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En los expendios legales de la cárcel La Picota (Bogotá), una de las más grandes del país, ya no se consiguen analgésicos para los que se quieran automedicar. En el mercado informal escasean los opiáceos como el tramadol, y una pastilla de acetaminofén, de los medicamentos más comunes para pacientes con síntomas leves de coronavirus, puede llegar a costar $40.000. “La gente está muy tensionada, hablan de suicidio o matar a otro como si nada”, le dijo un interno a este diario. Y es que el COVID-19 volvió a entrar a este establecimiento en el que están recluidas 8.321 personas, con un saldo de 1.444 contagiados y cinco muertes, pero esta vez está afectando la parte más antigua de la prisión, donde el hacinamiento está por encima del 90 %.
Este complejo carcelario cuenta con tres estructuras: el Erón, un edificio de grandes proporciones que recuerda las prisiones estadounidenses; los patios de exfuncionarios públicos, que gozan de mejores condiciones que el resto de los reclusos, y, por último, la construcción que los internos llaman Penal, que data de la primera mitad del siglo pasado y es donde se ha concentrado la pandemia en este segundo brote, luego de que el virus pareciera superado en el interior del establecimiento hacia finales de mayo pasado. Del Penal son las conocidas fotos de La Picota, con personas durmiendo en los pasillos, o bien en las celdas, en cambuches improvisados uno encima del otro.
Y es allí donde la situación es más complicada, pues todos los casos de coronavirus que se han identificado son hombres de los patios cinco y siete de esta estructura. Según un interno de ese sector que habló con El Espectador, “la gran mayoría de la gente es asintomática” y, aunque dice que se imaginaban que tendrían algunos positivos en el patio, añade: “No pensamos que fuera a ser una cifra tan alta”. Según contó esta misma fuente, tampoco les han dado jabón o implementos de aseo, que también escasean por estos días en los mercados informales, y, aunque tienen acceso constante a agua, calcula que hay un sanitario o lavamanos por cada 50 personas.
Cruzando el pasillo del patio con más casos de COVID-19 queda La Casona, un espacio de unos 100 metros cuadrados donde están aislando a los adultos mayores de 70 años, según explicó un guardia del Instituto Nacional Penitenciario (Inpec). Han sido adultos de esta ala los que han muerto en los últimos días, según la fuente, tras recibir toda la atención médica. Ese mismo funcionario, que pidió reserva, aseguró que, como los dragoneantes también se están enfermando o deben aislarse cuando sus compañeros salen positivos, cada vez hay menos guardias disponibles. Están a punto de dejar de hacer remisiones a clínicas por esta razón, aseguró el funcionario.
Al ver que los contagios fueron aumentando, la Secretaría de Salud de Bogotá visitó la cárcel el pasado 13 de julio. En el acta de la visita, a la que tuvo acceso este diario, la entidad distrital recomendó intensificar las labores de aseo, garantizar que los internos tengan acceso a agua y jabón para lavarse las manos y disciplinar a los funcionarios que no estén cumpliendo las recomendaciones de bioseguridad. Además, le tomaron muestras a un gran porcentaje de los guardias que han estado expuestos a los patios donde hay casos de COVID-19 y los enviaron a cuarentena. A corte de este 28 de julio, hay confirmados 18 casos positivos entre los funcionarios.
La situación de la cárcel preocupa, explica el guardia del Inpec y líder sindical Freiman Pérez, pues “si La Picota se nos sale de las manos, es como si todo un corregimiento o un municipio pequeño se saliera de control”. La advertencia de Pérez, que trabaja en este centro penitenciario, llega justo cuando las unidades de cuidados intensivos de Bogotá están al borde de colapsar. En ese escenario, el miedo de los reclusos y de los funcionarios se ha acrecentado porque ya no confían en las cifras que entrega públicamente el Inpec sobre contagios y muertes. Y hasta la Personería de Bogotá le pidió a la entidad encargada de la custodia de las cárceles que “no oculte información”.
En La Picota, por ejemplo, ya se dio la primera muerte de un guardia del Inpec por COVID-19. Como contó este diario, el pasado 21 de julio falleció el cabo Rafael Pérez, entre mucho silencio. Además han perdido la vida por lo menos otros cuatro privados de la libertad. Sin embargo, según la Personería, en el caso de este centro de reclusión, así como en el de la cárcel de mujeres El Buen Pastor, el Inpec no ha “sido transparente en el suministro de la información y de la situación de salud en que se encuentran las personas internas”. Un interno del establecimiento le dijo a este diario: “Lo que a nosotros nos causa indignación es que todo lo tapan, todo lo callan”.
El Movimiento Nacional Carcelario pidió en un comunicado que les entreguen elementos de aseo, que cesen los traslados de internos entre patios de la cárcel para no esparcir el virus y que se tomen medidas serias para reducir el hacinamiento, más allá del cuestionado decreto de excarcelaciones. A su voz se sumó el Comité de Solidaridad con los Presos Políticos, que denunció: “El ingreso de personal penitenciario se da sin las debidas protecciones de bioseguridad y los puntos de desinfecciones en el establecimiento son insuficientes”, entre otras circunstancias, lo que dificulta cualquier medida sanitaria tomada en La Picota. Todo esto la hace, “más que una bomba de tiempo, una bomba atómica”, le dijo un recluso a este diario.