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No soy capaz de preguntarle más cosas que quisiera saber. Solo puedo escuchar atónito su relato que viene por oleadas, como flashes de momentos de un par de días que no acaba de comprender. La mirada a lo lejos mientras habla es su mente todavía situada en Providencia con su gente que dejó allá; las lágrimas se escurren esporádicas; su alma destrozada no pierde la firmeza y dice “yo lo perdí todo”, pero en seguida: “necesito recuperarme para volver a comenzar de cero”.
El sábado sonaba tan tranquila... La escuché hablar con mi madre mientras le contaba que el techo estaba recién reparado y ella creía que iba a resistir. “Hay unos teléfonos satelitales de la Armada; si nos quedamos sin señal, te aviso por ahí”, dijo. Ya ese día la ruta de Iota lucía muy preocupante, con su ojo caminando derechito hacia Providencia, pero era todavía una tormenta tropical. Saber que un muchacho desalojado en prevención pasaría la noche del domingo con ella en casa daba mayor tranquilidad.
Pasada la medianoche del domingo llegó la última noticia:
[1:50 a. m., 16/11/2020] Marce Cano: 2 AM, bien, está tenaz
[2:10 a. m., 16/11/2020] Marce Cano: Categoría 4
A las 4 am ya era categoría 5 y ese “está tenaz” se convirtió en una lucha por la supervivencia. Parece como si reviviera los estruendos cuando lo cuenta. Primero fue cerca de su alcoba cuando sintió volar el techo que daba hacia el mar. A los pocos minutos, con el peso del agua, el golpetazo ensordecedor del cielo raso que se desplomaba. Los mismos ruidos se acercaron luego a su cuarto y supo que debía trasladarse atrás, al cuarto donde estaba su compañero de huracán, el último hacia la montaña. Los estruendos continuaron, el desplome llegó a la sala.
La providencia tiene sus juegos y, allí refugiados sin luz y con miedo, Marcela notó un hilo de agua escurriendo por la pared. “Se fue el techo”, pensó; “tenemos que salir de acá porque se va a desplomar”, dijo, y corrieron a una puerta que la fuerza de los vientos impedía abrir. Finalmente lograron salir y a campo abierto el único refugio a la vista fue “la mula”, su carro, que no es, o era, más que un cochecito de esos que usan los golfistas. Allí sentados, a la intemperie, cogidos del timón ella y de una manija él, viendo caer a pedazos las paredes de la casa que había sido su hogar en los últimos años de los más de 30 que lleva en la isla y que lo iba a ser de su retiro, con árboles y tejas y escombros volando y golpeándolos, amanecieron y sobrevivieron al paso del huracán.
Cuando fue posible, ya con la luz del día, su compañero partió en busca de sus familiares y Marcela se dedicó a buscar entre los escombros algo para rescatar. Sobre el sofá había dejado su mochila con papeles y la plata que tenía. También su computador, donde quedó para el olvido el trabajo de décadas y la memoria histórica del Parque Natural Nacional Old Providence McBean Lagoon que ella dirige. Quizás para siempre queden allí sepultados, pues el peso del techo y las paredes encima le hizo imposible cualquier rescate. Apenas logró rescatar una pequeña maleta de ruedas en la que metió la ropa empapada que encontró por ahí y con ella salió a caminar.
La cronología no existe en su relato. Yo sí sé que, en Bogotá, después de aquel mensaje de las 2 a.m. del lunes no supimos nada de su suerte sino hasta el martes cerca del mediodía a través de un mensaje de la Armada, donde decían que habían hablado con ella. La promesa de la llamada satelital nunca llegó y eso generaba alguna desconfianza. Era, claro, una promesa menor ante lo que vivía.
Bernardo, ángel de la guarda en tantos momentos, no pudo estar esa horrible noche a su lado. Su madre necesitaba, también, su ángel de la guarda. Caminó, le dieron un chance en una moto --a ella y a su maleta-hogar-- hasta que llegó y lo encontró encaramado tratando de cubrir un rincón de su casa. Vivía su propio calvario. Aquella noche, la casa de su madre perdió el techo y se refugiaron en la de él, que solo aguantó unos minutos más antes de perder el techo también. Salieron en medio del huracán a uno de los refugios, donde a esa hora seguía su madre y Bernardo trabajaba para tener a donde llevarla.
