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Ahora lo llaman "mermelada". La semana pasada, la Corte Suprema de Justicia abrió investigación preliminar contra prácticamente todo el Congreso por aprobar proyectos de ley impulsados por el Gobierno, supuestamente a cambio de "mermelada": puestos de trabajo, cupos indicativos o contratos. La denuncia apunta a que el alto tribunal determine si legisladores o funcionarios incurrieron en conductas de cohecho, concusión o tráfico de influencias, entre otras. En pleno proceso electoral, el asunto promete ruido mediático y detonante para que la política y la justicia multipliquen audiencias.
Sin embargo, la historia reciente prueba que no hay un debate más trillado en Colombia que comprobar cómo el ejecutivo encontró la fórmula idónea para influir en las decisiones del Congreso, deformando de paso el sistema político con las prácticas clientelistas. El reparto de ayudas a los legisladores o la opción de permitirles intervenir en la aprobación de partidas presupuestales, que tuvo nombre propio: los auxilios parlamentarios. Una manera expedita de limitar la independencia de los poderes públicos utilizando políticamente los recursos del Estado.
A lo largo del siglo XX, bajo la figura de la iniciativa legislativa de gasto público para financiar obras en las regiones, los congresistas encontraron el camino para ayudar a su gente o también meterle la mano al presupuesto; y los gobiernos para hacer democracia o inducir el apoyo de los legisladores. Un asunto que se desvió tanto de su propósito inicial, que para 1945, a través de una reforma constitucional, se restringió para los congresistas. El objetivo fue tratar de imponer la planeación y la participación ciudadana como los ejes contra el ejercicio de la politiquería.
A pesar de que en la reforma constitucional de 1968 se insistió en la racionalización del gasto e incluso se patentó la figura del denominado situado fiscal, para dar aire a los entes territoriales en la distribución de los ingresos, tampoco estos avances erradicaron la mala interpretación de los auxilios parlamentarios. Siempre fueron fuente de pelea política y de escándalo. Por eso, cuando la constituyente de 1991 le dio vuelta de tuerca a la centenaria de 1886, una de las decisiones más aplaudidas, aunque con ambigüedades, fue prohibir los auxilios parlamentarios.
A través del artículo 355, quedó prohibido que cualquier rama u órgano del poder decretara auxilios o donaciones a favor de personas naturales o jurídicas de derecho privado. Casi de inmediato quedó planteada la disyuntiva, pues los expertos no demoraron en advertir que esos auxilios habían quedado vivos en favor de personas de derecho público, es decir, municipios, departamentos o institutos descentralizados; y que, al contrario de lo que venía sucediendo en Colombia, la Carta de 1991 le había devuelto al Congreso la iniciativa en materia de gasto.
Cuando la constitución de 1991 estaba en pañales y entre el gobierno Gaviria y el Congreso terminaban de darle forma a las nuevas instituciones, por el referido asunto se presentó el primer escollo y terminó en escándalo judicial. El fiscal Gustavo de Greiff fue el protagonista cuando aprobó allanar la sede del Concejo de Bogotá, en apoyo a un fiscal que dictó 28 autos de detención contra congresistas, concejales y funcionarios del Distrito que presuntamente se habían apropiado indebidamente de recursos del fisco reviviendo la figura de los auxilios.
En medio del alboroto mediático, las listas de políticos inmersos en el escándalo ocuparon las primeras planas de los diarios y los titulares de radio y televisión. Telésforo Pedraza, Ricaurte Lozada, Omar Mejía o Jorge Durán Silva encabezaban el listado. Pronto se sumaron Julio César Sánchez, Julio César Turbay Quintero o Germán Vargas Lleras. Unos y otros corriendo bases para explicar su conducta, aunque el peso mayor del escándalo recayó sobre el alcalde Juan Martín Caicedo Ferrer y sus secretarios de Hacienda Marcela Airó y Luis Ignacio Betancur.
El plato fuerte sobrevino cuando el alcalde Caicedo fue privado de la libertad junto a sus exsecretarios, lo que provocó que el final de su mandato lo desarrollara Sonia Durán de Infante, convertida en la primera alcaldesa de Bogotá, aunque en calidad de encargada. Con el paso de los días, los políticos señalados fueron quedando a salvo, todos absueltos, mientras que a Caicedo le tocó enfrentar un largo viacrucis judicial para demostrar su inocencia. Diez años después, la Corte Suprema de Justicia lo absolvió de todo cargo y en nada quedó el cuento de los auxilios en el Distrito.
