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Plazas Vega, el pianista, el político frustrado, el coronel en medio del holocausto

La historia del protagonista de la retoma del Palacio de Justicia, desde el holocausto hasta su absolución en la Corte Suprema.

Jaime Flórez Suárez
16 de diciembre de 2015 - 11:28 p. m.
Plazas Vega, el pianista, el político frustrado, el coronel en medio del holocausto

 El teniente coronel Plazas Vega le contestaba a los medios una seguidilla de preguntas sin pausa. ¿Cuántos muertos? ¿Cuántos rehenes rescatados? Acababa de liderar la entrada del Ejército al Palacio de Justicia a bordo de un tanque de guerra. Lucía nervioso, cansado, el casco se le veía grande. Gagueaba inseguro ante las preguntas de los reporteros. “¿La decisión que hay en este momento por parte de las fuerzas regulares cuál es?”, le inquirieron. Y es a este interrogante al único que responde con voz firme: “Mantener la democracia, maestro”.

Han pasado 30 años desde la noche de esa entrevista, el 6 de noviembre de 1985, el día en que comenzó la toma del Palacio de Justicia, durante la que murieron cerca de un centenar de personas (10 más siguen desaparecidas), en su mayoría civiles. La respuesta de Plazas Vega se volvió frase célebre; un par de cosas no han cambiado desde que la pronunció. Todavía no hay claridad sobre muertos y desaparecidos durante el holocausto; Plazas Vega sigue defendiendo con ese mismo argumento sus acciones de aquellos días. La justicia lo condenó como responsable de tortura y desaparición. El coronel (r), con el mismo convencimiento con el que esa noche contestó aquella pregunta, ha defendido su inocencia.

Antes de la toma del Palacio de Justicia, antes de que su nombre se volviera determinante en uno de los episodios más trágicos de este país, Plazas Vega era un militar ordinario que buscaba construir una carrera que lo llevara hasta los más altos rangos castrenses. Era casi una vocación heredada: uno de sus tíos fue coronel del Ejército; un primo, oficial de la aviación. Plazas fue catedrático de escuelas militares desde la década de los 60 y alcanzó un cargo visible dentro de las Fuerzas Armadas a principios de los ochenta, cuando fue designado como comandante del grupo Guías de Casanare.

En 1985 asumió la comandancia de la Escuela de Caballería del Ejército. Poco antes del mediodía del 6 de noviembre de ese año, guerrilleros del M-19 se tomaron el Palacio de Justicia, sede de la Corte Suprema y el Consejo de Estado, según sostuvieron, con el propósito de hacerle un juicio político al entonces presidente Belisario Betancur, tras la ruptura de un cese al fuego acordado entre el Gobierno y esa guerrilla. A los pocos minutos comenzó la respuesta militar de las fuerzas del Estado.

El M19 bautizó su operativo como “Antonio Nariño por los derechos del hombre”, las autoridades respondieron con el Plan Tricolor 83, del que fue parte Plazas y que, según las sentencias en su contra, tenía como objetivo, además de retomar el edificio, “controlar la salida de rehenes del Palacio para evitar que los subversivos eludieran el cerco militar”. Plazas fue uno de los primeros militares en entrar al edificio, a bordo de un tanque de guerra. Lo que vino a continuación fueron escenas que están grabadas en la retina de los colombianos. Fuego cruzado, un cañonazo contra la fachada del Palacio, un incendio que consumió el edificio; entraron militares, salieron rehenes, algunos nunca aparecieron. Las acciones se extendieron durante más de un día. Así se conjuró el holocausto.

La retoma terminó pero el episodio del Palacio de Justicia no se cerró para la historia colombiana. El rostro flaco y anguloso de Plazas apareció en todos los canales de televisión. Se volvió una figura. Muchos lo catalogaron de héroe, un rótulo que el tiempo se encargó de poner en tela de juicio. Con una relativa fama a cuestas continuó con su carrera militar.

En 1987 fue nombrado secretario del Comando General de las Fuerzas Militares y al año siguiente se convirtió en jefe de Estado Mayor de la Segunda Brigada en Barranquilla. Pese a estos ascensos, su anhelo de escalar hasta general no se materializaba. En 1992, después de que su nombre no apareció entre los llamados al curso necesario para convertirse en brigadier, se retiró del Ejército. Al año siguiente se arrepintió. Interpuso una tutela para que se le reintegrara a la Institución y se le incorporara al curso de Altos Estudios Militares, para subir de rango. Argumentó que con la negativa de los generales para llamarlo a curso, le estaban violando su derecho a la igualdad. Pero el fallo no fue favorable y su deseo quedó frustrado.

