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Antes de la conquista española ya existía la coca en el nuevo continente. En 1569, a través del Concilio Eclesiástico de Lima que la llamó “el talismán del diablo”, la corona intentó prohibirla e incluso el rey Felipe II ordenó castigar a los encomenderos que obligaran a fomentar su cultivo entre los indígenas. Pero pudo más la práctica extendida del mambeo que pronto imitaron los peninsulares, al punto de que, en julio de 1617, el consumo extendido de coca provocó un sínodo religioso que se reunió en Popayán. Más que para condenar una vez más su uso, para amenazar con la excomunión a los monjes, frailes o sacerdotes que la habían convertido en parte de su diario brebaje. Para sus sembradores habituales, la coca era una dádiva de los dioses. España lo aceptó cuando la convirtió en componente lucrativo de su negocio.
Como lo expresan Mario Arango y Jorge Child en su obra “Historia del narcotráfico y el contrabando en Colombia”, divulgada por entregas en El Espectador en los años 80, el consumo de la coca se permitió en los tiempos coloniales porque representó un tributo rentable, sirvió para pagar mano de obra indígena y, a la hora del trabajo, porque representó un inusitado rendimiento físico de los nativos. Cuando llegó la Independencia y se afianzó la siembra de café, tabaco o caña de azúcar en las regiones centrales del país, la coca quedó vigente, sobre todo en los resguardos. Hasta finales del siglo XIX, cuando Europa incentivó su interés por ella como analgésico o anestésico —hasta Sigmund Freud la recomendó por sus “maravillosos efectos—, y se intentó reactivar su cultivo como negocio, aunque pronto condicionado a las primeras reglas internacionales.
En 1888, al acoger el primer tratado que aceptó la extradición de nacionales, Colombia entró también a la órbita de los países adheridos a la alarma de combatir el tráfico de sustancias psicoactivas como un asunto de seguridad. Ya el mundo había conocido la guerra del opio entre 1839 y 1842, cuando el gobierno británico conformó una fuerza de agresión a China para forzar la reapertura del comercio internacional del producto. Pero ahora cobraba forma el prohibicionismo y en 1914, Estados Unidos sancionó la Ley Harrison para controlar el comercio de opio y coca. En 1920 agregó la Ley Seca que penalizó la venta y consumo de alcohol. Ni lo uno ni lo otro se dejaron de consumir, pero hacia 1933, después de 45.000 personas pasando por la cárcel y una guerra de mafias, la Ley Seca fue abolida porque se ratificó que era una guerra perdida.
En ese contexto orbital, Colombia asumió sus apremios del siglo XX con dos visiones contrastadas: sumada a la ola creciente del prohibicionismo internacional, pero con sus cultivos de coca intactos. De nada sirvió la sucesión de leyes que se expidieron y no lograron extinguirlos. La Ley 11 de 1920 en el gobierno conservador de Marco Fidel Suárez para restringir la venta o exportación de coca o la Ley 118 de 1928 en el de Abadía Méndez, que agregó la privación de la libertad para castigar el “uso indebido de droga”. Ya en tiempos de la república liberal, el Código Penal de 1936 que impulsó el gobierno López Pumarejo, en el capítulo de delitos contra la salubridad pública, incluyó la elaboración, distribución y tráfico de sustancias narcóticas. No pasó mucho tiempo para que la costumbre volviera a desbordar el lindero de esas estrictas normas.
En 1938, el gobierno de Eduardo Santos encaró el dilema a través de una escueta resolución para autorizar la venta de hojas de coca únicamente en droguerías y farmacias autorizadas y, tres años después, cuando dispuso levantar un censo de plantaciones de coca con el intento de prohibir nuevas siembras. Pero tampoco estas disposiciones pudieron acabarla. Por la misma época, desde Estados Unidos, la Oficina Federal de Estupefacientes, -como pasó a llamarse la agencia que en tiempos de Al Capone y otros pioneros de la mafia norteamericana se ocupaba de hacer cumplir la abolida Ley Seca-, clamaba recursos para combatir al nuevo enemigo. Y su inamovible director Harry Anslinger arreciaba con un discurso moralista que poco a poco fue convenciendo a las autoridades de la urgencia de entablar una guerra mundial contra las drogas.
Una causa que en términos de salubridad pública tuvo en Colombia a un aliado de peso: el médico pediatra y catedrático universitario Jorge Bejarano, enemigo declarado de las bebidas fermentadas, en especial la chicha, con tanto énfasis como calificaba de “toxicomanía” el hábito de mambear coca, calculando en 100.000 las “personas adictas, 60.000 de ellas en Cauca y Huila”. En 1946, Bejarano fue designado primer ministro de la cartera de Higiene y, en 1947, expidió el decreto 896 que prohibió el cultivo, distribución y venta de coca y marihuana. Fue tal la reacción en Cauca que su gobernador clamó a Bogotá posponer la medida por graves perturbaciones económicas y, después de varias reuniones entre un enviado del gobierno Ospina y los coqueros asesorados por el congresista y futuro presidente encargado Víctor Mosquera Chaux, el decreto fue aplazado.
El ministro Jorge Bejarano renunció y los coqueros lograron preservar la que llamaron “una planta que ha merecido especial esmero en su cultivo por la utilidad que reporta, no aventajándola ni el café, cacao, caña de azúcar, anís o ningún otro producto agrícola”. A manera de consuelo, el gobierno de Ospina Pérez conservó parte de la cruzada de Bejarano y, dos meses después del asesinato de Jorge Eliécer Gaitán en Bogotá, promulgó la ley 34 de 1948 que prohibió la producción, venta y consumo de bebidas fermentadas como la chicha y el guarapo. Atrás quedaba otra historia sin suficiente memoria, la de los chicheros y contrabandistas de aguardiente que tuvieron en Fidel Baquero o “Papa Fidel” y sus cafuches, a héroes populares capaces de desafiar al Estado con sus pistolas y puñales, o también a animar los avances del movimiento gaitanista.
