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Néstor Humberto Martínez, 'workaholic' y poderoso

Es el hijo de un hombre y una mujer desterrados por la violencia bipartidista. Juega golf, trabaja de luna a luna y su héroe personal es su padre, el fallecido humorista Humberto Martínez Salcedo.

Diana Durán Núñez
24 de julio de 2016 - 02:00 a. m.
Néstor H. Martínez estudió en el Colegio Mayor de San Bartolomé y después entró a la Universidad Javeriana a estudiar derecho  y economía. Su título de abogado lo consiguió en 1977. / Gustavo Torrijos - El Espectador
Néstor H. Martínez estudió en el Colegio Mayor de San Bartolomé y después entró a la Universidad Javeriana a estudiar derecho y economía. Su título de abogado lo consiguió en 1977. / Gustavo Torrijos - El Espectador
Foto: GUSTAVO TORRIJOS

Juan Manuel Santos fue el tercer presidente de la República al que Néstor Humberto Martínez Neira, sin rodeos, le dijo que su aspiración era ser fiscal general. El primero fue César Gaviria, quien quiso proponerlo en la terna de la que saldría en 1994 el sucesor de Gustavo de Greiff, el primer hombre en ocupar ese cargo desde que nació la Fiscalía con la Constitución del 91. Pero, para ese momento, Martínez ya había sido designado por Ernesto Samper como su ministro de Justicia. El segundo a quien le habló de sus intenciones fue, precisamente, Samper.

A Santos se lo dijo al posesionarse para su segundo mandato; Martínez Neira fue una de sus primeras llamadas. Lo quería a su lado para lo obvio, ayudarlo a manejar los hilos del poder. Pero Martínez Neira quería ser fiscal, sólo fiscal. Para convencerlo, Santos le propuso estrenar el Ministerio de la Presidencia, permanecer allí un año y luego perseguir la Fiscalía, tal cual ocurrió. Esa es la historia de cómo entró a la terna este hombre que, cuando era un niño de 9 años de cara regordeta y cachetes amplios, se ponía gafas y remedaba al expresidente Carlos Lleras Restrepo.

El promotor de la imitación era su padre, Humberto Martínez Salcedo, un intelectual y humorista consumado a quien el nuevo fiscal general llama siempre, en cualquier escenario y ante cualquiera que pregunte, “mi viejo, mi ícono, mi referente”. Murió el 19 de enero de 1986, dicen en la familia Martínez, de un infarto silencioso. Lo encontraron en su cama con la cabeza sobre un libro de fray Pedro Simón, un franciscano español conocido por haber documentado la conquista de los territorios que luego serían Colombia y Venezuela.

Cuando Néstor Humberto Martínez llegó a París de embajador en 1996, recordaba a menudo las historias que le oía a su viejo sobre Francia, país que conocía casi de memoria a pesar de que nunca puso un pie en él. Para entonces Martínez Neira ya tenía una carrera pública bastante curtida y su paso por la Superintendencia Bancaria, entre 1988 y 1991, lo había acercado al verdadero poder: los emporios económicos. El nuevo fiscal, dicen quienes lo conocen, heredó el buen humor de su padre. A veces hasta se le va la mano en la acidez. Y allí, en la Superintendencia, afloró su otra marca personal: la adicción al trabajo.

—Que en la Fiscalía se atengan porque los que trabajaban poco se van a ver afectados. Néstor Humberto es de jornadas largas y mando fuerte. Estará allá a las 6 de la mañana y a las 11 de la noche no se habrá ido aún.

Esas palabras vienen de alguien que trabajó con Martínez Neira en el Ministerio del Interior, y se repiten entre tantas otras personas que laboraron con él en la Superintendencia y los ministerios. Cuando era el superbancario, una jornada habitual empezaba a primera hora y concluía a las 3 de la madrugada. En ese organismo era famoso por llamar a subalternos a medianoche a pedirles información o dejarles tareas. En la medianoche de un sábado de enero de 2015 también ayudó a solucionar el paro de los sindicatos del Instituto Penitenciario y Carcelario.

Martínez Neira es el abogado de los grupos económicos más poderosos de este país. Un ejemplo lo concreta todo: es el asesor legal de cabecera de Luis Carlos Sarmiento, el dueño de El Tiempo y el grupo AV Villas. Martínez Neira, a diferencia de su antecesor, Eduardo Montealegre, no tiene nada de experienca en derecho penal. Pero, también a diferencia de su antecesor, lo sabe todo del poder. Cómo no, si lo conoce desde sus entrañas. “Por eso es que él no se va a enloquecer en la Fiscalía. Él ve este cargo como la culminación de su carrera pública”, dice un exfiscal general.

Por estos días parece imposible ubicar a alguien dispuesto a criticar al nuevo fiscal más allá de mencionar lo que ya se conoce: que es un hombre tremendamente ambicioso y convenientemente conectado. Los señalamientos han venido más bien de políticos como el senador Jorge Enrique Robledo, quien, apenas se supo que él era el nuevo fiscal, rechazó “el gobierno de los supermegarricos”. O de columnistas como Cecilia Orozco, quien escribió en este diario: “No puede ser ‘ventaja’ que el próximo fiscal sea el representante del gran poder económico y político, porque esto sí iría en contra de la independencia de la rama (Judicial)”.

