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La respuesta gubernamental ante el COVID-19 en las cárceles de Nicaragua

A pesar de la gravedad de la pandemia, el gobierno liderado por la pareja presidencial del comandante Daniel Ortega y su esposa Rosario Murillo, quién por años fue la vocera oficial del gobierno y ahora es también su vicepresidente, decidió hacer caso omiso a las recomendaciones de la OMS. Así ha sido su manejo de la pandemia.

Julienne Weegels*
30 de septiembre de 2020 - 11:00 a. m.
Por 45 días las autoridades de Nicaragua no tomaron medida alguna para evitar la propagación del virus entre la población carcelaria. EFE/MAURICIO DUEÑAS
Por 45 días las autoridades de Nicaragua no tomaron medida alguna para evitar la propagación del virus entre la población carcelaria. EFE/MAURICIO DUEÑAS
Foto: EFE - Mauricio DueÒas
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*Investigadora y docente del Centro de Estudio y Documentación Latinoamericano (CEDLA), Universidad de Ámsterdam. Co-organizadora del Global Prisons Research Network.

El 12 de mayo de este año el vídeo de una madre llorando descontroladamente a las afueras del hospital público Alemán-Nicaragüense en Managua, Nicaragua, sacudió las redes sociales. Acababa de encontrar a su hijo, el joven Uriel Pérez, encarcelado por motivos políticos, en la Unidad de Cuidados Intensivos del hospital, entubado por una supuesta neumonía grave. A esas alturas, un mes y medio después de la confirmación del primer caso de Covid-19 en territorio nicaragüense, ya se sabía que lo que en los hospitales públicos se llamaba “neumonía” efectivamente podía ser Covid-19. Sin embargo, por política gubernamental no se identificaba como tal. A pesar de la gravedad de la pandemia, el gobierno liderado por la pareja presidencial del comandante Daniel Ortega y su esposa Rosario Murillo, quién por años fue la vocera oficial del gobierno y ahora es también su vicepresidente, decidió hacer caso omiso a las recomendaciones de la OMS. En vez de establecer medidas de contención, testeo y distanciamiento social, el gobierno organizó marchas multitudinarias y jornadas de concientización casa-a-casa (sin mascarillas) bajo la proclama de “el amor en tiempos del Covid-19”. Para el 12 de mayo, esta política negligente había propiciado al menos 1.170 contagios y 266 muertes sospechosos, según las cifras del Observatorio Ciudadano, un conjunto de profesionales médicos que decidieron monitorear el avance de la pandemia contrastando las cifras oficiales del Ministerio de Salud, que reportaba para entonces apenas 25 casos positivos y 8 fallecidos. En ese momento, con los llamados “entierros express” convertidos en un fenómeno diario, y la aparición de Uriel en la UCI en vez de la sala de audiencias, las preocupaciones de los familiares de las personas privadas de libertad alcanzaron un punto de ebullición.

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Negligencia y hermetismo institucional

Por 45 días las autoridades penitenciarias no tomaron medida alguna para evitar la propagación del virus entre la población carcelaria, más allá de apuntar con una pistola-termómetro a los visitantes de las prisiones y hacer que se lavaran las manos. No se suspendieron las visitas familiares ni conyugales; no se implementó el uso de mascarillas, guantes, alcohol en gel, desinfectantes de celdas; no se restringieron los ingresos de personal ni de nuevos internos, ni se suspendieron las actividades cotidianas dentro de los penales – el tiempo de patio sol, las actividades religiosas, educativas, laborales, deportivas y culturales. Combinado con las condiciones penitenciarias preexistentes, tales como el hacinamiento, la insalubridad de muchas de las instalaciones, la falta de atención médica y el escaso acceso al agua, los familiares sabían que el contagio de un solo preso podría causar un efecto dominó escalofriante. Semanas antes, un exfuncionario médico de La Modelo, la cárcel más grande de Nicaragua, ubicada en las afueras de la capital, enfatizó lo mismo: una vez traspasase las puertas del penal, el virus inevitablemente causaría un contagio masivo. Pero, ¿cómo enterarse de lo que pasa adentro de los centros carcelarios en un país cuyas instituciones, además de negar la gravedad de la situación, se rehúsan a ser inspeccionadas?

