María Guadalupe García asiste en Bogotá al seminario “Mujeres y paz: Centroamérica y Colombia, desafíos y retos para la cooperación”. / Óscar Pérez - El Espectador
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María Guadalupe García es una líder maya mam del municipio de San Idelfonso Ixtahuacán, departamento de Huehuetenango, Guatemala. Está en Bogotá en el seminario “Mujeres y paz: Centroamérica y Colombia, desafíos y retos para la cooperación”, para compartir su experiencia como víctima del conflicto armado, como voz de los refugiados guatemaltecos, como líder de las mujeres que hicieron un enorme aporte al proceso de paz en su país.
¿Cómo vivió la guerra en Guatemala?
Dicen que la guerra en mi país comenzó en 1960. Nosotros la vivimos en carne propia en 1982. En enero, el ejército llegó a nuestras comunidades. Mi papá era un líder de un comité de mejoramiento comunitario y sabíamos bien que estos líderes eran perseguidos por los militares. Cuando supimos que venían como 600 soldados, le dijimos que mejor se escondiera, era la única manera de salvar su vida. No volvería a verlo durante muchos años, hasta que nos reencontramos como refugiados en México.
Como a las 2 p.m. de ese día llegó el ejército, dijimos que nuestro padre estaba de viaje, que no sabíamos cuándo iba a volver. Sabíamos que el ejército violaba a las menores. Me cargué a mi hermano chiquito al hombro, para que vieran que no era joven sino señora. Yo tenía 18 años. Revisaron la casa, se fueron, volvieron horas después, hicieron preguntas, creían que nuestro padre estaba con la guerrilla. Falso: no tenía relación con la guerrilla, estaba escondido en el monte. Por fin partieron, pero nos dejaron el miedo. Ya no podíamos dormir en nuestra casa, así que comenzamos a desplazarnos de casa en casa, de comunidad e comunidad.
En el trayecto, el ejército agarró a mi hermana Juana, ella tenía 14 años. La asesinaron. En ese momento no podíamos hacer nada, sólo huir hasta la frontera con México.
¿Cómo supo sobre la muerte de su hermana?
El año pasado asistimos a la exhumación. Sabíamos dónde estaba enterrada desde el 96, cuando se firmaron los acuerdos de paz, pero no nos sentíamos preparados para desenterrarla. En la exhumación, la comunidad nos dijo que la torturaron, la violaron. Cada vez que le hacían preguntas y decía no conocer las respuestas, le cortaban las manos, le echaban sal. Ella nunca dio información sobre la familia.
¿Cómo empezó su lucha por los derechos de las mujeres?
Cuando llegamos a México nos organizamos por campamentos, nombramos a un representante, promotores de salud, de educación, catequistas de la iglesia. Fuimos viendo cómo resolver los problemas del refugio: mucha gente llegaba desnutrida, enferma, asustada, mujeres que habían perdido sus esposos, sus hijos.
En el caso de las mujeres, en 1990, ya con ocho años de refugiadas, fundamos la organización Mama Maquín. Surgió por necesidad, porque veíamos que en el proceso de refugio nunca tuvimos posibilidad de ocupar un cargo, nunca participamos en las asambleas y toma de decisiones. Además, nunca nos preguntaban sobre nuestras vivencias en Guatemala y México. Muchas mujeres asumieron la responsabilidad como mamá y papá para cuidar a sus hermanos. Para nosotras era importante valorar y reconocer esos hechos. Una guerra afecta distinto a un hombre y a una mujer, pero afecta diferente a una mujer maya con su traje, con su idioma, con su identidad. Nadie nos preguntó sobre eso. Las entrevistas eran con los hombres.
¿Cómo analizaron esas afectaciones de la mujer en el conflicto?
Cuando se acercaba el retorno a Guatemala, se hablaba de construir las condiciones para ese retorno. Analizamos la vivencia de las mujeres durante la guerra y el refugio. Uno de los problemas que enfrentamos era que, antes de cruzar la frontera, nos obligaron a quitarnos nuestro huipil (traje tradicional), para no ser identificadas por las autoridades mexicanas, para no ser deportadas. Nos pedían dejar de hablar nuestro idioma, en mi caso el mam, porque así nos podían identificar. Eso era un despojo de parte de nuestra identidad. Durante más de diez años refugiada no pude usar mi traje ni hablar mi lengua.
