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A Daniel Mejía, director del Centro de Estudios de la Universidad de los Andes y expresidente de la Comisión Asesora para la Política contra las Drogas, hay un hecho que le molesta: que la única vez que se suspendieron las fumigaciones con glifosato en Colombia, desde que arrancó el Plan Colombia (1999), haya sido porque murió un piloto estadounidense. Fue en septiembre de 2013, en la zona rural de La Montañita, Caquetá. Entonces, el avión Turbo Crush que había salido a las 11 de la mañana de la base militar de Larandia rumbo a San Vicente del Caguán fue derribado por las Farc. Luego, de un tajo, se suspendió por cinco meses la aspersión aérea que hoy ha cubierto unos 2’086,750 de hectáreas del país.
“La aspersión pasó de 102.000 hectáreas a 48.0000. Uno hubiera esperado que los cultivos ilícitos aumentaran, pero no, se mantuvieron igual”, dijo Mejía.
El asunto le resulta un poco incómodo porque, según él, hay suficiente evidencia científica para detener esa estrategia que hoy se le antoja una locura. La última, y tal vez la más contundente, la proporcionó el pasado 20 de marzo la Agencia Internacional de Investigación sobre el Cáncer (IARC), una entidad dependiente de la Organización Mundial de la Salud.
De acuerdo con su análisis, el glifosato quedó clasificado como “probablemente cancerígeno”. “Hay ‘evidencia limitada’ de que puede producir linfoma no Hodgkin en humanos, pero hay pruebas ‘convincentes’ de que puede causar cáncer en animales de laboratorio”, aseguró el organismo.
Desde que en 2007 Afganistán sorprendió al mundo con la decisión de poner fin a las fumigaciones con glifosato, Colombia quedó en un camino solitario. En lo que para algunos es hoy una terca obstinación, tras la que puede haber presiones económicas, el nuestro es el único país que usa el herbicida producido por Monsanto para esos fines.
Más o menos desde esa misma época, cuando las plantaciones de coca ocupaban 100.000 hectáreas de nuestro territorio (ver infografía), la discusión sobre qué tan útil es el glifosato y qué tan perjudicial puede resultar para la salud y el medio ambiente se ha intensificado. Mientras que algunos estudios, hechos principalmente por ONG, han intentado demostrar lo nocivo que puede llegar a ser el herbicida, el Gobierno ha insistido en la fumigación como la mejor estrategia para ponerle punto final al narcotráfico. Sin embargo, la falta de evidencias claras ha impedido un debate con argumentos de peso.
Sin embargo, la declaración de la IARC revivió muchas preguntas: ¿qué ha ganado el país después de 16 de años de usar glifosato? ¿Cuál ha sido el costo económico y social de utilizarlo? ¿Hubo pruebas certeras que sugirieran sus consecuencias? ¿Son justificables las fumigaciones ahora que se tienen indicios más claros de sus posibles efectos en la salud?
Hoy todos estos interrogantes, como lo ha repetido Mejía, merecen más que nunca una respuesta. La merecen porque “de todas esas estrategias antidrogas la aspersión aérea es a la que más recursos se ha destinado desde el inicio del Plan Colombia (1999)”. En cifras: entre 2000 y 2010, el Gobierno colombiano desembolsó US$668 millones anuales para combatir la producción de estupefacientes. Algo así como el 1% del PIB nacional. En esa década EE.UU. gastó US$6 mil millones.
Promesas y evidencias
“Ya que no podemos erradicar la producción, demanda o uso de drogas, debemos encontrar nuevas maneras de minimizar los daños. Es imperativo estudiar nuevas políticas basadas en evidencia científica. Rompamos con el tabú del debate y la reforma. Es momento de actuar”.
El discurso que pronunció Juan M. Santos el Día de la Lucha contra la Corrupción en 2012 ya ha sido escuchado en distintos escenarios. Desde que asumió su mandato su posición parece no cambiar cuando hace referencia a cómo está enfrentando Colombia la guerra contra las drogas.
Y aunque, como cuenta Mejía, tal vez es cierto que durante los primeros años de la década de 2000 la mayoría de los estudios relacionados con el glifosato eran “estadísticamente cuestionables, desde 2006 y 2007 las autoridades han tenido suficiente soporte para evaluar las políticas de fumigación”.
