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EL FETICHISMO DEL COLOR

Ejercen en mí una fascinación constante las formas en las que la literatura utiliza el color de la piel para poner de manifiesto la naturaleza de un personaje o hacer avanzar la narración, sobre todo si el protagonista de la ficción es blanco (como en la inmensa mayoría de los casos). Ya sea por el horror a llevar en las venas siquiera una gota de la mística sangre “negra” o por los indicios de una superioridad blanca innata o de una potencia sexual trastornada y excesiva, la formulación y el significado del color son con frecuencia el factor decisivo.

Toni Morrison
29 de junio de 2020 - 01:00 a. m.

Para adentrarse en el horror suscitado por la norma que se refiere a esa gota de sangre contaminante no existe mejor guía que William Faulkner. ¿Qué es, si no, lo que ronda El ruido y la furia o ¡Absalón, Absalón!? Entre dos atrocidades maritales como el incesto y la miscegenación, esta última (un término antiguo pero útil para referirse a la “mezcla de las razas”) es sin duda la más abominable. En gran parte de la literatura estadounidense, cuando la trama exige una crisis familiar no hay nada más repugnante que el acto sexual consentido entre las razas.

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Y es precisamente el hecho de que esos encuentros sean consentidos lo que se presenta como escandaloso, ilegal y repulsivo. A diferencia de la violación de esclavas, en este caso son la elección humana o, Dios no lo quiera, el amor los que reciben una condena sistemática. Y en el caso de Faulkner conducen al asesinato.

En el capítulo cuarto de ¡Absalón, Absalón!, el señor Compson explica a Quentin los motivos de Henry Sutpen para matar a su medio hermano Charles Bon:

“Y, sin embargo, cuatro años después, Henry tuvo que matar a Bon para evitar que se casaran […] Sí, dado que, para el poco mundano Henry, sin nombrar al más cosmopolita padre, la existencia de la amante con un octavo de sangre negra y el hijo con una decimosexta parte, teniendo en cuenta incluso la ceremonia morganática […] era una razón suficiente”.

Mucho más avanzada la novela, Quentin se imagina esta conversación entre Henry y Charles:

—Así que es la miscegenación, no el incesto, lo que no puedes soportar.

Henry no contesta.

—Y ¿no me envía mensaje alguno? […] No tenía que hacer esto, Henry. No era necesario que te dijera que soy moreno para detenerme. […]

—Eres mi hermano.

—No, te equivocas. Soy el moreno que va a acostarse con tu hermana. A menos que me detengas, Henry.

Igual de fascinante, cuando no más, es la utilización que hace Ernest Hemingway del colorismo, un instrumento siempre al alcance de la mano que en su caso abarca varias modalidades: de los negros despreciables a los tristes pero cordiales, pasando por el erotismo exacerbado por la negritud. Ninguna de esas categorías queda fuera del mundo de un escritor ni de su capacidad imaginativa, pero lo que me interesa es cómo se articula ese mundo. El colorismo está tan al alcance de la mano que ofrece el mejor atajo narrativo.

Fíjense en cómo se emplea en Tener y no tener. Cuando Harry Morgan, el contrabandista de ron que protagoniza la novela, habla directamente al único personaje negro de su barco, lo llama por su nombre, Wesley. No obstante, cuando el narrador de Hemingway se dirige al lector, dice (escribe) “el moreno”. En este pasaje, los dos hombres, que están en el barco de Morgan, han recibido sendas heridas de bala en un encontronazo con las autoridades cubanas:

—¿Dónde demonios estamos? —preguntó al moreno.

El moreno se levantó para mirar.

[…]

—Te voy a poner cómodo, Wesley.

[…]

—No puedo ni moverme —dijo el moreno.

[…]

Dio al moreno una taza de agua.

[…]

El moreno intentó moverse para alcanzar una bolsa, pero gimió y se volvió a tumbar.

—¿Te duele tanto, Wesley?

—¡Dios mío! —exclamó el moreno.

No queda claro por qué el simple nombre de su compañero no basta para hacer avanzar, explicar ni describir su empresa conjunta…, a no ser que el autor pretenda llamar la atención sobre la compasión del protagonista por un negro, una compasión con la que ese contrabandista podría ganarse la simpatía de los lectores.

Ahora vamos a comparar esa representación de un negro débil, que se queja constantemente y necesita la ayuda de un jefe blanco (herido de mayor gravedad que él) con otra de las manipulaciones de tropos raciales emprendidas por Hemingway, en este caso para lograr un efecto erótico muy cargado.

