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Antes de que comenzara la guerra en Siria, en marzo de 2011, el país tenía más de 20 millones de habitantes. Hoy ha perdido el 15 % de su población y la esperanza de vida ha caído 20 años, según cifras de Naciones Unidas.
La guerra ha sido tan devastadora, que actualmente más de 13,5 millones de personas dentro de Siria necesitan ayuda para sobrevivir. El 80 % de la población está hundida en la pobreza.
De muertos ni hablar. Es el conflicto reciente con más muertos en su balance: 366.000, según el Observatorio Sirio de los Derechos Humanos. Siria es hoy el país del mundo con más desplazados internos: 6,6 millones y el segundo con mayor población refugiada, 4,8 millones. Lo peor, la guerra parece no tener fin.
Así lo dejó claro el presidente Bashar al-Asad, quien respaldado por Rusia se lanzó desde mediados de 2016 a conquistar el este de Alepo, un puñado de barrios controlados por los rebeldes. Durante meses, las tropas del régimen lanzaron bombas equipadas con puntillas, pólvora, excrementos y gases tóxicos sobre la población.
Milicianos y civiles atrapados en este último reducto insurgente se enfrentaron durante meses contra las tropas de Al-Asad. Hasta noviembre, cuando el asalto final lanzado por las fuerzas gubernamentales, con una intensidad sin precedentes, terminó con la rendición de los rebeldes, el 13 de diciembre.
Según los balances, durante la última etapa de la ofensiva —que comenzó en noviembre—, más de mil civiles murieron, aumentando el triste balance de una guerra que todos ven, pero que nadie puede detener.
Los rebeldes piden la salida de Bashar al-Asad del poder. Al-asad se empeña en permanecer en él —como ha hecho su familia por más de 50 años—. En 2017 este conflicto entrará en su sexto año, pero con lo sucedido durante 2016 se marca un punto de inflexión decisivo en la guerra, de la que es testigo mudo la comunidad internacional.