Hasta su muerte acaecida en septiembre de 1946, “El semi dios de ruana”, como lo resaltó la periodista de 2020 de El Espectador, Natalia Herrera, en su tesis de grado “Vida y leyenda del mayor contrabandista de licor artesanal en Bogotá”, marcó una época de resistencia al prohibicionismo, las alianzas por la templanza o los promotores de la lucha contra la degradación moral. Con la supresión de las bebidas fermentadas, el negocio del alcohol quedó libre para las cervecerías y las licoreras departamentales. Entonces las arengas cambiaron de norte y se concentraron en el nuevo tabú del puritanismo internacional: la marihuana. Al tiempo que, en Estados Unidos, el comisionado Harry Anslinger la asociaba a los negros y a los delincuentes, para 1951 Naciones Unidas calculaba en 200 millones el número de consumidores en el mundo.
El endurecimiento de las penas a la producción y venta de opio en Asia y la caída del mercado mundial de la heroína en Europa a raíz de la Segunda Guerra Mundial, reactivaron los negocios de la cocaína y la marihuana. Reseñada desde los asirios en la antigüedad, la cannabis sativa llegó a América con el conquistador Hernán Cortés y hasta fue autorizada por el rey español Carlos I en 1545. Por eso, aunque con el paso del tiempo se volvió más un componente de la medicina tradicional indígena, a pesar del prohibicionismo de comienzos del siglo XX, especialmente en Méjico se mantuvo su consumo y, para los años 50, junto a Estados Unidos, Egipto e India estaba registrado como un país de siembra activa. En Colombia, los primeros cultivos organizados fueron detectados por las autoridades desde finales de los años 20.
A mediados del siglo XX, el cruce de los múltiples caminos de la droga aportó una escala conocida: Cuba. Lo tuvo claro el mafioso italiano Lucky Luciano, quien en diciembre de 1946 presidió una reunión con los principales jefes de las familias que controlaban el crimen organizado en Estados Unidos, para convertir la isla en el centro internacional del tráfico de narcóticos. Después de diez años en prisión en cárceles norteamericanas por proxenetismo, Luciano había sido indultado en enero de ese mismo año por aportar información secreta a la Inteligencia Naval durante la Segunda Guerra a través de sus enlaces mafiosos en los muelles. Sin embargo, Estados Unidos impidió su presencia permanente en Cuba y, en febrero de 1947, forzó su regreso a Italia, desde donde mantuvo sus contactos para alentar el negocio narcótico en América.
Y desde mediados de los años 50, el FBI comenzó a recaudar pruebas de que además de Panamá, donde incluso Lucky Luciano apareció vinculado al asesinato del presidente José Antonio Remón Cantera en enero de 1955 por el supuesto decomiso de un alijo de heroína, existía otra conexión del narcotráfico en ascenso: Medellín. El corresponsal de El Espectador en la capital antioqueña, Federico Montoya, reportó en mayo de 1959, que en un laboratorio desmantelado en el sector de El Poblado había dejado al descubierto una sofisticada cadena de producción de heroína y cocaína que se exportaba a Cuba y, desde la isla, a Méjico y los Estados Unidos. “La Habana-Medellín conecction”, documentada por Mario Arango y Jorge Child en su obra, para referir como el auge de cultivos de marihuana en la región también estaba asociada al mismo enlace.
Por las antiguas rutas coloniales del contrabando, de donde salió a raudales el oro de Antioquia y llegaron los primeros productos comerciales de ultramar, a través del golfo de Urabá o el río Atrato que siguen siendo tierra abonada para la pobreza, el abandono o el delito, fueron incursionando los precursores del narcotráfico en Colombia. Los prósperos negocios de la cocaína, la heroína o la marihuana tomaban forma en una nación cuya perspectiva sobre este desafío copiaba la de Estados Unidos y su enfoque policivo, sin asumir las particularidades de un país donde el Estado ha vivido a espaldas de muchas regiones. La Comisión de Estupefacientes de las Naciones Unidas reportaba en 1960 que solo en Estados Unidos había cerca de 45.000 adictos a las drogas. Una estadística en expansión que perfiló a Colombia como caldo de cultivo para proveerlas.
*Este contenido es producto de la alianza entre: El Espectador y ¡Pacifista!
**Para este artículo, el autor consultó la siguiente bibliografía:
Arango Jaramillo, Mario y Child, Jorge, Historia del narcotráfico y el contrabando en Colombia, El Espectador, Bogotá, 1984.
Barrios Zuluaga, Ricardo, Convención de Viena y extradición, Ediciones Colombia Ltda, Cartagena, Colombia, 1989.
Hari, Johann, Tras el grito, Editorial Planeta Colombiana S.A, Bogotá, 2015.
Herrera, Natalia, El semi dios de ruana, vida y leyenda del mayor contrabandista de licor artesanal en Bogotá, Tesis de grado Universidad Javeriana, Bogotá, 2012
La guerra del opio, Ediciones en Lenguas Extranjeras, Beijing, República Popular China, 1980.
Marino, Giuseppe Carlo, Los padrinos, Ediciones B S.A, Barcelona (España), 2004.
Szasz, Thomas, Droga y ritual, Fondo de Cultura Económica S.A, Madrid, España, 1990.