En El jardín del Edén, el personaje masculino, llamado “el joven” primero y “David” más adelante, vive una larga luna de miel en la Costa Azul con su flamante esposa, llamada alternativamente “la muchacha” y “Catherine”. Pasan el rato, se bañan, comen y hacen el amor una y otra vez. Sus conversaciones son la mayoría de las veces parloteos o confesiones intrascendentes, pero las impregna el tema dominante de la negritud física como algo profundamente hermoso, excitante e irresistible desde un punto de vista sexual.

—Eres mi amado y buen marido y también mi hermano.

—[…] Cuando vayamos a África seré además tu chica africana.

[…]

—Es demasiado pronto para ir a África ahora. Es la temporada de las grandes lluvias y después la hierba está alta y hace mucho frío.

[…]

—Entonces ¿a dónde podríamos ir?

—Podríamos ir a España, pero […] es demasiado pronto para la costa vasca, donde aún llueve y hace frío. Ahora llueve por doquier allí.

—¿No existe una parte cálida donde podamos nadar como aquí?

—En España no puedes nadar como […] aquí. Te detendrían.

—Qué lata. Pues esperemos para ir, porque quiero que nos bronceemos aún más.

—¿Por qué quieres estar tan bronceada?

—[…] ¿No te excita que me ponga tan morena?

—Sí, me encanta.

Ese extraño revoltijo de incesto, piel negra y sexualidad dista mucho de la separación entre “cubanos” y “morenos” que establece Hemingway en Tener y no tener, obra en la que ambos términos hacen referencia a cubanos (personas nacidas en Cuba), si bien a los segundos se priva de patria y nacionalidad.

El papel que desempeña el colorismo en la literatura tiene una razón de ser de lo más lógica: era la ley. Incluso un examen superficial de las “llamadas” leyes sobre el color da argumentos para hacer hincapié en ese aspecto como indicador de lo que es legal y lo que no. La legislación aprobada en Virginia para imponer la esclavitud y controlar a los negros, reunida por June Purcell Guild con el título de Black Laws of Virginia, es representativa, como señala el prólogo de la obra, de leyes que “determinaban la vida de los negros de los siglos XVIII y XIX, esclavos o libres, y, en consecuencia, el tejido vital de la mayoría blanca”.

Por ejemplo, una ley promulgada en 1705 establecía: “Los recusantes papistas, los convictos, los negros, los mulatos y los criados indios, así como otras personas que no sean cristianas, estarán incapacitados para prestar testimonio en caso alguno”.

Y un código penal de 1847 señalaba: “Toda persona blanca que se reúna con esclavos o negros libertos con el propósito de instruirlos en la lectura o la escritura […] será confinada a la cárcel por un máximo de seis meses y multada por una suma que no supere los US$100”.

Mucho más adelante, estando en vigor las segregacionistas leyes de Jim Crow, el Código General de la Ciudad de Birmingham de 1944 prohibía que los negros y los blancos jugaran juntos en espacio público alguno “a cualquier juego de cartas, dados, dominó o damas”. Esas leyes son arcaicas y, en cierto sentido, absurdas. Y, pese a que ya no hay que cumplirlas, ni sería posible, prepararon el terreno en el que han bailado muchos escritores con resultados sumamente llamativos.

El mecanismo cultural que permite ser estadounidense se comprende con claridad. Una ciudadana de Italia o Rusia emigra a Estados Unidos y conserva amplia o parcialmente la lengua y las costumbres de su país de origen. Sin embargo, si desea ser estadounidense (que se la reconozca como tal y encontrar de verdad su lugar), tiene que transformarse en algo inimaginable en ese otro país: tiene que volverse blanca. Puede que se sienta cómoda o que no, pero es algo duradero que comporta ventajas, además de ciertas libertades.

Los africanos y sus descendientes no disfrutaron de esa posibilidad, según refleja una abundante literatura. Yo empecé a interesarme por la representación de los negros en función de la cultura y no del color de la piel: cuándo era tan solo el color su bestia negra, cuándo era secundario y cuándo era imposible de conocer o se ocultaba de manera deliberada. Este último caso me ofrecía una oportunidad interesante para hacer caso omiso del fetichismo del color, así como cierta libertad de la mano de una escritura muy minuciosa. En algunas novelas he teatralizado ese aspecto no solo negándome a apoyarme en signos raciales, sino además advirtiendo al lector de mi estrategia.

