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Lo grave de morir como él murió es que esa final circunstancia hace que se olvide en mucho la persona que realmente fue. Lo recuerdo caminando por las calles de Venecia, visitando esas iglesias escondidas propias de una ciudad acostumbrada no sólo a amontonar destinos sino también a sorprender en cada esquina con unas construcciones que al final preparan sorpresas mayores.
No conocí a don Albino Luciani en la catedral sino en el barco que conduce de la estación de tren a San Marcos. Hablaba ininterrumpidamente con los naturales del lugar y sorprendía con su carcajada limpia a la cantidad de turistas que viajábamos a conocer la catedral. Alguien nos dijo: “Es el patriarca de Venecia”. Fui a saludarlo y le dije que estaba escribiendo para un profesor alemán un ensayo sobre la importancia de la Iglesia veneciana en el desarrollo de la cristiandad europea. Me dijo: “Pase por allá” (por su despacho), y él continuó su charla con los que lo circundaban. Exteriormente era persona del común, pero se salía de esa categoría por su simpatía y casi locuacidad y por esa forma de cercanía propia de quien ha superado la cortés hipocresía de las relaciones sociales ordinarias.
A los tres o cuatro días me presenté en la curia a eso de las diez de la mañana. Me preguntó quién era y le di mi nombre diciéndole que era de Colombia. Ordenó un café y se disculpó mil veces porque suponía que yo era un “experto catador” de la bebida y más cuando supo que venía de la región cafetera. Traté de entrar en el tema, pero no se pudo porque quería saber más del país.
Algo de Cartagena debió haber leído porque hablaba de las murallas y de un mar que le habían dicho era “precioso”; continuó queriendo saber de la Iglesia colombiana, sobre todo de la de Medellín, donde había estado Pablo VI en su primer viaje latinoamericano. Había leído el documento final sobre Medellín y vivía con gozo la recepción de la encíclica Populorum Progressio y con preocupación la de la Humanae Vitae.
No faltó la pregunta final sobre las mafias colombianas y su posible y lógica vinculación con las de Italia. Luego habló con pasión sobre Nicolás Gómez Dávila (escritor y filósofo colombiano cuya obra impactó en Europa). “Una cumbre del pensar”, dijo. Le pregunté por su saber sobre nosotros y me confesó que era obra de un amigo suyo salesiano que nos había visitado alguna vez, don Modesto Bellido.
Había pasado buen tiempo; no le dije nada de lo que venía a hacer ni de la ayuda que necesitaba. Me preguntó si podía ir a la hora del almuerzo al otro día. Era lógico que sí. Al despedirme me regaló un libro de Carlo Collodi: Pinocho.
Caminar por las calles de Venecia es encantador, sobre todo por aquellos barrios poco visitados por los turistas en donde uno encuentra lugareños. La gente lo apreciaba, pero la mayoría lo quería. Más que un obispo, un cardenal, un patriarca era —como decían— “nuestro párroco”.
Durante el almuerzo, “casero” dijo él, pero sabroso dije yo, le comuniqué el encargo que tenía de mi profesor de escribir sobre la importancia de la Iglesia de Venecia en el desarrollo de la cultura europea. La amplitud del tema lo hizo sonreír. “Los alemanes quieren abarcarlo todo. Hay que delimitar así como se hacía en la escolástica”. Llamó a uno de sus ayudantes para que me dieran un escritorio y facilidades de hacer apuntes.
1978 no era la época de los computadores portátiles sino la fase final de la pequeña máquina Olivetti de color verde claro que me acompañó en mi vida universitaria.
Luego el tema cambió. Le preocupaba la debilidad de salud de Pablo VI y la tristeza que lo embargaba después de la muerte de Aldo Moro, su amigo. “Hay penas que matan”, dijo. Durante la conversación venía una y otra vez al recuerdo el Concilio Vaticano II y lo que faltaba hacer.
Yo empecé a juntar información, lo veía en misa y ocasionalmente en algún corredor. Le preocupaba la gente pobre que tenía que luchar contra la “laguna” que por meses invade lo que el hombre le ha robado. Tuvo, sí, un gran disgusto con Roma tratando de proteger la banca regional de la voracidad del instituto bancario vaticano. “Allí hay corrupción”, leímos que dijo a algún periodista. La enfermedad del papa y la “laguna” del abuso bancario contra los suyos lo colmaron de desasosiego.
