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Historia de una rivalidad: Corea del Norte y Corea del Sur

En medio de la incertidumbre tras las últimas retaliaciones de Corea del Norte contra Corea del Sur, sobresale una historia de rivalidades que cambiaron el rumbo de ambas naciones. Relato de un colombiano en la Guerra de Corea.

Jahel Mahecha Castro
18 de marzo de 2013 - 02:11 p. m.
Raúl Martínez Espinosa, veterano del Batallón Colombia en la Guerra de Corea. / Óscar Pérez
Raúl Martínez Espinosa, veterano del Batallón Colombia en la Guerra de Corea. / Óscar Pérez
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Esta semana un nuevo capítulo de tensión entre las dos Coreas salió a la luz pública cuando el régimen norcoreano amenazó con un ataque nuclear preventivo, además, cortó la única línea de comunicación con su país vecino e inesperadamente declaró nulo el armisticio que puso fin a la Guerra de Corea (1950-53). Aunque Seúl y Naciones Unidas explican que el acuerdo sigue vigente, el régimen de Pyongyang, al mando de Kim Jong-Un, parece no dar vuelta atrás a un guerra inminente contra Estados Unidos y Corea del Sur, luego de que estos países mostraran su intención de realizar conjuntamente nuevos ensayos militares.

La actual contienda emprendida por la que alguna vez fue colonia japonesa pone ante los ojos del mundo una histórica rivalidad marcada por la represión, el aislamiento y el deseo de autonomía. Su punto de inicio se dio con la Guerra de Corea y más tarde con la definición del paralelo 38° que separa la península coreana hasta la actualidad.

Para recordar el pasado que cambió el rumbo de la Corea bipartida, El Espectador habló con el Brigadier general Raúl Martínez Espinosa, comandante del primer pelotón del Batallón Colombia que participó en la guerra coreana, único ejército suramericano que atendió al llamado del Consejo de Seguridad de la ONU.
“Tenía 21 años. Prestaba servicio militar en el Batallón Nueva Granada de Barrancabermeja (Santander). Un día recibimos la noticia sobre la invasión de Corea del Norte a Corea del Sur.A mis manos llegó una circular del comando del Ejército pidiendo la presencia de voluntarios que desearan ir a combatir a Corea. Desde ese momento, fui presa de la típica dosis de aventura que suele invadir a los jóvenes. ¿Por qué no ir a Corea a poner en práctica la teoría? Por eso, con un grupo de colegas firmamos una nota dirigida al comandante del Ejército ofreciendo nuestra participación voluntaria en el conflicto. 1.080 hombres fuimos testigos, mártires y valientes de la guerra.

El 25 de junio de 1950 inicio la invasión a Corea del Norte. El Batallón Colombia llegó a Busan (sudeste de Corea) casi un año después. Fuimos recibidos por los mandos militares de las Naciones Unidas y por el presidente de Corea del Sur, Syngman Rhee. Todos estábamos llenos de energía y dispuestos a luchar.

Después de diez semanas de entrenamiento fuimos agregados a la división 24 del noveno Ejército de los Estados Unidos. La zona de combate la formaban dos crestas paralelas de cerros, separados por un estrecho valle. Una de las líneas fue ocupada por los chinos, la otra, por nosotros los colombianos. La vegetación había sido consumida por el fuego. Durante días y noches viví en carne propia los rigores de la guerra. Estando en medio de los bombardeos quedaron en mi mente numerosas escenas de terror: miles de heridos, enemigos que fueron quemados vivos con napalm (gasolina gelatinosa que se adhiere al cuerpo). Sus gritos que se consumaban con el fuego retumbaban en mis oídos. Por semanas tuve que convivir, con cadáveres de militares chinos, pues servían de escudos ante los golpes del enemigo. Con el tiempo me acostumbré a dormir, a comer y vivir con el olor nauseabundo de la putrefacción.

Pese al cansancio y las dificultades, a diario les daba fuerzas a los 40 hombres que tenía bajo mi mando. Trataba de hacerles ver que si no combatían se morían, que si no mataban los mataban. 18 de ellos fueron heridos con granadas de mano, artillería y fuego de ametralladora. Gracias a la crudeza de la guerra supe en qué momento debía sacar la cabeza de la trinchera.

Durante largos meses vi a gente cargando niños, abuelos, mujeres moribundas porque no tenían nada que comer. Por todas partes rondaban huérfanos, viudas, desplazados, enfermos, gente muerta de hambre. Una Destrucción total y una profunda frustración económica se apoderaron de la península.

La desesperación de los coreanos era tal que en algunas familias los padres les ofrecían sus hijas a militares de alto rango a cambio de una lata de comida, o un par de medias. Niños y ancianos comían desperdicios, pescados podridos. Paradójicamente al Ejército nunca le faltó agua ni alimentos porque si había algo que reiteraban en los batallones era que el soldado que no come, no combate. Mi vida militar en Corea duró 18 meses.

El 27 de julio 1953 las partes que intervinieron en la Guerra de Corea, entre ellas el bloque comunista con China, Corea del norte y la Unión Soviética, así como los demás países que hacen parte de las Fuerzas de la ONU, fueron testigos de la firma del armisticio de paz entre ambos países con el cual se dio por terminado cualquier acto hostil.

Tras el armisticio, Corea del Norte y Corea del Sur establecieron el punto exacto para dividirse. Con alambres de púas y minas terrestres, el paralelo 38°, se convierte en el bastión de la Guerra Fría y en la tierra de nadie. Miles de familias fueron separadas.

Alguna vez estando en la frontera pude ver desde una tímida montaña que en Corea del Norte había una gigantesca estatua de Kim Il Sung, (jefe de Estado del Norte desde 1948) y una aldea donde parecía haber edificios. Más tarde, algunos coreanos me explicaron que se trataba de una serie de pinturas que daban la ilusión de una Corea Moderna.

Pese a esto, supe que los surcoreanos construyeron un edificio en la frontera para reencontrarse con sus familiares que quedaron en el norte. Hoy por hoy, son pocos los encuentros que allí se dan. Hombres y mujeres de la tercera edad intentan no olvidar a las familias que la guerra separó.

Después de cumplir funciones de control y vigilancia sobre la línea de demarcación, el Batallón Colombia regresó a su territorio. El desenlace de esta guerra que tardó tres años, dejó un balance agridulce: de los 4314 combatientes colombianos que hicieron parte del conflicto asiático, 639 murieron en combate. De ellos, 163 muertos en acción, 448 fallecieron a causa de sus heridas, 28 prisioneros fueron canjeados y 2 desaparecieron.

Después de la guerra he ido más de diez veces a Corea del Sur. Hoy con 85 años, quiero creer el pasado no me hará perder la ilusión de que algún día las dos Coreas, que tanto mal se han hecho, puedan finalmente ser una sola”.

Por Jahel Mahecha Castro

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