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Fueron ellos, quizás, los primeros alumnos guerreros de esta rama del islamismo creada en el siglo XVIII por Muhammad ibn Abd al Wahab, reformador religioso moderado. Criticaba la debilidad de las interpretaciones del islam y sobre todo del sunismo, del que se declaró heredero, y promovía, en cambio, un renacimiento del sunismo original, de una aplicación literal de los mandatos del Corán. Era, sin embargo, un hombre tolerante: creía que las distintas alas del islam podían convivir. Con el líder local Muhammad Bin Saud pactó la extensión del poder del wahabismo, pero Bin Saud parecía más hambriento que Al Wahab y menos tolerante y más convencido de que el único modo de someter a las poblaciones del golfo era la guerra: la yihad.
El wahabismo se trepó al poder. Ese estado saudí primario encontró en Bin Saud el aporte necesario para que religión y Estado fueran uno y único. Mientras Occidente se preparaba para la formación de países en que la religión y el Estado se separaban, en la primitiva Arabia Saudita sucedía lo contrario: el Estado no podía ser sin la religión. De ese modo, gracias a que los miembros de la familia Al Wahab se casaban con los Al Saud, se formó una trenza política que hoy gobierna en Arabia Saudita.
El radicalismo de los ikhwan supuso una advertencia: tras su derrota, hicieron parte del ejército nacional y el monarca Ibn Saud decidió volverse al wahabismo moderado, que perdura. Los ikhwan, sin embargo, fueron la esencia de un poder que quería (y quiere, con ambición rutilante) segregar a los individuos, dividirlos entre fieles e infieles y proclamar, con el bombo fértil de la sangre, el prometido califato.
Escribe Karen Armstrong en un ensayo en la revista New Statesman: “El espíritu del ikhwan y su sueño de expansión territorial no murió, sino que ganó nuevo terreno en los años 70, cuando el reino se volvió importante para la política externa de Occidente en la región. Washington le dio la bienvenida a la oposición saudí al nassarismo (la ideología socialista y panárabe del segundo presidente egipcio, Gamal Abdel Nasser) y a la influencia soviética. Después de la revolución en Irán (1979), Washington apoyó de manera tácita el proyecto saudita de enfrentarse al radicalismo chiita al impulsar el wahabismo en todo el mundo musulmán”. Dicho de otro modo: Estados Unidos, junto con Arabia Saudita, alimentó el caldo de cultivo para que nacieran el Estado Islámico y Al Qaeda, que también se ha declarado en parte seguidor de las enseñanzas wahabitas.
Sin embargo, el apoyo de Estados Unidos a Israel agrietó la relación con Arabia Saudita: la monarquía decidió embargar el petróleo (que por entonces ya aprovechaba Estados Unidos) y explotar allí su propia riqueza. Arabia Saudita, entonces, se convirtió en una sociedad con poder y, al mismo tiempo, tuvo sustento financiero para avanzar en sus aspiraciones de expansión. Con ese dinero Arabia Saudita construyó mezquitas y escuelas presididas por wahabíes en Oriente Medio, Europa, África, Indonesia y Estados Unidos. Como solía ser un país pobre, la monarquía ayudaba a sus inmigrantes y sólo pedía a cambio completa fidelidad al gobierno wahabita: allí, aquellos que encontraban de pronto un piso moral débil en Occidente, podían encontrar de nuevo su hogar.
Ese ambiente pertenece también a esta época: al reconocer en Europa a una sociedad sin valores, el extremismo se convierte en una opción de vida impulsada, además, por una profunda convicción en el sueño del califato. Los extranjeros que conforman hoy el Estado Islámico brotaron a fuerza de brazo ideológico. “Una generación entera de musulmanes, por lo tanto”, escribe Armstrong, “se ha criado en una forma disidente del islam que les ha dado una perspectiva negativa de las otras creencias y un entendimiento intolerante y sectario de sí mismos. Puede que el wahabismo no sea extremista en sí mismo, pero sí es un campo en el que el radicalismo puede desarrollarse”.
El gobierno de Arabia Saudita ha dicho que carece de vínculos con el Estado Islámico y que, a pesar de la base común que los une, nada tiene que ver con ellos. Ambos, la monarquía y el Estado Islámico, representan las dos alas fundacionales del wahabismo: aunque las políticas de Arabia Saudita parezcan menos extremas, ciertas costumbres persisten. Los wahabíes, por ejemplo, no pueden adorar a Alá en los cementerios, impulsan una lealtad sin condiciones hacia sus líderes y el califato es aún considerado como una enorme “pérdida cultural” difícil de redimir. El mundo musulmán, sin embargo, se ha pronunciado (aunque pocas veces) en contra de las ambiciones del Estado Islámico y ha dicho que no representa ninguna de sus posiciones. Yousaff Butt, miembro del Consejo de Seguridad Británico-americano, disintió en el Huffington Post: “Uno podría argumentar razonablemente que la casa saudí es sólo una versión mejor establecida y más diplomática del Estado Islámico”.
En Dar Al-Islam, la revista en francés del Estado Islámico (tiene otras tres ediciones, en inglés, ruso y árabe), se cita a Muhammad ibn Abd al Wahab, al antiquísimo fundador, como aquel que ha enseñado a combatir a los apóstatas. El Estado Islámico cree en sus líderes más radicales y ha declarado la guerra incluso al Partido Islámico Iraquí, una división de los Hermanos Musulmanes en ese país con la que tendría algunos lazos ideológicos. La invasión de Irak en 2003 (y la carencia en que quedaron el ejército y la sociedad iraquíes) es razón suficiente para ignorar a Estados Unidos como fuente de soluciones. Por eso hay quienes creen que sólo una potencia tiene la capacidad ideológica para detener al Estado Islámico: la wahabita Arabia Saudita.