El sistema penitenciario nicaragüense es un sistema centralizado, bajo el mando de la Dirección General del Sistema Penitenciario Nacional (DGSPN), adscrito al Ministerio de Gobernación (MIGOB), que a su vez responde directamente a la Presidencia. El sistema penitenciario está conformado por el mencionado complejo penal capitalino, La Modelo (que incluye un centro penal para adolescentes y un establecimiento de máxima seguridad), por siete establecimientos regionales y un centro penitenciario especializado para mujeres. Sin embargo, estas instalaciones no dan abasto para la población penitenciaria, que se ha triplicado en los últimos diez años.

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Durante este periodo de simultáneo crecimiento de la población reclusa y de politización de la cuestión carcelaria, mientras el gobierno promovía el sistema penitenciario como una organización “moderna, humanista, eficiente, y eficaz”, a su vez ha negado sistemáticamente la inspección independiente de las cárceles, a pesar de que la ley penitenciaria estipula que estas deben abrir sus puertas para inspecciones sobre condiciones de reclusión y posibles violaciones de derechos humanos. Aun si este hermetismo institucional ha dificultado bastante el monitoreo de las condiciones del encierro, los ex-presidiarios y familiares de privados de libertad, tanto como la información que estos logran publicar en las redes sociales mediante el uso de celulares prohibidos, arrojan luz sobre lo que actualmente se vive adentro de las prisiones nicaragüenses.

Entre barrotes, bichos y la Covid-19

En el clima tropical nicaragüense, las celdas comunes de cuatro por cinco metros de La Modelo, adecuadas para ocho privados de libertad, a menudo albergan más de veinte reos. En ellas, los reos hacen lo posible para organizarse y hacer sus necesidades alrededor de un hoyo en el piso, donde todos deben defecar, bañarse y lavar su ropa con agua que llega tan solo dos veces al día; una hora por la mañana y otra por la noche. La recogen en baldes que guardan en la misma celda y, si tienen cómo, la cuelan con toallas para filtrar los sedimentos y los bichos que viven en las tuberías. “El agua es pesada”, indican los reos, que a menudo se enferman por las condiciones insalubres del penal – aproximadamente el 73% de los internos sufre de afectaciones en la piel relacionadas con las condiciones antihigiénicas, tales como alergias, infecciones y hongos, mientras un 60% sufre de condiciones de salud crónicas que desarrollaron a raíz del encierro, tales como anemia, gastritis o hipertensión. Una buena parte de ellos se la pasa “empernado” en sus celdas día tras día, en hamacas colgadas una sobre la otra, saliendo a “patio sol” tan solo una hora al día.

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Al ver la inacción del gobierno ante los primeros casos de Covid-19 registrados en el país, las preocupaciones por un contagio comunitario masivo empezaron a propagarse en las cárceles nicaragüenses. En abril los reclusos empezaron a manifestarse ante las primeras indicaciones de brotes en varios centros penitenciarios. La situación se agravó por el hermetismo institucional y la falta de acceso a información pública y confiable, con lo cual las preocupaciones y quejas de las personas privadas de la libertad se intensificaron. Si ya había indicaciones de contagio comunitario, ¿por qué no portaban mascarillas los funcionarios? ¿Por qué no permitían el uso de desinfectantes? ¿Se estaba promoviendo el contagio en vez de contenerlo? Si ya había señales de falta de capacidad en los hospitales públicos ara atender la epidemia, ¿los atenderían si se enfermaban?

Entre los presos políticos –aquellos que se encuentran en espera de proceso o purgando condena por su oposición al gobierno y/o participación en las protestas antigubernamentales del 2018– la preocupación fue aún mayor. Muchos de ellos ya habían presentado problemas de salud (en varios casos provocados por golpizas a manos de funcionarios penitenciarios o de la Policía Nacional) que requerían atención médica, la cual les ha sido negada sistemáticamente. A su vez, eran justo ellos y sus familiares quienes lograron hacer visible la alarmante situación dentro de los penales. El día después de la noticia de la hospitalización de Uriel, las asociaciones de familiares publicaron un listado con las y los presos políticos que ya manifestaban síntomas de la Covid-19, o que tenían enfermedades crónicas que los ponían en alto riesgo en caso de contagio. A raíz de estas denuncias se hizo un estudio que examinaba la situación en los centros penitenciarios, las medidas de prevención que se estaban tomando frente a la amenaza de la Covid-19 y las condiciones previas que agravaban la situación de los presos políticos. Es decir, se analizaron las violaciones al debido proceso y a otros derechos humanos de las personas privadas de su libertad. Dicho estudio culminó en una denuncia internacional ante el sistema de derechos humanos de la ONU.