En Paraíso, las frases iniciales ponen en marcha la estratagema: “Disparan primero contra la chica blanca. Con las demás, pueden tomarse el tiempo que quieran”. Ese principio pretende ser una explosión de identificación racial que posteriormente se oculta en todas las descripciones de la comunidad de mujeres del convento en el que se produce el ataque.

¿La busca el lector? ¿Busca a la “chica blanca”? ¿O pierde interés? ¿Abandona sus pesquisas para concentrarse en la esencia de la novela? Algunos lectores me han contado sus suposiciones, pero de todos solo una ha acertado. Prestó atención a la conducta, a algo que identificó como un gesto o una suposición que una negra no haría jamás, con independencia de su lugar de origen o de su pasado.

Esa comunidad sin razas es vecina de otra cuya prioridad es justo la contraria: para sus miembros, la pureza racial lo es todo. Quien no sea “roca ocho”, como se denomina el nivel más profundo de una mina de carbón, queda excluido de su población. En otras obras, como Ojos azules, el tema principal es la consecuencia del fetichismo del color: su fuerza intensamente destructora.

En Volver intenté otra vez crear una obra en la que el color se hubiera borrado pero pudiera deducirse con facilidad si el lector prestaba mucha atención a los códigos, a las restricciones sufridas de forma rutinaria por los negros: dónde se sienta una persona en el autobús, dónde orina, etcétera. Y tuve tantísimo éxito al obligar al lector a hacer caso omiso del color que mi editora se puso nerviosa. Así pues, a regañadientes, inserté referencias que corroboraban la raza del protagonista, Frank Money. Considero que fue un error que obraba en contra de mis intenciones.

En La noche de los niños, el color es al mismo tiempo una maldición y una bendición, un martillo y un anillo de oro, a pesar de que ninguna de las dos cosas, ni el martillo ni el anillo, ayudaban al lector a identificarse con el personaje. Tan solo ocuparse de forma desinteresada de otra persona acabaría conduciendo a una madurez real.

En una obra de narrativa hay muchísimas oportunidades de revelar la raza de los personajes, consciente o inconscientemente. Sin embargo, escribir literatura no colorista sobre negros es una labor que me ha resultado liberadora a la vez que compleja. ¿Cuánta tensión, cuánto interés habría perdido Ernest Hemingway si se hubiera limitado a utilizar el nombre de Wesley? ¿Cuánta fascinación y cuánta conmoción se frustrarían si Faulkner hubiese restringido el interés central de su libro al incesto, sin recurrir a la maldición teatral de la gota de sangre contaminante?

Algunos lectores, al abordar por primera vez Una bendición, que se desarrolla dos años antes de los juicios por brujería de Salem, podrían suponer que solo los negros eran esclavos, pero también podían serlo un nativo americano o una pareja homosexual blanca, como los personajes de mi novela. Y al ama blanca de la historia, aunque no está esclavizada, la han comprado mediante un matrimonio concertado.

Probé esa técnica de borrado racial por primera vez en un relato titulado Recitatif. Empezó siendo un guion cinematográfico que me pidieron para dos actrices: una negra y la otra blanca. Sin embargo, como durante el proceso de escritura no sabía cuál interpretaría cada uno de los papeles, eliminé el color por completo y utilicé la clase social como marca distintiva.

A las actrices el texto no les gustó en absoluto. Más adelante, transformé el material en un relato que, por cierto, hace exactamente lo contrario de lo que pretendía (los personajes están divididos por la raza, si bien se han eliminado de forma deliberada todos los códigos raciales). En lugar de concentrarse en el desarrollo de la trama y los personajes, los lectores insisten en su mayoría en buscar lo que les he negado.

Puede que mis esfuerzos no despierten admiración ni interés en otros autores negros. Después de afanarme durante décadas en escribir narraciones con garra protagonizadas por personajes marcadamente negros, puede que se pregunten si me he lanzado a un blanqueamiento literario. Nada más lejos de la realidad. Y tampoco pido que nadie me acompañe en esta empresa. Pero estoy decidida a desmontar el racismo barato, a rebatir y aniquilar ese fetichismo del color rutinario, fácil y accesible que remite ni más ni menos que a la esclavitud.

* Fragmento del libro “El origen de los otros”, de la estadounidense Toni Morrison, Premio Nobel de Literatura 1993. Traducido del inglés por Carlos Mayor. Cortesía de Penguin Random House Grupo Editorial, sello Lumen.

EL FETICHISMO DEL COLOR
Foto: Getty Images/Imagezoo - Mulga the Artist

Por Toni Morrison

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