Tres décadas del poder paralelo de la Oficina de Envigado

Detrás de la captura del secretario de Seguridad de Medellín existe una larga historia de criminalidad que no se ha logrado resolver. El Estado intenta ejercer autoridad, pero no se descarta una vía negociada.

El Espectador
15 de julio de 2017 - 04:59 a. m.
Gustavo Villegas, exsecretario de Seguridad de Medellín, durante la audiencia de imputación de cargos. / El Espectador
Gustavo Villegas, exsecretario de Seguridad de Medellín, durante la audiencia de imputación de cargos. / El Espectador
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La detención el pasado 5 de julio del secretario de Seguridad de Medellín, Gustavo Villegas, al margen del debate penal sobre su responsabilidad frente a los delitos que se le imputan, ratifica que la capital antioqueña y el área de su influencia siguen bajo el acoso del narcotráfico. El dilema ahora es saber si lo que conviene es insistir en una política de sometimiento de las bandas organizadas o si la única opción es la fuerza coercitiva del Estado para impedir que el Clan del Golfo extienda más sus tentáculos en la zona.

Sobre Gustavo Villegas recaen cargos por concierto para delinquir agravado y omisión de denuncia de particular que, en términos periodísticos, se traduce en supuestos nexos con la Oficina de Envigado. Su defensa apunta a que esos acercamientos hacían parte de la búsqueda de un proyecto de ley para someter a las bandas criminales y que habló con delincuentes para resolver un problema de seguridad familiar. Cierto o no, lo que no puede ocultarse es la amenaza latente de la Oficina.

Los orígenes de esa organización se remontan al momento en que Pablo Escobar Gaviria, ya un capo del narcotráfico, optó por extender su poder a la política. Corría el año 1982, Escobar llegó a la Cámara por el Movimiento de Renovación Liberal, y esa misma plataforma electoral alcanzó tres curules en el Concejo de Envigado. Con el paso de los días, Escobar extendió sus nexos hasta la Alcaldía y habilitó los canales de la corrupción para moverse entre oficiales de la Fuerza Pública y funcionarios de la justicia.

Desde la administración surgió el Departamento de Orden Ciudadano (DOC), con atribuciones policiales y aplicación de justicia por mano propia. Al mismo tiempo, Escobar consolidó su proyecto mayor: controlar la delincuencia a través de una oficina de cobro. En otras palabras, una especie de recaudo a todo aquel que quisiera delinquir en el Valle de Aburrá y de extorsión generalizada. La Oficina de Envigado, como pasó a llamarse, se mimetizó también en despachos de tránsito para acceder a matrículas y pases de conducción.

Hasta que Escobar fue abatido por la Policía en diciembre de 1993, la Oficina de Envigado fue uno de sus soportes. A partir de ese momento, el nuevo patrón pasó a ser Diego Murillo Bejarano, alias Don Berna, antiguo lugarteniente del narcotraficante Fernando Galeano, que terminó enfrentado a Escobar por el asesinato de su jefe. Para lograrlo, Don Berna hizo el tránsito completo. Primero se sumó a los Perseguidos por Pablo Escobar (Pepes) y después migró hacia el paramilitarismo, sin dejar nunca el narcotráfico.

Para la segunda mitad de los años 90, aunque Don Berna fungía como jefe del bloque Cacique Nutibara de las Autodefensas Unidas de Colombia (Auc), su Oficina de Envigado fue pieza estructural del crimen organizado y el narcotráfico. En ese momento ya contaba con tres personajes claves para sostener su mando: Daniel Mejía, alias Danielito, antiguo miembro del DOC; Gustavo Upegui López, propietario del equipo de fútbol Envigado, y Carlos Mario Aguilar, alias Rogelio, antiguo empleado del poder judicial.

A nivel nacional, Don Berna y sus aliados posaban de paramilitares, aunque en el fondo todos eran jefes mafiosos. Ramiro Vanoy, alias Cuco; Carlos Mario Jiménez, alias Macaco; Daniel Rendón Herrera, alias Don Mario; Vicente Castaño, alias el Profe, o los hermanos Rodrigo y Guillermo Pérez Alzate, alias Julián Bolívar y Pablo Sevillano. En Medellín ejercía el bloque Metro, comandado por Carlos Mauricio García, alias Doble Cero, pero la Oficina de Envigado aportaba su propia dinámica criminal.