En agosto de 2001, cuando la Corte Suprema ratificó la absolución del exalcalde Caicedo, éste expidió invitó a una reflexión pública sobre el tratamiento de los escándalos judiciales. En su cuenta de cobro, Caicedo criticó el proceder “temerario” de algunos jueces y del fiscal De Greiff para promover “una farsa judicial”, y de paso pidió a los periodistas que, después de kilómetros de cuartillas, carátulas o centenares de horas de transmisión en radio y televisión cuando estalló el escándalo, le dieran una mínima compensación por el daño irreparable a su buen nombre.
Como sucede en Colombia, pronto el ruido de los auxilios en el Concejo de Bogotá fue olvidado, entre otros factores porque también fue la época de la cacería final a Pablo Escobar, y porque a la vuelta de la esquina se asomaba el escándalo que polarizó a Colombia: la narcofinanciación de la campaña de Ernesto Samper a la Presidencia en 1994 y el conexo proceso 8000, promovido para cortar los nexos entre narcotráfico y política. Dos años de galería judicial, con sucesión de políticos y personajes públicos esposados, rumbo a la Fiscalía convertida en baluarte nacional.
En la noche del 12 de junio de 1996, tras 11 meses de una polémica investigación parlamentaria, la plenaria de la Cámara de Representantes exoneró de toda responsabilidad penal y política al presidente Samper. Por 111 votos a favor y 43 en contra, la Cámara impuso el sello de cosa juzgada al capítulo presidencial del escándalo 8000, pero como el ambiente político continuó caldeado, empezaron a proliferar denuncias contra esa decisión, y a la Corte Suprema de Justicia llegaron varias solicitudes para que los 111 congresistas de la absolución fueran investigados.
En junio de 1998, el magistrado Jorge Aníbal Gómez, en calidad de ponente, ordenó la apertura de instrucción contra los legisladores que habían absuelto a Samper, y ordenó escucharlos en indagatoria. De inmediato, trascendió que el propósito era establecer si los congresistas habían incurrido en prevaricato, pero el debate público aumentó las suspicacias, al punto de que se impuso el rumor de que el gobierno había apelado a la consabida ruta de las ayudas a los congresistas para ganar su voto en favor de la absolución a Samper. El presidente lo bautizó como un choque de trenes.
Cuando todo apuntaba a un inédito proceso judicial contra más de 111 parlamentarios, en la agonía de 1998 la congresista Viviane Morales Hoyos -hoy candidata presidencial- interpuso una tutela contra la decisión de la Corte Suprema, argumentando vulneración al derecho al debido proceso y en defensa de la inviolabilidad de los votos y opiniones emitidos por los congresistas. Los magistrados del alto tribunal replicaron defendiendo su derecho a investigarlos y señalaron que, en este caso, la tutela era utilizada como inadmisible intromisión a sus facultades.
El 29 de enero de 1999, a través de una sentencia dividida, la Corte Constitucional dejó sin efectos el proceso que se adelantaba en la Corte Suprema de Justicia y ordenó que en 48 horas fuera archivada. A nombre de la inviolabilidad parlamentaria, se puso fin a la intención del juez de los congresistas a examinar qué motivaciones habían incidido para el fallo absolutorio en favor de Ernesto Samper. En uno de los salvamentos de voto, el magistrado Eduardo Cifuentes calificó lo sucedido como un menoscabo de la constitución por impedir que se supiera la razón de esos votos.
Pero el escándalo pasó, hubo revelo en la Casa de Nariño y, antes de lo pensado, los congresistas estaban de nuevo en la mira de la Corte Suprema de Justicia. En esta ocasión porque la Red de Veedores Ciudadanos los denunció por presuntos delitos de concusión, interés ilícito en celebración de contratos y abuso de autoridad. El detonante de la denuncia fue una publicación del periódico El Tiempo sobre un inusitado e inexplicable incremento en la planta de personal de defensores públicos en la Defensoría del Pueblo, producto de amañadas recomendaciones de los parlamentarios.
Encuentre este 20 de febrero nuestra segunda entrega de este tema.