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Estamos ante una vidriera rota. La reja metálica reposa, retorcida, en el suelo. La pintura se ha escarchado, y un contraste colores rompe la continuidad: al lado del crudo orín que cubre el hierro, luce el brillante color de la plata. Una capa de polvo cubre una hoja semisdestruida, semiquemada, de un libro. A duras penas alcanzamos a leer y nos estorba la vista una afilada punta de vidrio astillado: “Lo que un hombre le dice a una mujer, y lo que una mujer le dice a un hombre. Debería escribirse en el viento”. No hay firma alguna. Son palabras escritas al viento. Alguna mujer que pasa ce5rca le dice a un hombre: (Le puede interesar: La historia del 9 de abril de 1948 contada por El Espectador)
–Te amo…
Dentro de la vitrina –la vitrina de una librería– el viento se llevó lejos la hoja semidestruida y semiquemada. Ya sobre el suelo, sólo quedan las cenizas y un poco de polvo y un mucho de recuerdos… Al desaparecer la hoja, y soplar el viento, recordamos…
Hace veinte días, sobre esos escombros de hoy, un libro abierto al azar mostraba la mística del Cristo del Cachorro, rodeado por las llamas de decenas de antorchas que se elevaban al cielo durante una procesión de Semana Santa en Sevilla. Estaba colocado en el centro de un atril. A los lados una infinidad de obras, de joyas literarias, tesoros de cultura, exhibían sus atractivas portadas a la mirada voraz del lector.
Las gentes pasaban cerca, se detenían un momento y miraban. Algunos entraban y desaparecían entre una montaña de libros. En ocasiones un autor pasaba frente a la vitrina, y en su cara resplandecía una sonrisa de orgullo: su libro aparecía tras el vidrio transparentemente limpio.
*
Adentro, tras la cortina de hierro, y tras la vidriera, el propietario de la librería exhibía su mercancía de cultura al comprador. Es afable con el cliente, y tiene una debilidad especial por el estudiante. Su libro de contabilidad presenta una lista interminable de cuentas corrientes, y al recorrerla, el ochenta por ciento es de hombres de estudiantes. Allí, hace veinte días, un estudiante compraba un libro:
–¿Cuánto vale?
–Siete pesos…
–Sería imposible pagárselo ahora, Don Germán.
–No importa… Te lo apuntamos a tu cuenta…
Y al débito del el estudiante X, entraba otra partida por siete pesos.
*
Adentro, también, el librero recibe la primera remesa de un libro que acaba de editar por su cuenta. Mira con avaro cariño la pequeña edición. La tinta de la portada, de un color rojo, se ha corrido un poco. El librero y editor está molesto.
–No usan tinta fina Quieren hacerlo todo con retazos… Mire, los márgenes son absurdos. Por economizar papel… Si en esto de los libros nada debe economizarse… Vale tánto un libro, es tan inconmensurable su grandeza, que yo quisiera para él todo el lujo posible…
El librero levanta la cortina y al lado del Cristo del Cachorro coloca la nueva obra. Sale a la calle, y mira desde todos los ángulos el efecto producido, la gente se acerca. El libro tiene un título de amor, y las mujeres se acercan y lo miran. Muchas entran al local, y bajo su brazo, al salir, llevan un ejemplar. Esa noche leerán la historia de amor y soñarán posiblemente con dulces recuerdos de la primera aventura, de esa que por ser la primera, fue la última, la única, la verdadera.
*
El librero tiene tras su vitrina todo su capital, toda su riqueza y todo su corazón. Cerca de allí, el librero posee un depósito. Guarda las reservas, lo que no le cabe en el pequeño local. Allí, amontonadas en altas hileras, aparecen ediciones lujosas y ediciones pobres; libros famosos y libros anónimos; textos de enseñanza y libros de amor; éxitos y fracasos editoriales. Allí están las obras que se venden como pan, y las obras que nunca se venden. Que se editan para que los editores las regalen. Es un campo de concentración del movimiento bibliográfico. El librero visita todos los días el depósito, saca las obras que en local vecino el público solicita y mira con ojos de tristewza los volúmenes que nadie pide.
