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Son bien comprensibles las manifestaciones universales de dolor e indignación tras el vil asesinato de doce civiles inocentes, incluyendo varios caricaturistas y un editor de la revista satírica francesa Charlie Hebdo. La atroz masacre ha recibido una condena unánime, y no es para menos. El ataque constituye el más grave atropello contra la libertad de expresión del que se tenga memoria en Francia y es una clara manifestación del creciente fanatismo religioso en los sectores más radicales del mundo islámico.
No obstante su indiscutible salvajismo, el acto terrorista debe verse en el contexto apropiado. No se trata de legitimar o justificar un crimen monstruoso, y ello debe enfatizarse, pues nunca faltan quienes confundan la pretensión de poner los hechos en perspectiva con una justificación de los mismos.
El fanatismo religioso no es el único combustible de la violencia o del terrorismo, como se quiere ver en este caso. Las grandes guerras religiosas que devastaron a Europa durante el siglo XVII, aunque comenzaron a manera de conflictos entre reformistas y opositores, no estuvieron menos motivadas por ambiciones dinásticas y territoriales o por simples rivalidades de carácter comercial. Es la sempiterna y nefasta mezcla de política y religión, el perfecto coctel para la barbarie, leña y gasolina para el odio y el horror.
Tampoco podemos olvidar que el racismo y la discriminación son fuentes inagotables de resentimiento y violencia. Millones de musulmanes viven en Francia como ciudadanos de segunda categoría, en zonas deprimidas en los suburbios de las grandes ciudades, en condiciones socioeconómicas muy inferiores a la mayoría de la población vernácula de origen europeo. Y no podemos ignorar el hecho de que esas comunidades son a menudo el blanco de odios xenófobos, provenientes en algunos casos de estamentos políticos tan poderosos como el Frente Nacional, partido ostensiblemente islamófobo y racista. Según la Comisión Nacional Consultiva de Derechos Humanos, el 35% de los franceses encuestados en 2013 se declararon abiertamente racistas y un porcentaje no despreciable manifestó serlo “un poco”.
A las generaciones más jóvenes les resulta difícil comprender de dónde puede emanar tanto fanatismo y crueldad. Por desgracia, no muchos parecen recordar esos años cuando la policía de Maurice Papon gozaba de licencia irrestricta para detener a cualquier individuo de piel oscura o aspecto mediterráneo, y cuando sus cuerpos golpeados y sin vida aparecían días después flotando en las mansas aguas del Sena. Y no estamos hablando de épocas pretéritas, sino de fechas tan recientes como octubre de 1961. La barbarie ocurrida quizá siga siendo un “asunto secundario” (como la llamó Charles de Gaulle en su momento) en la memoria histórica de muchos franceses.
No podemos olvidar que el 7% de la población francesa (entre cinco y seis millones de personas) desciende de argelinos, tunecinos, marroquíes... inmigrantes provenientes de colonias sometidas durante más de un siglo a la brutal opresión militar, política y económica de la Francia colonialista. Y la dominación francesa representa sólo una fracción del largo historial de infamias infligidas por Occidente al mundo islámico, desde las épocas de los cruzados hasta los recientes ataques genocidas de los militares israelíes contra la población civil indefensa de la Franja de Gaza. Las víctimas del terrorismo occidental no se cuentan por decenas, sino por decenas de miles.
Prominentes líderes de Occidente se unieron a los marchantes en París para protestar en contra del terrorismo, entre ellos Benjamín Netanyahu, uno de los artífices del ataque terrorista más atroz de los últimos años. Si no fuese porque la justicia rara vez alcanza a los vencedores, más de uno de esos adalides de los valores más altos de nuestra civilización estaría sentado en el banquillo de la Corte Penal Internacional, en La Haya, junto con todos aquellos responsables de crímenes monstruosos contra la humanidad.
¿Cuál de esos dirigentes censuró alguna vez las detenciones arbitrarias e indefinidas en los infames calabozos de Guantánamo? ¿Cuántos de ellos se pronunciaron sobre los tratos degradantes y las torturas infligidas a prisioneros árabes en Abu Ghraib? Razón para la “radicalización”, en palabras de uno de los responsables de la reciente masacre en París.
De otro lado, como lo ha expresado el columnista David Brooks del New York Times, una publicación como Charlie Hebdo hubiese encontrado serios tropiezos para divulgar su material gráfico en cualquiera de las editoriales de las grandes universidades estadounidenses, donde existe poca tolerancia hacia retóricas que puedan incitar al odio. No ha faltado quienes argumenten (no es mi opinión, pero el asunto no puede dejarse de lado) que las repetidas sátiras abiertamente ofensivas (árabes de nariz ganchuda, perversas variaciones sobre el tema de la sodomía, imágenes del libro sagrado del islam acribillado a balazos...) situarían las publicaciones del semanario francés en ese estrecho umbral que separa el humor y la crítica religiosa de agendas francamente racistas y provocadoras, no muy diferentes de aquellas caricaturas degradantes de los judíos durante la Alemania nazi que resultaban tan humorísticas para los antisemitas de toda Europa.
Es preciso ser muy claro: nada de lo anterior justifica o legitima un crimen bárbaro y cobarde, como el ocurrido en París. Pero la violencia casi nunca es gratuita, y para comprender sus causas se hace necesario situarla en contexto. La lucha contra el terrorismo será una batalla perdida mientras pretendamos ignorar la historia, los móviles y la psicología de los victimarios. O mientras la respuesta consista simplemente en estigmatizar a millones de personas, generando así más discriminación, odio y terror. Y no podemos desconocer que terrorismo es terrorismo, sin importar de cuál lado provenga, porque nada incita más a la guerra que la injusticia. Razón no le falta a Noam Chomsky cuando afirma que para detener ese terrible flagelo debemos comenzar por dejar de ser los principales artífices y protagonistas del mismo.
klaus.ziegler2@gmail.com