Además, muchas mujeres compartieron que habían sido violadas por miembros del ejército. Fue evidente que había que darles una atención especial a las mujeres. En ese entonces no había apoyo psicológico, espiritual, ningún acompañamiento. También nos cuestionamos por qué no participábamos en cargos de dirección en nuestro campamento de refugiados. Muchas no sabíamos leer ni escribir. Históricamente, como mujeres no íbamos a la escuela, nuestro destino era cuidar un hogar. Y como eramos mayas, había discriminación y racismo, sumado a la desigualdad y la pobreza. Enfrentábamos, pues, problemas de género, de clase y de etnia.
¿Cómo incidieron en los acuerdos de paz?
Vinicio Cerezo llegó a la Presidencia en 1987, él era de la democracia cristiana. Su esposa llegó a México diciendo a los refugiados que regresaran porque en Guatemala ya había democracia. La gente dijo que no, porque aun había guerra. Como resultado de esas visitas, formamos una comisión permanente representante del pueblo refugiado, para negociar acuerdos para el retorno.
Una de las condiciones era que el retorno fuera voluntario, organizado y colectivo, con dignidad. La segunda era que no permitíamos que los hijos crecidos en México fueran al servicio militar en Guatemala. Tercero, exigíamos acompañamiento internacional para nuestro retorno. Cuarto, libre movilización de refugiados en Guatemala y México. Quinto, respeto a la integridad física, eso quiere decir que los campamentos militares cerca de los lugares donde se iba a hacer el retorno tenían que desaparecer. Sexto, derecho a la tierra. Muchos de los que se fueron al refugio no tenían tierra, trabajaban en fincas de otros, esa era una de las causas del conflicto armado. Las mujeres construimos esos acuerdos. Los acuerdos específicos sobre refugiados se firmaron el 8 de octubre de 1992 y en 1996 se firmó el gran acuerdo de paz.
¿Cómo fue el retorno?
El primero fue el 20 de enero de 1993. Los acuerdos no significaron que no hubiera nuevas luchas. La implementación del derecho a la tierra estuvo llena de dificultades. No fue un proceso sistemático y continuo. En 1994 vimos que en los primeros retornos a las mujeres nos habían excluido del derecho a la tierra. Tuvimos que dar otra lucha, hasta que en 1997 logramos que se reconociera, por lo menos en el papel , ese derecho. Todo eso fue un aporte grande para la paz.
¿Cuál es la situación de la mujer maya hoy en Guatemala?
Hay cada vez más normas e instituciones que reconocen los derechos, pero la condición sigue siendo difícil . Falta voluntad política del Estado para un cambio en la posición de la mujeres. Hay que transformar problemas estructurales. Nuestro país tiene un sistema patriarcal, machista, capitalista, racista y neoliberal. ¿Cuántos estamos dispuestos a transformarlo? Cuando hablamos de transformar el patriarcado, alegan que queremos voltear la tortilla del poder. No es así, precisamente porque ese poder autoritario nos hace daño. Queremos que hombre y mujer sean complementarios, pera eso significa una lucha ideológica. Debemos desaprender mucho, porque aún el opresor y el colonizador están adentro del oprimido. Es una lucha desaprender, descolonizar, despatriarcalizarnos nosotros mismos. Esta lucha hoy sigue vigente y en eso estamos las mueres.
Un problema en Guatemala es la falta de consulta previa a los indígenas...
Con las empresas extractivas transnacionales vuelve la lógica del saqueo y despojo a nuestras comunidades. Otra vez el problema de las tierras. Hasta hoy, no hay consulta previa a las comunidades indígenas por parte del Estado. Cuando supimos que habían licencias de minería e hidroeléctricas en nuestros territorios, iniciamos en 2005 las consultas comunitarias de buena fe, por nuestra cuenta. Esas consultas han sido una práctica ancestral y ahora tienen un respaldo en el Convenio 169 de la OIT, en la declaración de la ONU sobre pueblos originarios, y en los mismos acuerdos de paz de Guatemala, entre otros. El Estado, sin embargo, no lo quiere hacer. La gente ha rechazado las empresas extractivas y se han detenido varios proyectos, pero eso no quiere decir que el Estado haya respetado nuestras decisiones.
El Estado dice que hay que explotar, nosotros decimos que no, porque nuestra tierra es nuestra madre, si le sacan los minerales la dejan sin corazón, sin vida. El petróleo, para nosotros, es la sangre que corre en las venas de la madre tierra. Desde nuestra cosmovisión, defendemos la vida. Ellos no lo entienden así, dicen que nuestras consultas no son vinculantes. Estamos afectando sus intereses de un modelo económico al que llamamos depredador, destructor, y al que ellos llaman desarrollo.
Por Daniel Salgar Antolínez
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