Cuando llegó la era Uribe y tomó forma el proceso de paz con las autodefensas, ocurrió lo que los analistas dieron en llamar la “donbernabilidad”. En otras palabras, la caída de las estadísticas de homicidios y otros delitos en el Valle de Aburrá. Un hecho atribuido a la decisión de la Oficina de Envigado y su jefe de contribuir a la negociación de paz, ayudando indirectamente a los resultados en seguridad de la administración de Sergio Fajardo entre 2004 y 2007 y su secretario de Gobierno, Alonso Salazar.

En ese momento, Gustavo Villegas ofició como coordinador de la desmovilización del bloque Cacique Nutibara, y fue secretario de Gobierno de Sergio Fajardo cuando Alonso Salazar renunció para lanzarse a la Alcaldía de Medellín. Ya entonces el proceso de paz entre Uribe y las autodefensas estaba en crisis porque la Corte Constitucional había dejado la Ley de Justicia y Paz en sus justas proporciones y los jefes paramilitares buscaron recobrar sus redes ilegales al constatar que su paso a la política estaba bloqueado.

En 2008 sucedió lo inesperado. En mayo fueron extraditados a Estados Unidos los 14 principales jefes del paramilitarismo y un mes después Gustavo Villegas fue designado viceministro de Defensa por el gobierno Uribe. A finales de 2009, su nombre apareció relacionado en el escándalo del director de Fiscalías de Medellín Guillermo Valencia Cossio, quien resultó condenado por nexos con alias Don Mario. Villegas fue cuestionado por conceder varios contratos para la seguridad de los desmovilizados en su condición de director del Programa de Paz en Medellín.

Sin embargo, mientras el gobierno Uribe soportaba el embate de la parapolítica y otros escándalos derivados de su fallida negociación de paz con las autodefensas, y el alcalde de Medellín, Alonso Salazar, trataba de conservar los índices favorables de la “donbernabilidad”, la violencia regresó a las calles de Medellín. La extradición de Don Berna, sumada al asesinato de alias Danielito y de Gustavo Upegui, así como la entrega a la DEA de alias Rogelio, dejaron acéfalo el poder en la Oficina de Envigado, y se desató la guerra.

Esta vez la confrontación fue entre Maximiliano Bonilla, alias Valenciano, y Érickson Vargas, alias Sebastián. Aunque ambos terminaron extraditados a Estados Unidos, el primero en 2011 y el segundo en 2013, después de incontables homicidios el asunto quedó en tablas, pero a través de Sebastián recobraron espacio en la ciudad los Urabeños, comandados por Dairo Antonio Úsuga, alias Otoniel, un viejo conocido, porque estuvo en el cartel de Medellín y fue mano derecha de Vicente Castaño y Daniel Rendón, alias Don Mario.

Cuando el proceso de paz entre Uribe y las autodefensas se fue a pique, Otoniel fue uno de los que lideraron el rearme. De la mano de Don Mario regresó a Urabá y constituyó el Clan Úsuga o, como lo llama el Estado, el Clan del Golfo. Ellos, con la aspiración de obtener un estatus político, prefieren ser llamados Autodefensas Gaitanistas de Colombia (AGC). Tiempo después, a través de Carlos Chatas, el mandamás en Bello y de quien se dice que pretende constituir un cartel aparte, Otoniel logró espacio en la Oficina de Envigado, vía Sebastián.

Aunque se dice que Sebastián y Valenciano ya hicieron las paces estando encarcelados, por la resistencia de quienes se oponen a la entrada del Clan del Golfo, la sangre sigue corriendo en el Valle de Aburrá. Lo único que ha cambiado es que ahora a la Oficina se la denomina así, a secas, para no asociarla con municipio alguno. Y al margen de la violencia, es claro que su objetivo es negociar con el Estado. De hecho, la Fiscalía de la era Montealegre alcanzó a promover a un mediador para el tema.

