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La crisis económica, como consecuencia de la pandemia del coronavirus, desde los primeros meses de 2020 se convirtió en la crónica de una muerte anunciada. Una tragedia financiera que llegó a impactar hasta los rincones más profundos de la selva Amazónica, que con el aumento del 27 % en el precio del oro abrió las puertas a un viejo enemigo que continuamente amenaza la estabilidad ambiental del bosque tropical más grande del planeta: la minería legal e ilegal en grandes y pequeñas escalas.
Con el paso del tiempo, la Amazonia se convirtió en el depósito de cobre, estaño, níquel, hierro, bauxita, manganeso y oro del mundo. Una actividad extractivista que ha sido promovida por los países que comparten el bosque y que, según un reciente informe del World Resources Institute (WRI) y la Red Amazónica de Información Socioambiental Georreferenciada (RAISG), ya cubre aproximadamente 1,28 millones de kilómetros cuadrados de selva que afectan más de 1.131 territorios indígenas.
“La minería es una actividad dañina en sí misma”, esa es una de las premisas que se repiten a lo largo del estudio que compara los impactos sociales, legales y ambientales de la actividad extractivista, ya sea a grande o a pequeña escala. Un debate en el que se encuentran Bolivia, Brasil, Colombia, Ecuador, Guyana y Perú, los seis países que comparten el 90 % de la cuenca Amazónica y que aceptan abiertamente que la minería artesanal ha sido históricamente una actividad que contribuye a la estabilidad económica de las comunidades indígenas, pero que con el paso del tiempo se volvió el camuflaje perfecto para la ilegalidad.
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“Lo que hemos visto es que lejos de ser una actividad indígena, en el caso de la Perú preinca que cuidaba el medioambiente, se ha mimetizado y cada vez usa más métodos sofisticados para la extracción. Algo que lastimosamente también involucró a muchas comunidades locales que no tienen muchos recursos para subsistir y que son contratadas por externos para realizar la extracción en zonas donde no está permito”, señaló a El Espectador Patricia Quijano, consultora legal internacional y coautora de la investigación.
Según el WRI, los mineros ilegales han invadido 370 territorios indígenas en la Amazonia a tal punto que, en 2016, se identificó que alrededor del 28 % del oro extraído en Perú, 30 % en Bolivia, 77 % en Ecuador, 80 % en Colombia y del 80 al 90 % en Venezuela fue producido ilegalmente. Hoy se estima que más de 500 mil mineros de oro a pequeña escala realizan operaciones en la Amazonia, la mayoría de ellos son locales dependientes de grandes empresas.
Lo cierto es que sea a grande o a pequeña escala, los impactos ambientales son evidentes, y como señaló Peter Veit, coautor del estudio y director del proyecto de derecho a tierras y recursos del WRI, “la minería por su naturaleza misma y la forma en que se debe realizar tiene que impactar al medioambiente”. Actualmente, son al menos 30 los ríos que se ven afectados por la minería. La actividad de dragado para extraer los minerales altera los ecosistemas acuáticos y el uso del mercurio para separar el oro de la roca contamina las vías fluviales con tóxicos que impregnan plantas, animales y seres humanos que habitan en el territorio.
La deforestación es otra de las consecuencias de la minería y, según el WRI, las tasas de pérdida de bosque son considerablemente menores en territorios donde habitan comunidades indígenas, en comparación con las zonas que son de libre acceso. Actualmente, cerca de un 20 % de las tierras indígenas tienen proyectos de minería dentro de sus territorios, en los que se evidenció una mayor deforestación en comparación con las zonas que aún no se han impactado por proyectos mineros. “En Bolivia, Ecuador y Perú la tasa fue al menos tres veces mayor, mientras que en Colombia y Venezuela fue de una a dos veces mayor”, indicó el informe.
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Leyes débiles para el territorio y sus comunidades
Para Eleodoro Mayorga, exministro de Minas de Perú, la principal causa de la irregularidad en el sector minero es la ley misma. “La falta de claridad e instrumentos legales son un primer obstáculo. Las comunidades indígenas deben recibir un trato de la ley de forma precisa, porque lo cierto es que no existe la intervención del gobierno en el territorio y los indígenas no se ven beneficiados de la misma forma que otras comunidades del mismo país”.
