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¡Que se defiendan en libertad!: sobre la necesidad de reducir la prisión preventiva

Queremos invitar al lector a que, más allá de las cifras, aproveche lo sucedido con el expresidente Uribe para reflexionar sobre lo que significa estar encerrado en una cárcel colombiana sin que se haya probado que uno es culpable de un delito.

Beatriz Eugenia Suárez López*, María Fernanda López Corredor**, Andrea Jiménez Chavez***, y Juan Pablo Uribe Barrera****
30 de septiembre de 2020 - 06:00 p. m.
El hacinamiento es la peor enfermedad de nuestro sistema carcelario y genera comúnmente todo tipo de problemas al interior de los establecimientos.
El hacinamiento es la peor enfermedad de nuestro sistema carcelario y genera comúnmente todo tipo de problemas al interior de los establecimientos.

Visite aquí el especial completo de COVID-19 en las cárceles

Justificarnos (explicar las razones por las que hacemos lo que hacemos, decimos lo que decimos, pensamos lo que pensamos) consiste, al menos en buena medida, en hacer generalizaciones consistentes. Consideremos el siguiente caso. Alguien nos dice que le encanta un carro que acaba de pasar y que si tuviera la oportunidad de comprarlo lo haría sin pensarlo. Con curiosidad, le preguntamos: ¿Por qué te gusta tanto ese carro? Él nos contesta: Porque es azul, y los carros azules siempre han sido mi debilidad. Le respondemos entonces: Da la casualidad de que yo tengo un carro azul a la venta, ¿debo suponer que me lo quieres comprar? Si el responde que no, teniendo en cuenta la generalización que él había hecho para justificar su gusto por un carro en particular, calificaríamos a esa persona de incoherente. Diríamos que es alguien que no actúa guiado por sus razones. Alguien arbitrario y caprichoso en cuya palabra debemos dejar de confiar.

A esta misma conclusión llegaríamos en el caso de un vegetariano que no come carne porque no quiere patrocinar el sufrimiento animal y, sin embargo, usa un abrigo de piel. Podríamos poner más ejemplos imaginarios, pero nuestro panorama político actual nos ofrece un caso real, en el que nos vamos a concentrar en estas líneas. Ante la medida de aseguramiento impuesta al expresidente Uribe, el presidente Duque salió en su defensa, afirmando que el exmandatario debía tener la posibilidad de defenderse en libertad. Para justificar su defensa, el presidente argumentó que su actuación no estaba encaminada por motivos personales ni de partido político, sino que estaba actuando movido por la indignación que siente cada vez que a un ciudadano colombiano, sea el que sea, se le vulnera su derecho a “defenderse en libertad”. Nos decía exactamente que: “El principio rector y el principio general es la presunción de inocencia, y por lo tanto el principio es que todo ciudadano que tenga que responder ante la justicia lo pueda hacer en libertad”

(Lea también: La respuesta gubernamental ante el COVID-19 en las cárceles de Nicaragua)

Conectando este caso con los anteriores, podríamos decir lo siguiente. Para ser coherente, nuestro presidente debería atacar, de ahora en adelante, toda imposición de medidas de aseguramiento, sin importar si estas le caen al de corbata o al de ruana, al gobernador de San Andrés o al ciudadano del común.

Como personas que trabajamos por los derechos de las personas privadas de la libertad —convencidas de que las medidas de aseguramiento, para no vulnerar flagrante y continuamente el derecho fundamental a la presunción de inocencia, tendrían que ser una excepción y no la regla general— nada nos haría más felices que el presidente fuera consistente en su generalización y llevara adelante esta cruzada garantista contra las medidas de aseguramiento. Que, por ejemplo, aprovechara su cercanía a las direcciones de la Fiscalía General de la Nación, la Defensoría del Pueblo y la Procuraduría General de la Nación, entre otras, para iniciar una reflexión conjunta que nos lleve a preguntarnos: ¿Por qué la frase “una medida de aseguramiento no se le niega a nadie” tiene tanto éxito en los pasillos judiciales? ¿Por qué hay tantos jueces que, tras imponer una medida de aseguramiento, piensan —no siempre para sus adentros— que la defensa tenía la razón y que debería apelar para que en segunda instancia se revoque la medida que ellos mismos impusieron? ¿Por qué los fiscales solicitan la imposición de medidas de aseguramiento de forma general y no excepcional? ¿Por qué se investiga disciplinariamente a los jueces que no imponen una medida de aseguramiento y, en cambio, se deja tranquilos a aquellos que las imponen? ¿Por qué nos acostumbramos tan rápido a un proceso penal en el que el proceso mismo ya es parte del castigo? ¿Por qué nos acostumbramos al hacinamiento carcelario y a todos los problemas de dignidad humana que se derivan de este?