En los años 90, los juicios contra Martínez Neira eran de otro color. En junio del 95, en el Congreso le reprochaban que insistiera en defender la justicia sin rostro, aquel remedio mal logrado que, aunque buscaba proteger a jueces y fiscales de la violencia del narcotráfico, terminó siendo un Frankenstein que difuminó el significado de la palabra justicia. En un debate que el Senado desordenó, Martínez Neira argumentaba que desmontar el sistema de inmediato llevaría al caos institucional. Al día siguiente se decidió que el fin de ese sistema sería el 30 de julio de 1999, y así fue.

En esa época era el ministro de Justicia de Samper. Se posesionó el 7 de agosto de 1994 mientras Humberto de la Calle, hoy jefe negociador de los diálogos con las Farc, se posesionaba como vicepresidente. La paz, sin duda, será un asunto tan fundamental para esta Fiscalía como lo fue en 1999, cuando era el ministro del Interior de Andrés Pastrana. El 5 de enero del 99, cuando Pastrana ultimaba detalles en San Vicente del Caguán para instaurar la mesa de negociaciones, Martínez Neira hacía lo mismo en el mismo lugar para la firma del Plan Colombia.

Desde su posición como ministro de Justicia le tocó vivir tiempos convulsionados. En enero del 95, cuando Samper llevaba cuatro meses en el poder, Martínez Neira fue uno de los defensores de una idea que Samper mismo defendió contra viento y marea hasta que la coyuntura política lo ahogó: mantener el veto sobre la extradición. También le tocó liderar la comisión que se creó para estudiar la política de sometimiento que, después del bochornoso episodio de rendición de Escobar, no era muy bien vista. Martínez Neira abogó entonces por penas más duras.

Esa comisión se creó el 18 de enero de 1995, el mismo día que Celia Cruz visitó al presidente Samper y a su esposa, Jacquin Strouss, y que el Tribunal Superior de Bogotá ordenó que Iván Urdinola, el temido capo del cartel del norte del Valle, fuera nuevamente recluido en una cárcel de Bogotá. Urdinola, en una muestra del poder que tenían entonces los narcotraficantes, había conseguido que un juez lo enviara a la cárcel de Palmira pidiendo protección para su derecho a gozar de la unidad familiar.

Fue escudero del Ernesto Samper que perdió el beneplácito de la administración Clinton, del Samper al que el prestigio se le escurrió entre los fragores del Proceso 8.000. Los periódicos de la época dan cuenta de que, para Martínez, que Colombia tuviera que someterse a que Estados Unidos certificara su lucha contra las drogas era un asunto de “dignidad nacional”. Eran tiempos en que no se guardaba un pensamiento. A la Corte Constitucional que tumbó la conmoción interior el 1° de noviembre del 95 le reclamó que su decisión hacía del gobierno un “gobierno eunuco”.

También en la época de Samper, diciembre del 95, afrontó el "narcomico". Cuando el Proceso 8.000 ebullía y varios congresistas empezaban a hacer investigados y sus visas a Estados Unidos removidas, un día, sin vergüenza alguna por legislar en beneficio propio, el Senado introdujo en un proyecto de ley de seguridad ciudadana un artículo que hacía prácticamente imposible investigar a alguien por enriquecimiento ilícito. Martínez Neira vociferó su oposición en el Capitolio. Lo mismo el entonces fiscal Alfonso González Valdivieso. Al día siguiente, la Cámara de Representantes hundió la iniciativa por unanimidad. 

Aunque aceptó ser el ministro de un presidente conservador como Pastrana, y aunque sembró la semilla para lo que después sería Cambio Radical –el partido al que luego se unió su gran amigo, el vicepresidente Germán Vargas Lleras–, Martínez Neira es un liberal. Sus padres lo eran. Su madre, Aleyda Neira, nació en Ortega, Tolima, y de allí salió expulsada por la violencia bipartidista. Lo mismo le ocurrió a su padre, un santandereano que se graduó en el 54 de la Universidad Nacional como el mejor de su curso.

Néstor Humberto Martínez Neira es el poder del poder y por eso, quizás, el único deporte que practica de tanto en tanto es el preferido de los poderosos: el golf. En los próximos cuatro años difícilmente tendrá chance de viajar al exterior para asistir a conciertos de música clásica, pues le esperan los avatares de la enmarañada justicia colombiana. Por ahora disfruta de un viaje familiar con su esposa, la odontóloga Claudia Beltrán, con quien acaba de cumplir 45 años de estar juntos. Ella y sus cuatro hijos, reiteran quienes lo conocen bien, son su brújula. No más que su ambición, dicen sus detractores. Lo espera una Fiscalía difícil, una bestia indomable. Todos los ojos están puestos sobre él.

Por Diana Durán Núñez

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