Técnicamente, el glifosato es un ingrediente de un herbicida llamado Round-Up, que inhibe la formación de aminoácidos aromáticos en las plantas. Es decir, en palabras de Tomás León Sicard, doctor en tecnología agroambiental y exdirector del Programa de Investigación en Impactos de Cultivos de Uso Ilícito de la Universidad Nacional, es un componente que mata todo tipo de plantas; marchita todo su sistema. Además, explica, contiene otros materiales como surfactantes, que ayudan a que penetre en las hojas, y coadyuvantes, que catalizan los efectos tóxicos.
“Por esa efectividad ha resultado muy exitoso desde los 70. Ahora, si usted tiene un herbicida de tal potencia, creería que es obvio suponer que tiene efectos sobre otros ecosistemas y sobre la salud”.
Pero más allá de esas conjeturas, en Colombia sí se han realizado algunas investigaciones que han tratado de desentrañar los efectos del glifosato. Una de ellas la publicó el mismo Daniel Mejía y Adriana Camacho en el libro Costos económicos y sociales del conflicto en Colombia, publicado por la U. de los Andes (2014). Por título llevaba “Consecuencias de la aspersión aérea en la salud: evidencia desde el caso colombiano”.
En el artículo Mejía y Camacho, economistas ambos, se dieron a la tarea de analizar si el glifosato tenía alguna relación con aparición de enfermedades respiratorias, de piel o con pérdida no deseada de embarazos. Para eso analizaron el Registro Individual de Prestación de Servicios de Salud (RIPS) entre 2003 y 2007. En otras palabras, observaron en qué momento y por qué razón asistió una persona a una entidad de salud. Después de hacer una limpieza de datos se quedaron con 52 millones de observaciones que cruzaron con las fumigaciones aéreas hechas en cada municipio.
¿Qué encontraron? Que la aspersión incrementa en 0,2% la probabilidad de tener alguna patología relacionada con la piel. Además, que un aumento en el área de fumigación amplía la posibilidad de tener un aborto en un 0,025%. “El efecto es pequeño, pero el asunto es que no debería haber una sola pérdida de embarazo por una política de Gobierno”, asegura Mejía. Todos sus datos provienen de la Oficina de la ONU para las Drogas y de la Oficina de la Casa Blanca para el Control de Drogas.
Ecuador y La Haya
En 2006, cuando arrancó el segundo período de Álvaro Uribe, Colombia tuvo que enfrentar una pequeña disputa con Ecuador a causa del glifosato. El país vecino estaba molesto porque las fumigaciones aéreas, que se llevaban a cabo en la frontera, afectaban su territorio.
Su disgusto no era para menos. Desde que se inició la estrategia de las aspersiones, Nariño y Putumayo, ambos ubicados en la línea fronteriza, han sido los departamentos donde más fumigaciones ha habido: casi el 50% del total. Claro, ahí es donde están ubicados la mayoría de los cultivos de coca.
Ecuador, entonces, le solicitó al Gobierno colombiano que detuviera la estrategia en esa zona. Ante el incumplimiento de un acuerdo, el asunto desembocó en una demanda ante la Corte de La Haya, que se resolvió en 2008. Nuestro país se comprometía a que las avionetas cargadas de glifosato no se asomaran a lo largo de 10 kilómetros. Además, debía pagar una multa de US$15 millones.
Aquella franja resultó ser el mejor lugar para hacer un experimento que podría evidenciar qué tan útil ha resultado el glifosato a la hora de acabar con los cultivos. Mejía, en compañía de Pascual Restrepo y Sandra Rozo, midieron qué sucedía en esos 10 kilómetros en los que no se podía fumigar y en los siguientes 10 kilómetros donde habría aspersiones.
Ahorrándonos los detalles técnicos del estudio, cuya última revisión fue hecha este 6 de abril, los investigadores encontraron que los cultivos se reducen entre 0,01, 0,02 y 0,034 hectáreas por cada hectárea fumigada. O mejor: para eliminar una sola hectárea con glifosato hay que rociar unas 30 hectáreas.
En plata, como lo registra el estudio, todo eso se traduciría en que para eliminar una hectárea son necesarios US$72.000. “Y esa cosecha produce 1,2 kilogramos de cocaína, cuyo valor es de US$3.500”.
La fumigación aérea, concluyen, es una política muy costosa. En parte porque cada aspersión debe estar antecedida por un operativo militar para no poner en riesgo las avionetas. “¿Qué haríamos con todo ese dinero?”, se pregunta Rozo.