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A los pocos días de haber empezado el estudio, la gravedad de la situación empezaba a hacerse evidente. Como los presos políticos se encuentran por lo general mezclados con la población común, sus testimonios indicaban que el virus ya rondaba las instalaciones desde hacía varias semanas, y no solamente en La Modelo, sino también en los centros penitenciarios regionales. De forma repetitiva se confirmaba que los presos, aun si manifestaban claros síntomas del virus, no eran atendidos adecuadamente. Lo más relevante es que las autoridades no hacían la prueba del virus. Como si se tratase de una gripe corriente, aún si se desmayaban por la fiebre, simplemente se les recetaba acetaminofén. Tampoco fueron separados los presos con síntomas de sus compañeros de celda, sabiendo muy bien que en esas celdas hacinadas no hay manera de distanciarse para evitar el contagio.

Mientras tanto, las visitas seguían como de costumbre. “Diario somos cientos de familiares que pasamos visitando nuestros seres queridos,” indicaba una madre para el estudio en mayo; “distanciamiento social sólo hay en el área donde te toman la temperatura y te revisan la paquetería [comida y productos de aseo personal que lleva la familia]; después de eso te toca lavarte las manos con la misma pelota de jabón con que se lavan todos los demás y pasar a una sala de visita que está tan llena que hay familias que deben sentarse en el piso.” Al preguntarles si se desinfectaba la sala entre visitas o si las personas portaban mascarillas, una de las personas entrevistas exclamó, “¡Qué va a ser! Eso sólo si uno mismo se lleva el desinfectante, los guantes y la mascarilla. El sistema no lo hace y a los reos no los dejan; ni nos dejan pasar cloro o alcohol en gel en la paquetería para que limpien sus celdas. A veces ni dejan pasar medicamentos.” De todas las maneras posibles, el sistema se negaba a tomar las medidas necesarias. Hasta que, de la nada, el gobierno decidió excarcelar a 2.815 privados de libertad.

(Vea: Prisiones en el epicentro latinoamericano de la pandemia: el caso brasileño)

Excarcelaciones masivas, compromisos y espectáculos políticos

Esta excarcelación masiva, la más grande en la historia del país, se dio precisamente un día después de la aparición de Uriel en la UCI y en medio del fuerte aumento de denuncias públicas de posibles brotes en diferentes centros penitenciarios. Sin embargo, y notablemente, la orden de excarcelación del Sistema Penitenciario Nacional no mencionó nada de la Covid-19; tampoco fueron parte de la excarcelación los más de 100 presos políticos.

A pesar de la omisión absoluta del virus en el discurso gubernamental, después de la excarcelación masiva se empezaron a tomar las primeras medidas de prevención dentro de los penales. Familiares indicaron que efectivamente se prohibieron las visitas, tanto de personas mayores de 50 años de edad como de menores de edad, y sólo se permitió un visitante por privado de libertad. Se comenzó a permitir, poco a poco, el uso de mascarillas y desinfectantes dentro de las celdas, la realización de jornadas de limpieza de áreas comunes y celdas, “fumigadas” con cloro (al poco tiempo surgieron denuncias de “limpiezas” efectuadas con los reos todavía dentro de sus celdas, que por poco los ahogaron por los químicos utilizados). De la realización de pruebas de Covid-19 no se habla. Hasta la fecha parece que lo único que hacen los funcionarios del equipo de salud es tomar fotos y la temperatura de los presos. ¿Para qué las fotos? No se sabe.

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Cabe destacar que, con o sin Covid-19, las excarcelaciones masivas –que ya formaban parte del proceso penal politizado– han empezado a generar preocupaciones entre la población general. Aunque la figura del indulto no existe en la legislación nicaragüense, el gobierno se ha adjudicado el derecho de excarcelar mediante la figura del “beneficio legal de convivencia familiar” a miles de privados de libertad en los últimos seis años. Mientras que el paso al régimen de convivencia familiar, según lo estipulado en la ley de ejecución, beneficios y control jurisdiccional de la pena, únicamente puede ser otorgado por el juez de ejecución y vigilancia penitenciaria, después de que la persona detenida haya cumplido al menos la mitad de la pena y una serie de requisitos (que excluyen varios delitos), el gobierno ha convertido este proceso legal en una especie de espectáculo político. Y no solamente es un espectáculo que afirma el supuesto compromiso del gobierno con la reinserción social de los privados de libertad. También es un favor político que, siguiendo la lógica de este sistema clientelar, no sólo debe ser agradecido por las personas a ser liberadas con palabras de halago al “buen gobierno” del comandante Ortega y la compañera Rosario durante la ceremonia, sino también con hechos y disciplina, demostrando un “compromiso con la patria” una vez fuera de prisión.

