Yemen para bombardear a las milicias hutíes, supuestamente apoyadas por Irán, es una muestra de esa percepción de las intenciones iraníes y de lo que son capaces de hacer en contra de Irán, con o sin el apoyo directo de Washington.
De modo que Obama está allí en una encrucijada: si apoya a los kurdos también está apoyando —de manera indirecta— a Irán en contra de sus aliados del golfo Pérsico, con quienes ya ha acordado una cooperación en defensa. Y si Irán tiene éxito en su lucha contra el EI, su prestigio dentro de Irak y Siria tendría un impulso ambicioso. Estados Unidos necesita derrotar al Estado Islámico sin afectar sus relaciones con los países del golfo ni hacer pensar que está del lado de Irán.