Viene otra noche y sigue lloviendo. De regreso a lo que fue su casa, Marcela vio una construcción sin terminar en el terreno vecino que sí había alcanzado a completar la plancha del segundo piso. Refugio perfecto. Perfecto, en el sentido figurado del momento. Ya una familia está allí; el agua les llega a los talones pero con pedazos de zinc logran medio tapar una ventana para pasar la noche bajo techo. Sí, en sentido figurado.
Sin plata, sin cómo obtenerla, sin cédula, sin casa, sin su “mula” salvadora pero imposible de mover por los árboles y escombros regados en el camino, con su maletica de ruedas que es ahora su hogar, sin haber comido nada, salió al día siguiente a recorrer su isla. “En Providencia no quedó ni una casa con techo”, la escucho decir en cada llamada que recibe. “Lo más importante es que lleven carpas, todo está mojado y sigue lloviendo mucho”, repite también.
Se encuentra con la dueña de la posada Morgan que la adopta y le presta $250.000= para devolver algún día. La invita a pasar la noche allí, donde ya han organizado algunos colchones. Hace una sopa de pescado comunal y por primera vez se alimenta. Allí escucha que están evacuando para San Andrés, que hay que acercarse al aeropuerto.
Con algo de vergüenza cuento esta historia. Somos privilegiados. Los periodistas lo somos, tenemos un acceso que pocos tienen. Esa mañana del martes sin noticia alguna, le había pedido a Hassan Nassar, jefe de comunicaciones de la Presidencia de la República, si alguien en la comitiva oficial que llegaba a Providencia podía preguntar cualquier información sobre Marcela Cano. Quizás por eso, cuando de madrugada Marcela llegó ese miércoles al aeropuerto, tuvo cupo en uno de los vuelos a San Andrés.
La llamada de esa mañana fue escalofriante a pesar de la emoción de saberla viva y sana. Entre sollozos, por fin escuché su voz: “lo perdí todo, no tengo cédula, no tengo plata, estoy en una posada donde están unas amigas, ¿me pueden situar un pasaje? Me voy a bañar y me voy para el aeropuerto. ¿Me dejarán montar sin cédula? Es terrible esto, la gente, los dejé allá…”.
Mi hermana llora… Tengo acceso, soy privilegiado, acudo de nuevo a Hassan. Lo encuentro al lado del presidente Duque, quien toma el teléfono, me pregunta la situación, me asegura que están llegando vuelos de la Fuerza Aérea con ayudas y que se encargará de que se pueda montar de regreso a Bogotá. Somos humanos, nunca olvidaré su ayuda y con seguridad eso me obligará a declararme impedido para decidir sobre temas periodísticos durante el próximo año y medio. Gracias, presidente, gracias Hassan, gracias Rochy, que fue al final quien organizó todo.
Es miércoles en la noche y la veo al fin caminando y arrastrando su maletica por la pista en Catam. La abrazo y siento su fragilidad, su respiro de alivio, sus lágrimas también. No son por lo que perdió, se le salen cada vez que habla de su gente, de sus empleados, de Bernardo, de los isleños sin hogar. “Primero tengo que recuperarme y me voy a ver cómo ayudar mejor”, dice. “Ojalá en la reconstrucción no solamente lleven gente de acá, que contraten locales para el trabajo”, le oigo decir en una llamada. No deja sin contestar ninguna, de familiares buscando alguna información de los suyos, de amigos, de burócratas también.
No soy capaz de preguntarle todo lo que quisiera saber. Quizás estoy también comenzando de cero y soy hermano, no periodista.
Pienso en su guardería de corales donde se venían reproduciendo, hermosos, y la escucho en otra llamada decir que se destruyó todo, que hay que avisar a quienes financiaban una nueva etapa del proyecto y que “30 años de historia del parque se perdieron en el computador; tenemos que comenzar de cero”. Quiere hacerlo cuanto antes, se le nota, pero mantiene la conciencia que “necesito recuperarme unos días”…
Mi hermana llora… Y, como dice Serrat, “es insufrible ver que lloras, y yo no tengo nada que hacer”.