Así que decidió dar el salto a la política, un terreno en el que nunca pisó firme. En 1994 se lanzó al Senado por el Partido Liberal, encabezando una lista de oficiales retirados, y se quemó. Fue nombrado cónsul en Hamburgo (Alemania) y luego en Los Ángeles (Estados Unidos), pero no llegó a asumir ningún cargo. Del primero desistió ante la presión que grupos de derechos humanos ejercieron contra su nombramiento, y para el segundo le fue negada la visa diplomática. En 2006 lo intentó de nuevo. Se lanzó al Senado por el Partido de La U pero los 4.500 votos que obtuvo fueron más que insuficientes para alcanzar una curul.

Tal vez en el plano intelectual obtuvo mejores frutos. En los 60 se graduó como administrador de empresas y desde ahí nunca interrumpió su preparación académica. Adelantó varios diplomados y especializaciones, algunos en el extranjero, en países como Estados Unidos y España. Fue catedrático militar y también profesor de la Universidad de la Sabana. Escribió varios libros, uno de ellos, “Presidentes de Colombia”, llegó a la quinta edición; también publicó “La batalla del Palacio de Justicia”, donde expuso su versión de lo sucedido en 1985. Incluso consiguió ser miembro de la Academia Colombiana de Historia. En 2002, el recién electo presidente, Álvaro Uribe Vélez, lo puso a cargo de la Dirección Nacional de Estupefacientes (DNE).

Pero las dudas sobre su gestión no tardaron en aparecer; se le vinculó con al menos una decena de irregularidades en el manejo de bienes liquidados por la entidad, entre estos, varias propiedades del clan Nasser Arana, una familia condenada por narcotráfico. Ante la aparición de varias denuncias de este tipo tuvo que abandonar el cargo tras dos años de haberlo asumido.

Más de 20 años después de su participación en la retoma del Palacio de Justicia, Plazas fue llamado a los estrados judiciales. En 2007, rindió indagatoria y fue capturado por la desaparición de 11 personas (10 empleados de la cafetería y la guerrillera Irma Franco) que salieron con vida del Palacio sin que después se tuviera noticia de su paradero. En 2010, la jueza María Stella Jara lo condenó a 30 años de prisión como coautor mediato del delito de desaparición forzada, al establecer que en manos de Plazas estaba la seguridad de estas personas que fueron trasladadas a instalaciones militares, donde las torturaron y desaparecieron.

Dos años más tarde, la sentencia fue confirmada parcialmente en segunda instancia por el Tribunal Superior de Bogotá, que declaró a Plazas culpable de la desaparición de Carlos Rodríguez Vera, administrador de la cafetería del Palacio, y de la guerrillera Irma Franco. La pena fue ratificada. Pese a las dos decisiones judiciales, desde varios sectores se mantuvieron dudas sobre la responsabilidad de Plazas, incluso el hoy presidente Juan Manuel Santos lamentó el fallo, pues se habla de la ausencia de una prueba definitiva contra el coronel (r). Entretanto, organizaciones de derechos humanos y familiares de las víctimas aplaudieron la decisión.

Desde los comienzos del proceso por el holocausto, Plazas está privado de la libertad. Recluido en una “jaula de oro”, como denominó el propio coronel (r) a las instalaciones del Cantón Norte, ha pasado sus últimos ocho años. Allí se ha dedicado a estudiar su expediente judicial, en busca de pruebas que lo libren de culpas; y a tocar piano, por recomendación de su psiquiatra. En esa sede militar, Plazas se mueve a su gusto, toma café con quien quiere, hace ejercicio y habla tranquilamente con otros recluidos y uniformados.

La habitación de Plazas tiene una cama confortable, incomparable con la de cualquier prisión, y un escritorio rodeado de fotografías familiares. En ese lugar, el coronel (r) habría pasado su última noche, tras la absolución de la Corte Suprema de Justicia. Ahora volverá a la calle, luciendo el rótulo de inocente, seguramente con más orgullo que cualquiera de sus honores militares.

Por Jaime Flórez Suárez

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