Deserción escolar, mortalidad infantil y violencia
Hoy Sandra Rozo es profesora de la Escuela de Negocios de la Universidad de Suothern, California. Tiene un doctorado en economía de esa institución, que publicó en agosto de 2014 un artículo de investigación de su autoría. Por nombre lleva “On the Unintended Consequences of Enforcement on Illegal Drug Producing Countries”.
Rozo como Mejía también se opone a la aspersión aérea. Sus estudios le han permitido desarrollar argumentos claros de por qué no es útil andar rociando con glifosato las selvas colombianas. En el caso de este último análisis, sus conclusiones son contundentes: “Los costos del programa son mayores que sus beneficios potenciales”.
A lo que llegó Rozo, que habló con El Espectador desde California, fue que cuando se fumiga una hectárea los cultivos apenas caen 0,07 ha. Un valor diminuto si se tienen en cuenta los costos económicos calculados por Mejía y las consecuencias sociales que se pueden desencadenar cuando coca y glifosato están de por medio.
Por ejemplo, según su análisis, cuando la aspersión aumenta 1% las tasas de pobreza se incrementan 0,22 puntos porcentuales. Eso, porque en la mayoría de ocasiones el único sustento que tienen las poblaciones es la venta de coca. “Los agricultores están en una especie de sánduche en el que les tienen que rendir cuentas a los productores porque no tienen otro modo de sostenerse y, además, cometen un delito. Pero en verdad son los que menos culpa tienen”.
Pero en su evaluación, esta investigadora también se percató de otros dos factores en los que influye la aspersión: la deserción escolar y los índices de mortalidad infantil. Cada vez que se fumiga las tasas de matrícula de bachillerato disminuyen 0,11% y la deserción escolar crece 0,04%. ¿El motivo? “Es posible que cada vez que asperjan las avionetas, los padres, para recuperarse económicamente, saquen a sus hijos mayores de los colegios para que trabajen. Pocas veces vuelven a clase”.
También cuando fumigan, la mortalidad infantil crece 0,07%. Eso puede ser el resultado de que luego de pasar una avioneta con glifosato, los agricultores tratan de limpiar las hojas para que no afecte el cultivo. “Después tienen contacto con los niños”.
Todo ese análisis fue hecho luego de comparar dos zonas idénticas: áreas de Parques Nacionales Naturales, donde el Gobierno tiene prohibido fumigar por una sentencia del Consejo de Estado, y áreas donde se fumiga. Los datos de esos cultivos están basados en información satelital entre 2000 y 2010, que genera la ubicación exacta de las plantaciones.
“Quizás —afirma Mejía— sólo ese alto tribunal o Corte Constitucional puedan detener esta locura”.
Instrucciones para usar glifosato
Pese a todas estas quejas, el Gobierno ha insistido en mantener su política de fumigación con glifosato. Hace unos días, Javier Flórez, actual director de la Policía de Drogas del Ministerio de Justicia, le dijo a La Silla Vacía que él apoyaba la aspersión aérea donde es inteligente y eficiente hacerlo. Es decir, donde no llega la erradicación manual. El Espectador se contactó con el grupo Antinarcóticos de la Policía para conocer su versión, pero al cierre de esta edición no había recibido respuesta.
Monsanto, que el año pasado vendió US$994 millones de Round-Up, también es el otro actor que se opone a las investigaciones. En un comunicado se mostró en desacuerdo con la decisión de la Organización Mundial de la Salud. “No compartimos la clasificación de la IARC. Su clasificación no establece un vínculo entre el glifosato y un aumento de la enfermedad. Es importante poner las clasificaciones de la IARC en perspectiva. Ha clasificado numerosos artículos de uso diario en la Categoría 2 como el café, los teléfonos celulares, el extracto de aloe vera y vegetales conservados”.
Pero de lo que no queda duda, de acuerdo con el mismo Monsanto, es que el Round-Up no es del todo benéfico. O, por lo menos, eso es lo que se lee en las instrucciones que aparecen en la ficha de seguridad en su página web. “Puede provocar a largo plazo efectos negativos en el medio ambiente acuático. Manténgase fuera del alcance de los niños. Manténgase lejos de alimentos, bebidas y piensos. No respirar los vapores o aerosoles. Úsense indumentaria y guantes de protección adecuados. Si se siguen las instrucciones de empleo recomendadas, no se preverá ningún efecto nocivo”.
ssilva@elespectador.com