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Memorial de agravios del “impeachment”

Querido lector: este martes —a más tardar el miércoles— leerá en este diario y en todos los que se imprimen y publican en el mundo un título breve y predecible. Guarde memoria sobre ello. Dirá: “Cayó Dilma Rousseff”. Dirá quizá: “Rousseff no va más”. Habrá cientos de variaciones sobre el mismo juego —“Rousseff, fuera de juego” o el prototípico “Crónica de una destitución anunciada”— y, según la fotografía y el gesto que exprese, titulaciones más concretas como “Malas noticias”, “La caída” o “El desastre”.

Juan David Torres Duarte
28 de agosto de 2016 - 02:00 a. m.
La presidenta suspendida, Dilma Rousseff, durante un mitin del PT en Brasilia esta semana. / AFP
La presidenta suspendida, Dilma Rousseff, durante un mitin del PT en Brasilia esta semana. / AFP
Foto: AFP - ANDRESSA ANHOLETE
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Pero ninguno —o sólo los más atrevidos— dirá “Golpe de estado”.

Para entonces, Dilma Rousseff ya no será más la presidenta de Brasil, después de cinco años en el poder y después de trece de que su formación, el Partido de los Trabajadores (PT), atracara en el solio más alto del país. Por designios constitucionales, la reemplazará el vicepresidente Michel Temer, un político de modales patricios, mirada austera, poco dado a la arenga pública, que tiene carácter de vidente puesto que un mes antes de la destitución formal de la presidenta, en mayo, ya tenía preparado el discurso que formularía cuando tomara el poder. Su dominio mágico se hizo aún más evidente cuando reunía en su casa a exministros, políticos y consultores para armar su gabinete ministerial, mientras todavía se discutía el futuro de Rousseff. Si bien Brasil ya no tendrá la presidenta que eligió en las urnas, por lo menos será gobernado por un político capacitado para la predicción.

De modo que Temer sabrá desde ahora que el Partido de los Trabajadores, herencia otrora firme de Luiz Inácio Lula da Silva, tendrá solo 57 diputados (137 si se les suman los aliados que no se fugaron ante los estragos del impeachment) y ocho senadores (en un senado de 81). Concluirá, con toda certeza, que el PT se hundió en el infortunio y que su escape resultó la mejor estrategia política que jamás hubiera urdido desde sus comienzos como diputado federal. Atrás quedará la lealtad irrestricta que juró a Rousseff cuando lo designó como vicepresidente y las oraciones irrebatibles que murmuró cuando se sugería un impeachment contra ella: “No es que lo vea lejano, lo veo imposible”, “Un cambio en la Presidencia generaría inestabilidad y sería negativo para Brasil”.

¿Recordará cuando su partido, tras años de beneficiarse del éxito popular de Rousseff y el PT, decidió abandonar su coalición y votar en bloque a favor del juicio político? ¿Recordará su sonrisa cuando veía desde su oficina la primera sesión de votación en la Cámara de Diputados? ¿Habrá en él algún rastro de inquietud cuando reconozca que Rousseff no es juzgada por un crimen de responsabilidad, el único por el que se puede expulsar a un presidente?

Por años, o por lo menos hasta 2018, cuando acabe su mandato, Temer escuchará las exégesis de abogados y aliados molestos con la salida de Rousseff, que dirán que ninguno de los siete crímenes estipulados en el artículo 85 de la Constitución —rara vez nombrado en las votaciones de abril y mayo— corresponde con estricta precisión a las acusaciones contra la que será por entonces expresidenta: el uso de dineros de bancos públicos para cubrir vacíos financieros en los programas de Gobierno. Querido lector: a Rousseff nunca la juzgaron por corrupción. Ni por enriquecimiento ilícito. Ni por hacer de intermediaria en contratos fraudulentos de Petrobras. La juzgan por haber maquillado los reportes fiscales de su gobierno, una falta que está en el limbo de la interpretación.

En la memoria —si acaso— permanecerán las palabras de Luis Almagro, secretario general de la OEA: “Si hubiera una acusación bien fundada, como lo ha habido en otros casos en Brasil, entonces perfecto, se va por ese camino. Pero hoy eso no existe, y es muy deshonesto plantearlo en esos términos”. También las del abogado de Rousseff, José Eduardo Cardozo: “Las acusaciones contra Dilma Rousseff no tienen nada que ver con haber recibido dinero ni desviado recursos, algo que sí es un crimen. Lo que ella hizo fue algo de manejo administrativo. Las acusaciones que se le hacen son dos: una, maquillar las cuentas fiscales de 2014, y dos, retrasar los pagos al Banco Central. Nada de eso ocurrió”.

Los argumentos se multiplicarán: que Rousseff no trastocó ninguna cuenta, porque todo lo hizo bajo legalidad, como lo habían hecho otros presidentes; que los decretos que producirán su caída no afectaron las metas fiscales y, por lo tanto, nunca constituyen crimen; que era una decisión que podía tomar sin consultar con el Congreso; que fue un juicio político, no jurídico; que un Congreso que tiene al 60 % de sus miembros investigados por corrupción y otros delitos carecía de moral legítima para juzgarla.

Las razones del desastre de Rousseff y de su partido serán esgrimidas entonces como mandatos prodigiosos. Como cuando la comisión que aprobó su impeachment en la Cámara de Diputados, en noviembre del año pasado, dijo que Rousseff le había quitado la prerrogativa al Congreso para decidir sobre las cuentas y creó “una crisis fiscal sin precedentes”. “Tales actos —declaró la comisión— revelan serios indicios de gravísimos y sistemáticos atentados a la Constitución”. Esa fue su interpretación. La que continuó por meses, de cámara baja a cámara alta, de diputado a senador, hasta llegar al juicio en el que desde mañana Rousseff pergeñará su defensa —argumentando que esto es, sobre todo, un golpe de Estado, sin militares pero golpe al fin y al cabo— y en el que se presentarán los testigos de la defensa y de la acusación. Una primera votación, ejecutada el 10 de agosto, es el primer indicio de que este miércoles Rousseff ya no será más la presidenta de Brasil: 59 votos a favor de su expulsión contra 21 en contra. Se necesitan 54 votos. 51 senadores ya dieron su aprobación anticipada.

Tras su salida, las fuerzas de oposición (PMDB, PSDB, PSB, PTB) devendrán como los regentes del Senado, la Cámara de Diputados y la Presidencia. El cuerpo de ministros es ya otro. Rousseff queda suspendida ocho años para ejercer en cargos públicos. Temer afrontará un desempleo de más del 10 %, un déficit de US$45 mil millones y una aprobación popular del 11 %.

El movimiento de Rousseff, el PT, estará desprestigiado porque muchos de sus miembros son investigados por recibir sobornos en el caso Petrobras, como otras decenas de senadores, diputados, abogados y expresidentes de los otros partidos de mayorías en Brasil. Como Eduardo Cunha, expresidente de la Cámara de Diputados, en plena investigación por servir como mediador para contratos multimillonarios. El mismo que aprobó el impeachment. Como Renán Calheiros, presidente del Senado, a quien investigan por lavado de dinero y corrupción en ese mismo caso. El mismo que preside su juzgamiento. El mismo que, ante la declaración de una senadora del PT de que el Senado “no tiene ninguna moral para juzgar” a Rousseff, dijo consternado y con arrebato decimonónico: “¿Cómo una senadora puede decir una cosa como esa?”.

Por Juan David Torres Duarte

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