Según el informe del WRI, las leyes de los seis países estudiados reconocen los derechos de los pueblos indígenas a la tierra y las comunidades pueden disfrutar del acceso, la extracción, la administración y la enajenación de sus territorios. Sin embargo, estos “beneficios” no son libres de restricciones y muchas veces se sobreponen a los derechos de otros interesados en la misma tierra: las empresas de extracción de recursos.
En Brasil, Colombia, Ecuador, Guyana y Perú los recursos minerales son propiedad del Estado, incluidos los minerales que se encuentran encima y debajo de las tierras indígenas. Es decir, que el gobierno tiene la potestad para decidir sobre los minerales y las operaciones mineras en el país, incluido el otorgamiento de derechos para la exploración y explotación de minerales a terceros. Y esta es justamente una de las principales conclusiones del informe del WRI: “Los recursos mineros son factores primordiales para el PIB de cada nación, son contribuyentes económicos y, por consiguiente, tienen derechos minerales. Entonces es el Estado es el que tiene la sartén por el mango, porque hay legislación que lo promueve”, advirtió Patricia Quijano.
Aunque los seis países de la investigación forman parte del Convenio 169 de la Organización Internacional del Trabajo sobre Pueblos Indígenas y Tribales de 1989 (Convenio 169 de la OIT) y la Declaración de las Naciones Unidas sobre los Derechos de los Pueblos Indígenas (Dnudpi), como reiteró Quijano: “Hay una incapacidad del gobierno para hacer cumplir la ley y eso nuestros hallazgos nos mostraron que no se cumple siempre lo que está en el papel, son decisiones flexibles con el apoyo de órganos judiciales, por eso las concesiones mineras cubren un 18 % de la Amazonia”, concluyó.
Los sacrificios de la Amazonia colombiana por sobrevivir
El territorio Yaigojé Apaporis se encuentra entre los departamentos de Amazonas y Vaupés, con una extensión de 1’056.023 hectáreas, aproximadamente. Aunque en 1998 fue constituido como resguardo indígena, esta figura tuvo que cambiar en 2007, como respuesta a la solicitud de concesión minera de la empresa canadiense Cosigo Resources.
Frente a la amenaza de explotación en su territorio, las 19 comunidades indígenas de los grupos étnicos: tanimuca, letuama, macuna, yauna, yujup, cabillari, gente de día, tuyuca, majiña y gente de leña, solicitaron al Gobierno Nacional declarar su resguardo como un parque nacional natural donde por ley la minería se encuentra prohibida. Al hacerlo, los pueblos indígenas perdieron algunos de sus derechos de uso y manejo de sus tierras.
“Las comunidades del Yaigojé Apaporis estuvieron dispuestas a sacrificar su derecho como resguardo indígena para solicitar que se declarara parque nacional. Al tomar esta decisión ellos mismos restringieron su propia oportunidad de subsistir a través de la minería artesanal y todo esto para evitar que terceros entraran al territorio a hacer daño”, agregó Patricia Quijano frente al análisis de casos que el WRI hizo de los seis países de la cuenca Amazónica.
En 2009 se conformó legalmente el Parque Natural Yaigojé Apaporis, pero no fue suficiente para impedir la entrada de la multinacional al territorio, ya que dos días después Cosigo logró tener una concesión dentro de la zona. Luego de que la autoridad de Parques Nacionales exigiera la anulación del permiso, hasta 2015 la Corte Constitucional ordenó la suspensión de todas las actividades de exploración y explotación minera en el parque.
De acuerdo con el informe de WRI, antes y después de su creación, el Parque Nacional Natural Yaigojé Apaporis experimentó una pérdida forestal limitada. En el período de 15 años, 2000-2015, los casi 1,06 millones de hectáreas del parque perdieron 4.200 hectáreas de bosques. Pero tras la creación del parque en 2009, en el período 2010-2015, el nivel de deforestación fue menor al de los 10 años anteriores y marcadamente reducido en comparación con las afueras del territorio donde existe una concesión minera activa.
El caso de Colombia, según Patricia Quijano, es uno de los ejemplos más claros de las afectaciones a las comunidades indígenas que durante décadas se han enfrentado, casi que sin herramientas, a grandes multinacionales. “Hay tanto temor a la minería, que ellos están dispuestos a restringir sus derechos o incluso ceder su poder sobre la tierra perdiendo la autonomía como gobierno indígena, solo para que la minería no acabe con todo”.
* Este artículo es publicado en alianza entre El Espectador e InfoAmazonia, con el apoyo de Amazon Conservation Team.