(Lea también: Las cárceles en Ecuador: un sistema a la deriva en el marco de la crisis sanitaria)

Esta cruzada presidencial en busca de que todos los colombianos puedan defenderse en libertad sería una de las mejores curas para la enfermedad que tiene herido de muerte a nuestro sistema carcelario: el hacinamiento. Para empezar a hablar de ese mal debemos remontarnos a 1997. El hacinamiento en ese año había alcanzado un 45,3%, lo que representaba unas 13.237 personas adicionales a la capacidad de las cárceles —esto implicaba que los internos tuvieran que vivir las 24 horas al día como nosotros tenemos que vivir unos minutos o unas horas cuando tenemos que montar en bus en hora pico—. Si bien, principalmente por la construcción de nuevas cárceles, el porcentaje de hacinamiento no varió considerablemente a lo largo de dos décadas —pasando de 45,3% a 45,67% en el 2017 y a 53,53% en 2020—, la sobrepoblación carcelaria aumentó hasta los 42.907 hacinados —un sobrecupo que prácticamente bastaría para llenar el estadio de fútbol en que juega la selección Colombia en Barranquilla—. Y esto haciendo  solamente diagnósticos generales, pues hay cárceles, como la de Riohacha, en la que el hacinamiento llegó al 495% en 2015.

Este hacinamiento, que hemos descrito como la peor enfermedad de nuestro sistema carcelario, genera comúnmente todo tipo de problemas al interior de los establecimientos: falta de agua potable, falta de personal de seguridad, falencias en la prestación del servicio de salud, incremento en los casos de enfermedades contagiosas, falta de control de los internos, ausencia de tratamiento penitenciario y un largo etcétera que no alcanzaríamos a mencionar en estas líneas. Sin embargo, frente a la contingencia actual, el hacinamiento ha jugado un papel todavía peor. Este facilitó el contagio de Covid-19 en las cárceles, pues el hacinamiento hace que tener espacios de aislamiento sea físicamente imposible, tener suministros para la higiene sea casi una ilusión y respetar el distanciamiento social sea un sueño.

Para precisar el modo en que el hacinamiento desangra al sistema carcelario, veamos que de los $2.475.723.867.818 destinados para el funcionamiento de los servicios penitenciarios y carcelarios a nivel nacional este año, el 30% están destinados exclusivamente a la atención y mantenimiento de la población privada de la libertad así: $490.873.200.000 corresponden a la alimentación de los internos —que representa $10.928 pesos para la alimentación diaria de cada uno de los reclusos—; $250.934.440.000 están destinados a la construcción y ampliación de infraestructura; $1.898.643.492 están destinados a la implementación, actualización y desarrollo del sistema integral de tratamiento penitenciario —que atiende a 45.452 reclusos en trabajo, a 44.353 en estudio y a 1.875 enseñando, cada uno de ellos con un costo anual de $20.709 pesos (aproximadamente 56 pesos diarios)—.

(Lea también: Los efectos del coronavirus en las cárceles de Latinoamérica)

Sin embargo, este panorama podría cambiar si el actual gobierno fuera coherente y emprendiera esa anunciada cruzada contra de las medidas de aseguramiento. Si se permitiera que cualquier persona sindicada —es decir, que sigue defendiéndose en un proceso judicial pues todavía no hay una sentencia de culpabilidad ejecutoriada en su contra— se defienda en libertad, acabaríamos por completo con el hacinamiento carcelario en Colombia. En otras palabras, salvaríamos un sistema penitenciario que desde hace años está a la deriva.

Empecemos estudiando los efectos relacionados con la Covid-19. La cruzada contra las medidas de aseguramiento sería uno de los mejores planes de evacuación carcelaria. Con la salida masiva de sindicados, habría nuevos espacios que se podrían destinar tanto al aislamiento de personas contagiadas del virus como a la práctica del distanciamiento social. Como habría menos población a la que entregar implementos de aseo y bioseguridad, el porcentaje de internos bioprotegidos sería mucho mayor. Como habría menos población, incluso haciendo las mismas pruebas se mejoraría el porcentaje de detección, rastreo y seguimiento del virus. Podríamos concluir que la descongestión de las cárceles disminuiría significativamente las probabilidades de contagio (tanto para reclusos como para guardia y personal administrativo).

Frente al sistema de salud en las cárceles, esta cruzada haría que pasáramos de un solo médico por cada 500 reclusos a un médico por cada 329 reclusos —aumentando también el tiempo en las citas por paciente—. Frente a los psicólogos por paciente, se pasaría de uno por cada 1000 reclusos a uno por cada 657.  También habría una reducción significativa en enfermedades contagiosas como paperas, varicela y tuberculosis. En materia de drogas, el personal de seguridad tendría un mayor control frente al uso y consumo dentro de los establecimientos —control que actualmente cuesta $4.000.000.000 al año—.