Se decía que era enfermo pero manejaba una sana alegría. Un día llegó la noticia, que no por esperada causó menor impresión: Giovanni Montini, Pablo VI, el segundo papa del Concilio, había muerto. Vimos a don Albino triste, meditabundo, pero sereno. Unos días después se despidió de todos nosotros. “No me demoro”, dijo. No se despedía de mano; abrazaba y sonreía.
Naturalmente estábamos atentos a toda noticia; los suyos comentaban lo propio. Los candidatos fuertes eran otros. Albino no lo era. Los que sabíamos otras lenguas reportábamos que ni por asomo, y esa concordancia de noticias transmitía tranquilidad.
Se realizaron las reuniones preliminares al cónclave en Roma; se dijeron las misas de rigor por el fallecido pontífice, se realizó el sepelio y se entró al cónclave. La sorpresa es que en la cuarta votación salió humo blanco. Los dos bandos poderosos se habían dividido, eran irreconciliables y por esa calle del medio que transita siempre muy a gusto el Espíritu Santo llegó Albino Luciani a convertirse en Juan Pablo y lo asumió sin perder la sonrisa, con fortaleza, entusiasmo (tenía a Dios dentro del alma), con confianza, con el aplauso grande de las gentes y el aplauso tímido de los curiales que no se lo esperaban.
Qué problema para muchos; había llegado un santo al puesto de Pedro y compartía los ideales de pobreza más hondos del Vaticano II. No quiso la gloria de las tres coronas (la tiara) y tampoco la gran ceremonia de consagración que se sustituyó por la misa inaugural. Los de Venecia fuimos llevados gratis en tren con boleta especial para la primera, la segunda audiencia y la misa de San Juan de Letrán. Luego don Albino nos despidió y nos dio un rosario. Dijo: “Cierren los ojos y verán a diario al papa que está con ustedes”.
Quien ha visto varias elecciones papales percibe las diferencias. La gente hervía, la curia permanecía tibia. Buen trabajador, el papa comenzó a informarse, pero traía una espinita con aquella gente que mal había actuado con el banco de su región, el de su gente, y todo parece indicar que ahí empezó a pedir claridades que no le podían ser negadas y a exigir cuentas que le debían ser claras. Sobre todo al arzobispo Paul Marcinkus (norteamericano cabeza del IOR hasta 1989 y llamado “el banquero de Dios”).
A los quince días la atmósfera era irrespirable. Parece que las mafias se reunieron, la Logia P2 actuó y el arzobispo banquero rabiaba por todos los rincones. Dicen que a alguien se le ocurrió que el único remedio era la cirugía. Se contaba con la frialdad de la curia y con el tejido de tantos poderes reales que se sentían amenazados.
Un día el papa amaneció muerto. No se sabe cómo, no se sabe dónde, no se sabe... Todas las versiones resultan mentirosas, aun aquella que pueda ser cierta. Todo es verosímil, pero lo único cierto es que lograron deshacerse entonces de la limpieza que hoy intenta Francisco, ojalá con éxito, siguiendo al grande esfuerzo de Benedicto XVI.
En menos de cuarenta días hubo un nuevo sepelio en la plaza de San Pedro. En comparación con los anteriores, frío, de poca emoción. Los que lo aclamaron el día de su elección lloraban en silencio. Adentro una parte de la curia meditaba en el “Sic transit gloria mundi” y la otra respiraba de nuevo liberada del asedio.
Yo terminé mi trabajo en tanto que se desarrollaba el cónclave que elegiría a Juan Pablo II. En una conversación —y creo que está en un escrito—, Julio Andreoti (siete veces primer ministro italiano y senador democristiano vitalicio) afirmaba que la votación por Luciani había sido un error y que la tercería entre los dos poderes en que se dividía la iglesia italiana era para Karol Wojtyla.
Tomé el tren para Roma para asistir a la inauguración del nuevo papa y lo hice leyendo el ejemplar de Pinocho que me había regalado don Albino y del cual sigo extrayendo grandes lecciones para entender que la tarea de Dios y de las personas en la historia no es fácil mientras siga siendo cierto que “los hijos de las tinieblas son más ágiles que los hijos de la luz”.
* Doctor en filosofía de la Universidad de Bonn (Alemania), magíster en teología de esa misma universidad. Exembajador de Colombia ante la Santa Sede (1998-2007). Consultor en el Pontificio Consejo para los Laicos.