Es notable que ninguna de las notas de prensa del Sistema Penitenciario Nacional menciona a la Covid-19 como uno de los motivos de la puesta en libertad condicional de miles de privados de libertad. Pero aparte de la omisión de la epidemia, las excarcelaciones masivas indican tres cosas importantes. Primero, la evidente necesidad de descongestionar el sistema penitenciario para amortiguar los efectos de la pandemia, incluyendo posibles protestas de los internos, como lo muestra la excarcelación del 13 de mayo. Más allá de la pandemia, también hay que tomar en cuenta la cantidad cada vez mayor de personas que ingresan al sistema penitenciario y la falta de cupos para acomodarlos, lo cual hace necesario que las autoridades tomen pasos para descongestionar las instalaciones. Segundo, e íntimamente vinculado a lo primero, existe desde hace varios años una fuerte influencia del sistema político-clientelar sobre todo el sistema de justicia penal. Efectivamente, desde el primer encuentro con la policía, pasando por el proceso judicial y hasta el tiempo que una persona permanece detenida, se presentan oportunidades para que el proceso penal se “destrabe” y esta salga libre –a cambio de pagos, favores u otros compromisos. Efectivamente, una buena parte de la gobernabilidad del sistema penal depende del funcionamiento de estos mecanismos extralegales, que fomentan a su vez la “disciplina interna”.

Por último, no hay que subestimar la necesidad del sistema político-clientelar, que desde 2018 enfrenta una fuerte crisis de legitimidad, de fortalecer estos vínculos de compromiso y establecer fuerzas de choque leales de cara al proceso electoral venidero. En este sentido, hay que entender que el uso de la fuerza armada en operaciones político-partidarias no es ninguna novedad en Nicaragua; en este sentido fueron incorporadas las pandillas callejeras en las protestas a lo largo de los años 90, así como, de forma más reciente, personas con antecedentes penales o fichadas por la policía en los grupos parapoliciales que se encargaron de la sangrienta represión de las protestas antigubernamentales. Esa posibilidad se evidencia no solamente en el énfasis en el espectáculo político de las excarcelaciones, que se han dado ya desde 2014, sino en su intensificación: en lo que va de 2020 se han excarcelado a más privados de libertad que en todo 2019 (cuando fueron excarcelados unos 7.768 presos comunes); en ambos años (2019-2020) se ha excarcelado a más personas que en años anteriores (2014-2018), cuando fueron excarcelados aproximadamente 10.717. Pero, como bien ha dicho José Luis Rocha, esta incorporación no implica un control absoluto. También hay que tener cuidado en vincular “la delincuencia” a un partido político o una moral particular; varias personas con antecedentes también se unieron a las protestas contra el gobierno, y aunque algunos aprovecharon el caos para delinquir, otros ayudaron a proteger las marchas y barricadas de incursiones violentas de operativos policiales y parapoliciales.

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Mientras que las excarcelaciones masivas evidencian una multiplicidad de aspectos legales y extralegales, tomando en cuenta que entre los excarcelados se encuentran también personas que ya han cumplido sus penas, es evidente que el gobierno trata de ocultar el número exacto de personas privadas de libertad y las condiciones dentro de los centros penitenciarios mediante la omisión de datos públicos, el negacionismo, encubrimiento y silencio institucional, además de una estructura compleja de permisos y avales políticos requeridos para acceder a los establecimientos de reclusión. Sin embargo, según lo relatado por los presos políticos y sus familiares, el hacinamiento persiste a pesar de las excarcelaciones masivas. Adicionalmente, la falta sistemática de atención médica, combinada con la tardía adopción de medidas de prevención, continúan exponiendo a la comunidad privada de libertad al contagio.

Por Julienne Weegels*

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