En medio de rumores sobre una eventual reforma del Código de Procedimiento Penal, para buscar el sometimiento de las bandas criminales, desde finales de 2015 se abrió en Medellín un camino paralelo para acabar con la Oficina, a través de la figura del principio de oportunidad. La fiscal designada fue la coordinadora de la Unidad de Vida de la Fiscalía de Medellín, Alexandra Vélez, quien emprendió un preacuerdo con Julián González, alias Barney; Édinson Rojas, alias Pichi, y Juan Camilo Rendón, alias Peluco.

Los tres fueron jefes de la Oficina y hoy están detenidos. Gracias al preacuerdo se dieron algunos golpes y mejoró la seguridad. Pero, sin explicaciones, el director seccional de Fiscalías de Medellín, Germán Darío Giraldo, suspendió el proceso y ordenó el traslado de la fiscal Vélez. Después se supo que, en una reunión de trabajo con Barney, Pichi y Peluco para contextualizar el crimen organizado en el centro de Medellín, surgió el nombre de Pedro Pistolas, y desde ese momento se frenó la negociación.

Antiguo miembro de las autodefensas de Anorí, la sombra de Pedro Pistolas modificó el trazado. El fiscal Giraldo, quien había apoyado el acercamiento, dio marcha atrás, y al ser relevada la fiscal Vélez, los jefes de la Oficina exteriorizaron su desconfianza y frenaron el proceso. En medio de la crisis trascendió que el alcalde de Medellín, Federico Gutiérrez, iba a ser blanco de un atentado. El lío es que se enteró de la amenaza dos semanas después, circunstancia que precipitó la renuncia del director Germán Darío Giraldo.

De todo estuvo enterado el secretario de Seguridad, Gustavo Villegas, que incluso asistió a un par de reuniones con la Fiscalía o envió a un asesor. Nunca fueron reuniones secretas y en ellas quedó claro el verdadero dilema: la Oficina sigue dividida entre quienes apuestan por el mando tradicional y quienes le están abriendo camino al Clan del Golfo en Medellín, entre ellos Pedro Pistolas y Carlos Chatas, que siguen libres. El alcalde Federico Gutiérrez conoce en detalle todo lo que ha sucedido.

En Bogotá siempre estuvo claro el panorama judicial. De hecho, en febrero de 2016 se dio una reunión en Medellín, con presencia del Director Nacional de Fiscalías, Luis González León, para debatir el tema. Lo paradójico es que dos meses después, a través de una circular, el entonces fiscal encargado, Jorge Perdomo, condicionó cualquier acercamiento con los jefes de la Oficina a que se orientara desde Bogotá. Nunca se recobró el camino y a los 15 meses el protagonista ahora es el exsecretario de Seguridad Gustavo Villegas.

Hoy está en la cárcel y las pruebas en su contra apuntan a demostrar que, a través del exguerrillero del Eln Mariano Zea, capturado el mismo día que Villegas, el exsecretario de Seguridad de Medellín enviaba información al desmovilizado del bloque Cacique Nutibara Julio Perdomo para alertarlo sobre acciones de la Policía, posibles capturas o investigaciones. Villegas niega que haya sacado réditos de esas conversaciones para su política de seguridad y dice que todo iba dirigido a buscar un proyecto de ley para el sometimiento de las bandas criminales a la justicia.

Ese proyecto de ley existe e incluso la senadora del Centro Democrático Paola Holguín reconoció que está dispuesta a presentarlo. El portal La Silla Vacía manifestó que en su redacción también participaron Jorge, Diego y Juan Alejandro Gaviria. El primero fue director del programa Paz y Reconciliación de Medellín y contratista de la Secretaría de Seguridad. El segundo fue abogado de Mariano Zea. Ambos son hermanos del congresista José Obdulio Gaviria. Juan Alejandro Gaviria es sobrino del senador.

En síntesis, el gobierno municipal, un sector del Congreso, la Fiscalía y casi Medellín entera saben que existió un preacuerdo con los jefes de la Oficina y que se cocina un proyecto de ley de sometimiento a la justicia y acogimiento de entregas voluntarias. ¿Se le fue la mano a Gustavo Villegas? Mientras la justicia lo resuelve, la única verdad es que el Estado no sabe qué hacer en Medellín frente a la delincuencia organizada y la Oficina va por su tercera década ejerciendo un poder paralelo.

Por El Espectador

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