Escucha este artículo
Audio generado con IA de Google
0:00
/
0:00
La época de la quemazón ya arrancó en el país. Mientras usted lee esto, los bomberos voluntarios del país, la Armada, el Ejército, la Unidad Nacional para la Gestión del Riesgo (UNGRD) y la Policía intentan sofocar las llamas fuera de control en 40 hectáreas de Puerto Leguízamo (Putumayo), en el Parque Nacional Natural El Tuparro (Vichada) y en 55 hectáreas a las afueras de Bucaramanga. Casi un mes antes, en medio de las celebraciones de Año Nuevo, intentaban apagar otro incendio en el cerro Iquira (Huila) y en el Parque Nacional Natural La Macarena (Meta). Sin duda, en esta época de verano, que arrancó en diciembre y se extenderá hasta marzo, los incendios forestales están al alza en Colombia.
Por eso, el Instituto de Hidrología, Meteorología y Estudios Ambientales (Ideam) emitió una circular que declaró la alerta roja en 313 municipios del país por riesgo de incendios forestales, sobre todo en Santander y Boyacá.
De acuerdo con Christian Euscátegui, del Servicio de Pronósticos y Alertas del Ideam, “estamos en temporada seca, entonces cierta cantidad de incendios y amenazas es normal. Sin embargo, el año pasado tuvimos temperaturas más altas y hubo menos amenazas”.
Entonces, ¿cómo se explica esta cantidad de incendios forestales, más allá de la sequía? Tanto el Ideam como la UNGRD calculan que el 90 % de los incendios forestales son causados por humanos. “Hay personas que quieren ganarles tierra a los páramos para cultivar. En el Chocó pasa igual. Lo otro son descuidos: cuando la gente fuma o arma fogones en un paseo y no apaga con agua y arena, es un detonante grave”, dijo Carlos Iván Márquez, director de la Unidad Nacional de Gestión del Riesgo en una entrevista para RCN.
Además de la contingencia de un paseo de olla, Márquez se refiere a lo que la directora del Instituto Humboldt, Brigitte Baptiste, llamó “la quemazón” en una columna de opinión, o el viejo “tumba y quema”, una estrategia para renovar el suelo para la agricultura o convertir hectáreas de bosque en prados para ganadería. En estas prácticas, muchas veces, el fuego “se fuga” porque está mal controlado. “Esto sucede más de lo que debería”, dice la profesora de ecología del paisaje de la Universidad Nacional, Dolors Armenteras.
Uno de los incendios más recientes y extensos de este año se presentó dentro del Parque Nacional Natural La Macarena y dejó un saldo de aproximadamente 1.600 hectáreas quemadas, según Parques Nacionales. Los bomberos que atendieron la emergencia dicen que la causa fue una quema que se salió de control en una finca, cerca del río Guayabero, en la zona de amortiguamiento del parque. Según Parques Nacionales, se quemó mayoritariamente vegetación rupícola (sobre las rocas). Pero, según Reinaldo Romero, coordinador del Consejo Departamental de Gestión del Riesgo del Meta, unas 150 hectáreas de bosque nativo se quemaron durante cinco días, mientras se generó el incendio y los organismos de control pudieron apagarlo.
Las dificultades para abordar este problema en el terreno son claras: “Trescientas personas, entre policías, Ejército, Parques, Cormacarena y Gestión del Riesgo, hicimos todo para atender el incendio. Sólo en el Meta estamos atendiendo de 10 a 14 incendios al día, pero los lugares son retirados, todos los bomberos son voluntarios, y para judicializar a alguien por incendios no autorizados, que es un delito, se necesita cogerlo in fraganti”, explica.
La Gobernación del Meta destinó para 2018 cerca de $3.000 millones para gestión del riesgo, pero en el incendio de La Macarena costó $200 millones “entre las 70 descargas de agua de los helicópteros, el desplazamiento de las máquinas, el combustible y el sustento para los bomberos que apagaron el fuego”, calcula Romero.
Los incendios forestales tampoco son ajenos a la realidad del país. La situación de orden público muchas veces no deja que los helicópteros del Ejército sobrevuelen la zona o que los bomberos entren por el camino más corto. De acuerdo con la profesora Armenteras, la deforestación y el cambio climático no causan los fuegos, pero sí los facilitan. “Si hay parches dentro del bosque, el fuego se esparce más fácilmente.No es un secreto para nadie que se ha usado fuego para deforestar. Sin embargo, el reto es saber para qué. No es tan sencillo como decir: ‘Se quemó para meter vacas o plantar coca’”, explica.
Sin embargo, el fuego, aunque alarmante, también hace parte del ciclo vital de algunos ecosistemas. De acuerdo con Uriel Murcia, investigador del Instituto Amazónico de Investigaciones Científicas (Sinchi), que desde hace cinco años monitorea los fuegos en la Amazonia y hace uno en la Orinoquia, el fuego hace parte de la vida. Hay semillas como las piñas de algunos pinos que son tan duras que no pueden germinar sin fuego. Esto no sólo sucede en Colombia: especies como la secuoya gigante de California, los alcornoques (corcho) del Mediterráneo son buenos ejemplos. Por otro lado, las cenizas, llenas de nutrientes, terminan por mineralizar el suelo, aunque sea temporalmente. Las sabanas del Yarí (Caquetá), por ejemplo, se queman periódicamente para renovarse.
Los humanos, a sabiendas de estas condiciones, han usado el fuego por muchos años para renovar la tierra, para cambiar su vocación. “Los indígenas amazónicos, por ejemplo, hacen fuegos muy pequeños en sus chagras (cultivos) cuando la tierra está cansada, y vuelven a los tres o cuatro años a cultivar. Es una práctica centenaria”, dice Murcia. No obstante, la quema es particularmente grave cuando el fuego se escapa de los pastos y alcanza los bosques: cada árbol es una reserva de carbono que al quemarse o talarse libera dióxido de carbono a la atmósfera. Además de avivar el efecto del cambio climático, los incendios forestales alejan a Colombia cada vez más de la meta que adoptó en los Acuerdos de París de 2015, es decir, reducir el 20 % de sus emisiones de gases de efecto invernadero para el año 2030.