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Bogotá era una ciudad de librerías. Se nos conocía en el exterior con el “slogan” de la capital del café y los libros. Y los libreros vivían orgullosos de esa fama. Y la gente gustaba de recorrer cuadras y cuadras encontrando siempre en todas y cada una de ellas una vitrina limpia, en cuyo interior una pluralidad de volúmenes se exhibía ante nuestros ojos codiciosos. El bogotano, que un día cualquiera no tenía programa, se decía:
–Voy a recorrer las calles, y mirar qué libros están exhibiendo…
Y era una diversión tan agradable recorrer las librerías y casi siempre regresaba a casa con un buen libro bajo su brazo. Y esa noche leerlo, satisfecho. Y de esos paseos por las calles salíamos siempre con una deuda que pagar a nuestro librero de confianza. Los libreros bogotanos han sido los más amplios fiadores. Nunca en una librería pareció el cartel “No aceptamos vales”. Siempre se aceptaba en las librerías el crédito. Y esto nos hace pensar que en Bogotá se lee mucho… ¿Pero en verdad se lee mucho, o se lee mal? Talvez lo último. Porque ahora miramos de nuevo a la vitrina, y la realidad nos estruja de horror. Sólo vemos pedazos de vidrio, donde antes había un texto; polvo en lugar de letras; y cenizas reemplazando la imagen del Cristo del Cachorro.
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¿Quién sino aquel que no haya leído, o haya leído mal, pudo atentar en una hora de locura contra la fuente del saber y de la belleza?
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Muchas librerías sufrieron el ataque de las turbas el nueve de abril. Algunas perdieron todas sus existencias, Otras sus locales que fueron incendiados. Pero aquella pequeña, frente a cuya vitrina vimos cómo el viento se llevaba una hoja semidestruida de papel, no sólo perdió su materia sino su espíritu. . Desapareció de allí el libro de cuentas corrientes con su interminable lista de nombres, que nadie iba a leer… Y dejaron sobre los escaparates destrozados los libros malos, los que no se venden. Se llevaron las joyas de la literatura, pero se las llevaron incompletas. Y allí se encuentra hoy un volumen de una serie de diez o dos de una serie de cuatro. Inútil la obra para el que la robó e inútil para el librero e inútil para el eventual comprador.
El librero y editor tenía una serie de clisés listos para editar un nuevo libro de cultura colombiana. Sobre el suelo, en medio de hojas dispersas de libros rotos, los clisés –artículo inútil para el salteador– estaban destrozados, quebrados.
El librero tenía, fuera de su “goma” de vender libros y de editar volúmenes, la de adquirir libros viejos. Y alguno de los que en esa misma librería encontró una fuente fácil de cultura, se llevó un libro “viejo” de gran valor. Pero no se lo llevó completo. Dejó como testimonio de su horrible fechoría los volúmenes II y III que formaban la obra completa.
El depósito del librero fue incendiado, y entre las imponentes llamaradas que hacia un cislo rojizo se elevaron en la lluviosa noche del nueve de abril, el viento se llevaba las cenizas de las hojas escritas de los libros.
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Esa misma noche el Cristo del Cachorro no ya entre las llamas de decenas de antorchas de los fieles, sino entre las llamas devoradoras de la locura.
Nuestro librero –don Germán, el que fiaba a los estudiantes– sólo tiene ahora tras la afilada punta de un cristal astillado, unos estantes destrozados, unos libros fracasados, algunas obras incompletas, y una serie de recuerdos.
El incendio y el saqueo de las librerías fue el gran crimen del nueve de abril. ¿Seguirá siendo Bogotá la ciudad de las librerías? Quién sabe… Talvez sí, porque el librero ama su profesión; talvez sí, porque las mujeres querrán leer esta noche una novela de amor y soñar con dulces recuerdos de antaño, y sobre todo, porque los bogotanos necesitamos recorrer de nuevo las calles, y detenernos frente a las vitrinas limpias de una librería.
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Al abandonar la vitrina, el viento ha traído de nuevo la hoja semidestruida y semiquemada, y la ha depositado entre el polvo y las cenizas tras la vidriera rota. Un hombre pasa y le dice a una mujer:
–Te quiero…
Adentro podemos leer: “Lo que un hombre le dice a una mujer, debería escribirse en el viento…”