(Lea también: ¿Sirvió el decreto para deshacinar las cárceles que expidió el Gobierno en la emergencia?)

Respecto a la crisis carcelaria en general, con el fin del hacinamiento se podría aprovechar el mismo presupuesto para sostener una menor población, lo que abriría el paso a muchas oportunidades de mejora. Se podría invertir en la capacidad del personal y de recursos para gestionar los espacios para la resocialización de los reclusos (EET). Sería posible aumentar la dotación de las cárceles y mejorar las condiciones de vida de los internos. Con algunas mejoras de este tipo, ningún recluso tendría que volver a dormir en una colchoneta en el piso, en una hamaca o en el suelo de los pasillos. También podría garantizarse, por fin, que todo recluso tenga acceso a agua potable y a alimentos en buenas condiciones y saludables.

Frente a las personas en detención domiciliaria, también tendríamos resultados positivos. Por un lado, las 24.571 personas que se encuentran detenidas bajo esta medida –siendo el expresidente Uribe una de ellas– podrían llevar una vida libre como miembros activos de la sociedad, trabajando, estudiando o,  en general, realizando sus actividades diarias. Por el otro, el INPEC ya no tendría que hacer tantos controles y monitoreos, por lo que ese personal se podría encargar de tareas que realmente mejoren el sistema penitenciario—sin aumentar el presupuesto que les corresponde, $963.337.900.000—.

Permitir que todas las personas se defiendan en libertad también sería el mejor plan para abordar el problema de las URI, UPJ y demás centros de detención transitoria, pues estos lugares solo serían usados para retener a las personas mientras se legaliza su captura y por un periodo máximo de 36 horas. Esta descongestión, también reduciría la probabilidad de contagio de Covid-19 y otras enfermedades en estos centros. En general, tal como lo dijimos frente a las cárceles, sería de esperarse que, con menos población para atender, las condiciones de detención en estos lugares –alimentación adecuada, acceso a agua potable, implementos de aseo y de bioseguridad, etc.– deberían mejorar significativamente.

(Vea: Prisiones en el epicentro latinoamericano de la pandemia: el caso brasileño)

Finalmente, queremos invitar al lector a que, más allá de las cifras, aproveche lo sucedido con el expresidente Uribe para reflexionar sobre lo que significa estar encerrado en una cárcel colombiana sin que se haya probado que uno es culpable de un delito. Los últimos seis meses fueron para la mayoría de nosotros una experiencia inimaginable. Fue un tiempo en el cual tuvimos que encerrarnos en nuestras casas, con un horario establecido para poder salir a respirar aire fresco o tomar el sol. Seis meses en los cuales no pudimos tener contacto con familiares y amigos que no residieran con nosotros. Seis meses en donde la convivencia al interior de los hogares se puso a prueba y más de uno quedó al borde de la locura.

Para nosotros, los ciudadanos libres, han sido solo seis meses de confinamiento, pero para las personas que se encuentran en una cárcel esta es su vida diaria, solo que en condiciones mucho peores. Despertar en un pasillo inhóspito, con ladrillos y baldosas por cama, con un paisaje que se conforma solo de rejas, cemento, y una marea interminable de cuerpos que viven esta misma realidad. Despertarse y saber que el desayuno va a ser, en el mejor de los casos, aguapanela con pan. Contabilizar durante toda la semana cuántas horas, minutos y segundos nos acercan a nuestra familia. No poder trabajar en lo que nos ganamos la vida, ni sentirnos padres, madres, hermanos, abuelos, nietos, sobrinos. Pasar todo el día caminando entre estrechos pasillos que nos guardan en la noche, hablando con los mismos compañeros de siempre, escuchando algunas canciones en la emisora de la cárcel y recordando con nostalgia y tristeza como esas notas acompañaban un trabajo, una ruta en el transporte público, una reunión familiar, una fiesta con amigos. Transitar por las horas hasta que llega el almuerzo, con esperanza de que haya un trozo de carne en este. Asistiendo, si se es muy afortunado, a talleres en que se practica una y otra vez  las mismas actividades que se aprendieron en la primera semana. Viendo cómo la noche se come al sol y cómo nuestros sueños —o pesadillas— serán depositadas nuevamente en ese frío cemento al que nos tendremos que ir acostumbrando a llamar cama.

*Directora del Área Académica de Derecho, Ciencia Política y Relaciones Internacionales de la Universidad Jorge Tadeo Lozano; **estudiante de Derecho y miembro del Grupo de Prisiones de la Universidad de los Andes; ***psicóloga, estudiante de Derecho y miembro del Grupo de Prisiones de la Universidad de los Andes; ****Asesor del Grupo de Prisiones de la Universidad de los Andes.

Por Beatriz Eugenia Suárez López*, María Fernanda López Corredor**, Andrea Jiménez Chavez***, y Juan Pablo Uribe Barrera****

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